Britania, 498 d. C.
Arthwyr de Maleoré, rey de los britanos, señor de la isla de los Poderosos, probó el peso de su nueva espada y la blandió en el aire con su poderoso brazo derecho. La hoja era del mejor acero de Damasco forjado por Cedwyn de Camlan, el mejor fabricante de espadas del reino. La empuñadura fue realizada por Morien de Glastonbury, el orfebre más virtuoso de Britania. La espada era pesada y ligera al mismo tiempo, una paradoja que a Arthwyr le permitió deducir que estaba perfectamente equilibrada. Su última arma había quedado destrozada al impactar contra la cabeza de un hacha sajona, y aunque le habían prestado una espada de gran calidad, se sentía desnudo sin la suya.
En un arrebato de júbilo, levantó la nueva por encima de la cabeza.
Era el vencedor de la batalla de Mynydd Baddon, donde miles de invasores anglos, sajones y jutos habían perdido la vida en una carnicería perpetrada por sus guerreros. Por primera vez desde que tenía uso de razón, apenas había violadores y saqueadores extranjeros en Britania. Su padre, Uther Pendragon, había sido un monarca que había gozado de la estima de sus súbditos, pero Arthwyr había alcanzado otro nivel: se había convertido en un semidiós.
Se encontraba en la sala del trono de su fortaleza, construida en lo alto de una colina desmochada en Gwynedd. Era verano y tan solo llevaba una túnica de tela fina sin mangas, mallas y botas. El ancho cinturón de cuero ceñido en torno a su pequeña cintura acentuaba su poderoso torso. Tenía el pelo largo y suelto, del color del oro fundido, y llevaba la barba bien recortada, como su padre, tarea de la que se encargaba un siervo diestro en el manejo de la hoja de sílex. Aún no había cumplido los cincuenta años y ya había hecho realidad todos sus sueños salvo uno.
—¿Le pondrás nombre? —le preguntó su reina, sentada en una postura lánguida en su trono acolchado, un poco más pequeño que el de Arthwyr.
Gwenhwyfar era una mujer con una cintura tan estrecha que sus damas de compañía consideraban un milagro que hubiera podido dar a luz. Su melena era tan oscura como rubia era la de Arthwyr, que siempre le decía que el color de su pelo era un reflejo de su carácter. Ella era sombría como la noche, mientras que él era el día, siempre rebosante de optimismo.
—La llamaré Caledfwlch —dijo Arthwyr—. La que hiende la piedra. Si puede partir una piedra, podrá hacer fácilmente eso mismo con un hombre.
—¿Nunca te cansas de matar? —preguntó la reina.
Su copera, una muchacha que no se apartaba de ella, llenó la copa que la monarca sostenía con su mano fina y estirada. La joven llevaba dos lazos blancos en el pelo como señal de luto por el caballero Llych Llenlleawg.
—Mi dama, jamás me cansaré de matar a infieles, invasores y no creyentes. Es deber de un rey cristiano proteger a sus súbditos y defender a Cristo.
—Ya has expulsado a los invasores. ¿Acaso piensas seguirlos hasta su país? ¿No podemos vivir en paz durante un tiempo?
Arthwyr vio a su hijo pequeño, Cyngen Maleoré, jugando junto a la chimenea con uno de sus primos. El pequeño solo tenía tres años y su mera existencia era un verdadero milagro, ya que sus padres lo habían concebido siendo ya muy mayores. Su otro hijo, Gwydre, tenía dieciocho años más y habría de convertirse en rey algún día, aunque a Arthwyr le reconfortaba sumamente la idea de tener a Cyngen como posible sustituto. Un rey guerrero debía estar preparado para cualquier eventualidad. El rey llamó a Cyngen para mostrarle la espada y se rio cuando el pequeño no pudo ni levantar la punta del suelo. Arthwyr dio unas palmadas a su rubio hijo, le entregó la espada a su paje, regresó junto a la reina y le tendió la mano. Ella sabía acariciarlo.
—Me quedaré un tiempo aquí por ti —le dijo—, pero mis caballeros son jóvenes, tienen la sangre caliente y no es fácil mantenerlos encerrados. Sé que saldrán a buscar aventura, y no pienso interponerme en su camino. Pero recuerda esto: la paz es tan permanente como una huella en la arena. La guerra volverá. Siempre vuelve.
Gwenhwyfar lanzó un suspiro y bebió más vino.
Entre las sombras que arrojaban los tronos apareció un hombre moreno. Lucía un gesto adusto, una calva lisa como el huevo de una gallina y una pequeña barba rectangular de estilo faraónico como homenaje a su lugar de nacimiento, Egipto. Arrastraba su túnica negra por el suelo. Avanzó lo imprescindible para que el rey reparara en su presencia, se detuvo y dio una palmada con las manos.
—¿Qué deseas, Myrddin? —preguntó Arthwyr.
—El pasillo está lleno de súbditos, mi señor —respondió Myrddin con su acento exótico—. Ahora que habéis expulsado a vuestros enemigos del reino, el pueblo ha vuelto a discutir por cuestiones de dote y otras nimiedades, como quién es el legítimo dueño de este buey o aquel cerdo.
Arthwyr le hizo la misma pregunta que le hacía siempre en tono exasperado.
—¿Y por qué debe un rey decidir sobre esas cuestiones?
—Si no lo hacéis vos, ¿quién lo hará? —replicó Myrddin—. Pero antes de empezar la audiencia, uno de vuestros caballeros quiere veros y solicita que le concedáis un deseo.
—¿De quién se trata?
—De Gwalchavad.
Arthwyr sonrió de oreja a oreja. No era lo más correcto que un rey tuviera un favorito entre un grupo de caballeros cuya valentía y lealtad estaba fuera de toda duda, pero Gwalchavad era un joven especial, impaciente como un cachorro, pío como un monje y el caballero más aguerrido del reino cuando tomaba parte en una justa. También era de sangre real. Su madre era la hermana de la reina, su padre, el gran caballero Llych Llenlleawg, que deseaba ardientemente a la esposa del rey pero que se había conformado con la hermana pequeña de esta. Arthwyr era del todo consciente del amor no correspondido de Llych y lo utilizó como acicate para espolear a su mejor caballero y que alcanzara nuevas cotas en su osadía en el campo de batalla. En Mynydd Baddon le había entregado a Llych Llenlleawg uno de los pañuelos de su mujer y le había dicho que ella quería que lo llevara consigo, un gesto que exacerbó al caballero. Arthwyr nunca supo si fue presa del ardor, la vergüenza o el orgullo, pero luchó como un poseso y tuvieron que alcanzarlo cuatro flechas para derribarlo del caballo ese día.
Hizo llamar a Gwalchavad, que apareció en la sala del trono con toda la energía y el fervor propios de la juventud. Se acercó al rey e hincó una rodilla. La vaina de la espada chocó contra el suelo.
—Levántate, Gwalchavad —le ordenó Arthwyr—, y habla.
El joven se levantó rebosante de seguridad en sí mismo, como un hombre en la cima de la vida. Las damas de la corte que pululaban por el otro extremo de la sala lo miraron con deseo, y los hombres, los nobles de Arthwyr, agacharon la cabeza, presas de la envidia. Uno de ellos era el hijo mayor de Arthwyr, Gwydre, quien, como era de esperar, palideció en presencia de Gwalchavad.
«Yo soy su hijo, no Gwalchavad —se había quejado no hacía mucho a su madre—. ¿Por qué lo trata como si fuera su heredero y a mí como a su perro?».
—Señor —dijo el joven caballero—, vengo del castillo de Caerlleon. Llegó a mis oídos que uno de los nobles sajones que capturé en Mynydd Baddon quería verme para hablar de una propuesta para su rescate.
—¿Qué prisionero? —preguntó Arthwyr.
—Sir Wallia, hijo de Ardo.
—Un caballero muy hábil. Le provocaste una buena herida. ¿Se ha recuperado?
—Sí, señor. Hasta que hablamos no sabía que era sobrino del rey Eurico.
Arthwyr frunció el ceño al oír ese nombre.
—Eurico fue un gran adversario. Lo odiaba y admiraba a partes iguales.
—Wallia parece un hombre decente —dijo Gwalchavad—. A pesar de que lo hemos tratado con el respeto que merece su noble linaje y le hemos concedido las comodidades más razonables, se muestra inquieto después de tantos meses en cautividad y desea regresar a sus tierras.
—Entonces ¡su gente debería pagar el rescate! —bramó Arthwyr.
Myrddin dio un pequeño paso al frente.
—Las negociaciones acaban de empezar, señor. Estos asuntos son delicados y requieren tiempo, aunque el rey Cissa ha prometido en numerosas ocasiones que pagaría el rescate de sus nobles y aún no ha entregado el botín pactado.
—Entonces tampoco nosotros deberíamos tener ninguna prisa —repuso el rey.
—Con el debido respeto, señor —dijo Gwalchavad—, Wallia me ha dicho algo que me ha sumido en un estado de agitación. ¡Me ha jurado por el honor de sus antepasados que sabe dónde podríamos encontrar el Grial de Jesucristo, nuestro Señor!
La sala del trono estalló en murmullos que Arthwyr acalló con un gesto brusco de la mano. La búsqueda del cáliz de Cristo había enardecido su espíritu desde que Myrddin apareció en su castillo para ofrecer sus servicios como adivino al joven rey. Los consejeros de Arthwyr, los hombres de su padre, rechazaron al forastero e intentaron desacreditarlo a la menor oportunidad, pero los consejos de Myrddin habían sido sabios e infalibles. Siempre había previsto el mejor momento para atacar al enemigo, el mejor momento para la retirada, el mejor momento para atravesar el embravecido canal y alcanzar la Galia, el mejor momento para yacer con una mujer y concebir un varón. Con el paso del tiempo el rey ascendió a Myrddin a consejero principal del rey y la vieja guardia de Uther Pendragon quedó arrinconada. A partir de entonces, Myrddin, que había abandonado su antigua religión para abrazar las enseñanzas de Jesucristo, aprovechó cualquier oportunidad para espolear al rey y que este encomendara el prestigio de su trono y las vidas de sus caballeros a la búsqueda del Grial. Era una empresa, insistía el egipcio, que en caso de ser fructífera convertiría a Arthwyr en el monarca más importante de la cristiandad. Encontrar el Grial era el único objetivo que no había logrado cumplir Arthwyr.
—¿El Grial, dices? —exclamó el rey—. ¿Fueron las palabras de un prisionero desesperado por obtener la libertad o las de un hombre sincero?
—Creo que fue sincero, mi rey —dijo Gwalchavad—. Esto fue lo que me dijo: los bardos de su pueblo cuentan que José de Arimatea, el gran santo que cedió su tumba para que nuestro Cristo crucificado pudiera recibir sepultura, recibió el Grial cuando nuestro Señor resucitó. Perseguido por Poncio Pilato, José huyó de Jerusalén y viajó a la región que los romanos llamaban Tarraconensis. Allí se ordenó sacerdote y fundó un enclave para honrar a Cristo en lo alto de las montañas, donde sus seguidores y él estarían a salvo. Y fue en ese lugar donde escondió el Grial.
Arthwyr se revolvió en el trono, impaciente.
—Hemos oído historias como esa antes y nuestros caballeros se han enfrentado al peligro en tierras extranjeras y no han encontrado nada. ¿Por qué iba a ser distinto esta vez?
Gwalchavad no se arredró.
—¿Alguna vez un hombre de honor ha declarado haber tenido en sus manos el cáliz?
Arthwyr dirigió la mirada a Myrddin y luego volvió a posarla en su caballero.
—¿Es Wallia quien ha afirmado tal cosa?
—Así es, señor.
Arthwyr se inclinó hacia delante.
—¿Y te ha dicho lo que sintió?
—Que era cálido como el vientre de un bebé, como la sangre. Sintió su poder.
Arthwyr se recostó en el trono y asintió. Era lo que había predicho Myrddin. El Grial, le había explicado, tenía la temperatura de un corazón humano.
—¿Qué opinas, Myrddin? —preguntó Arthwyr.
—Cuando sir Gwalchavad me relató la historia que le había contado sir Wallia, me arrodillé y recé para dar gracias. En el pasado, unos hombres afirmaron que el Grial estaba oculto en el reino de Eurico, y otros que José de Arimatea había encontrado refugio en la provincia Tarraconensis con una valiosa reliquia. Creo que no podemos hacer caso omiso de las afirmaciones de sir Wallia.
—¿Qué nos propone? —preguntó Arthwyr a Gwalchavad.
—Estas son sus peticiones —respondió el caballero—: Me dirá dónde se encuentra el santuario y el lugar exacto donde está escondido el Grial. Si regreso de la búsqueda con el Grial, debemos prometer que lo liberaremos de inmediato, sin necesidad de pagar rescate, y que le concederemos derecho de tránsito hasta Germania.
—Una petición modesta para un tesoro tan grande —dijo Arthwyr.
—Sir Wallia teme pasar el resto de sus días en cautividad y tener una muerte espantosa —indicó Gwalchavad—. Desea ver de nuevo a su mujer y sus hijos. Conoce de sobra la reputación de su rey en lo que concierne al pago de rescates. Os pido, señor, que me concedáis el honor de encabezar el grupo de caballeros que parta a buscar el Grial para poder ponerlo a vuestros pies.
Arthwyr no se avergonzó de derramar lágrimas públicamente.
—Ve, mi valiente y noble Gwalchavad. Lleva a buen puerto mi sueño más ambicioso —dijo el rey mientras a Gwydre lo corroía la envidia entre las sombras.
Myrddin tenía su propia estancia en una torre del castillo de Arthwyr, con muebles tan suntuosos y elegantes como los del rey, además de bandejas y copas de plata y arcones de madera llenos de prendas forradas de piel. Mailoc, un galo de una corpulencia descomunal, y Kilian, un picto pequeño y fuerte de las tierras del norte, estaban sentados junto a la chimenea. Bebían vino y devoraban con los dedos grasientos un gallo de pelea asado. Myrddin no mostraba gran interés por la comida ni por la bebida. Parecía sentir una extraña atracción por las voraces llamas y el crepitar de los troncos partidos.
Al final rompió el silencio.
—Mailoc, quiero que acompañes a Gwalchavad en su viaje. Convenceré a Arthwyr de que su caballero necesita a un adivino a su lado para que le aconseje en todo momento.
—¿De verdad crees esa historia sajona? —preguntó Kilian.
Myrddin se encogió de hombros.
—Tiene un halo de verdad, pero ¿quién sabe? Los Qem llevamos persiguiendo el Grial desde el día en que José de Arimatea nos lo robó. Hace veinte años vine a esta tierra dejada de la mano de Dios porque creía que Arthwyr se convertiría en un soberano poderoso, y así ha sido. También creía que podría influir en un joven rey para que dedicara los recursos de su corte y reino para ayudarnos a encontrar el Grial, y lo he conseguido. Tal vez ese prisionero, Wallia, posea algún conocimiento especial de la reliquia, o tal vez sea un bellaco. Solo existe una forma de comprobarlo.
—¿Y si encontramos el Grial? —preguntó Mailoc.
Myrddin sonrió.
—En tal caso confío en que tengas la decencia de limpiarte la grasa de los dedos antes de cogerlo. Luego róbaselo a Gwalchavad y a sus caballeros. Mátalos si es necesario, no me importa. Cuando lo hayas hecho, infórmame mediante un mensajero y lleva el Grial a Jerusalén, donde deberás pasar desapercibido, vestido de humilde peregrino. Espérame allí. Si es el verdadero Grial, nuestro objetivo se hará realidad.
Gwalchavad y su pequeño grupo cruzaron las oscuras y traicioneras aguas que separaban Britania y la Galia e iniciaron su viaje atravesando la agreste campiña gala en dirección sur, hacia las tierras de Eurico y la provincia Tarraconensis. Un gran grupo de caballeros y soldados habría llamado la atención de los nobles más hostiles y sus ejércitos, por lo que la expedición estaba formada únicamente por doce hombres. Había dos caballeros más de la corte de Arthwyr: sir Jowan y sir Porthawyr; ambos eran jóvenes y no tenían reparos en aceptar el liderazgo de Gwalchavad. Myrddin había convencido al rey de que la presencia de Mailoc sería una ayuda inestimable. Oriundo de la Galia, conocía las costumbres de la gente del lugar y podía adivinar el futuro a partir de las entrañas de un conejo con la misma facilidad que mostraba para el manejo de la daga. Ocho escuderos y siervos formaban parte del séquito; montaban caballos de carga y se ocupaban de las vituallas del grupo. Los caballeros vestían una sencilla capa por encima de la cota de malla y la espada. Cuando se encontraban con algún lugareño, Mailoc les decía en su lengua que eran mercaderes y peregrinos que estaban buscando reliquias de la Virgen María y los santos para venderlas a sacerdotes y obispos.
Wallia le había dicho a Gwalchavad que debían dirigirse a Barcino, la gran ciudad portuaria situada en el corazón de la provincia Tarraconensis. Desde ahí, tan solo los separaría un día a caballo hasta el emplazamiento que la gente del lugar llamaba la Montaña de los Milagros, ya que se decía que los enfermos podían curarse si se bañaban en los saltos de agua helada que caían por la ladera. El viaje hasta Barcino se alargó dos meses. El grupo tuvo que soportar tormentas y mala comida, insectos y serpientes, y una escaramuza con un señor de la guerra galo que intentó robarles. Los caballeros dieron muerte a los maleantes sin miramientos y atravesaron su carne cálida con el frío acero de sus espadas para que se reunieran con el Creador. En Barcino, una ciudad bulliciosa como no habían visto otra, llena de mercaderes y marineros de los más variados orígenes, encontraron buen alojamiento y los caballos pudieron descansar antes de abordar el tramo final.
Gwalchavad estaba ansioso por llegar a su destino. En lo más profundo de su ser percibía la presencia de algo grande y maravilloso. ¿Cómo era posible que esa presencia no fuera el Grial? Sin embargo, sus caballeros y los demás hombres querían permanecer unos días más en la ciudad, disfrutar de la comodidad que les ofrecía la posada del puerto y recuperar fuerzas. Gwalchavad estaba a punto de ceder cuando Mailoc lo convenció de lo contrario. El galo se lo llevó a un rincón de la sala de los barriles y, mientras los hombres daban buena cuenta de las jarras de cerveza, le dijo al caballero que presentía peligro si permanecían mucho más tiempo allí. Había visto un cuervo muerto cada uno de los tres días que llevaban en el lugar, el último casi en el umbral de la posada. En aquella ciudad reinaba el mal.
Cuando Gwalchavad anunció al grupo que partirían al día siguiente, los escuderos pidieron más cerveza para la mesa y luego más aún, hasta que acabaron todos borrachos. Si Gwalchavad o uno de los caballeros hubiera oído al escudero de sir Jowan orinando detrás de la posada y jactándose de la búsqueda del Grial ante un desconocido en su lengua britana, lo habrían degollado allí mismo.
Al día siguiente los peregrinos partieron al amanecer y enfilaron con sus caballos hacia la cumbre de las montañas. A medida que avanzaban, la montaña se iba alzando a lo lejos, y a media tarde ya tenían que levantar la cabeza para verla bien. Durante el viaje, Gwalchavad sintió la necesidad de mirar hacia atrás en varias ocasiones, pero no vio nada que le causara preocupación. Cuando alcanzaron la base de la montaña, tardaron un poco en encontrar el lugar exacto que había descrito Wallia, una enorme roca triangular del color del vino aguado. El primero que la vio fue Jowan, tras lo cual lanzó un grito de alegría. Junto a la roca había un camino trillado tan estrecho que solo permitía el paso de un hombre o un caballo a la vez. Lo tomaron.
El camino ascendía por la montaña siguiendo una ruta intrincada y sinuosa. La suave pendiente no exigió un esfuerzo desmesurado a los caballos ni a los jinetes, pero les llevó varias horas llegar al siguiente punto de referencia que les había indicado Wallia, un amplio claro. Gwalchavad sabía que estaban cerca de su destino y, tal y como había dicho Wallia, a partir de ahí el camino era muy empinado y estaba cubierto por un manto de piedras traicioneras, una advertencia de que el último tramo del viaje no iba a ser fácil. Los caballos empezaron a relinchar, cada vez les costaba más mantener el equilibro. Al final Gwalchavad decidió que los siervos y los caballos de carga regresaran al claro y esperasen su regreso.
Los hombres avanzaron cien metros más hasta que Gwalchavad concluyó que los corceles no podían seguir adelante. Todos desmontaron y los escuderos volvieron al claro para reunirse con los siervos. Gwalchavad ordenó a su escudero que esperaran un día antes de subir a buscarlos. Luego los tres caballeros, Gwalchavad, Jowan y Porthawyr, y su adivino, Mailoc, siguieron el camino a pie.
El sendero desembocaba en un claro situado más arriba al que llegaron con la suave luz del atardecer.
De repente Gwalchavad señaló un lugar y reprimió la imperiosa necesidad de arrodillarse para dar gracias a Dios.
—¡Ahí! —gritó—. Tal y como prometió sir Wallia. ¡Estamos cerca, amigos! Estamos muy cerca.