El Stoneleigh Park Lodge se encontraba a pocos minutos en coche de la isla fluvial del río Avon. Arthur y Claire se registraron en el hotel y regresaron al Land Rover. La parte trasera del todoterreno estaba ocupada por las posesiones de Arthur: el equipo de detección de metales, algunas buenas linternas y un par de gafas de visión nocturna que había comprado como excedentes del ejército hacía varios años y que apenas había usado.
A Arthur no le resultó fácil decidirse a abandonar el ambiente protector del hotel Cantley House; estaba constantemente alerta, en busca de cualquier indicio que señalase que los estaban siguiendo. Por el momento creía que se hallaban a salvo.
Tal y como Jim Mawby había indicado, la isla se encontraba en los terrenos de la abadía de Stoneleigh, que en la actualidad cumplía con una función más moderna, nada que ver con sus raíces eclesiásticas. Enrique II la había fundado en 1154, y su época de esplendor como monasterio cisterciense abarcó cuatro siglos, hasta que Enrique VIII renegó del catolicismo. Los edificios y las tierras fueron entregados como una propiedad más a un amigo del rey, Charles Brandon, duque de Suffolk, mientras que la vieja abadía permaneció en manos privadas y fue objeto de varias reformas hasta que en 1996 pasó a ser gestionada por una fundación benéfica. En el transcurso de los siglos se convirtió en la casa de campo de los Leigh, los antepasados de Jane Austen, y la casa sirvió de inspiración para sus novelas Persuasión y Mansfield Park. En la actualidad era un museo y una sala de banquetes, y cuando Arthur y Claire se detuvieron en el soleado aparcamiento, una empresa de catering estaba descargando una gran carpa para una boda. Se dirigieron al centro de información y compraron dos entradas para visitar el jardín, momento que Arthur aprovechó para intentar sonsacarle alguna información sobre la ceremonia a la chica de la taquilla. Iba a ser una boda nocturna bastante multitudinaria, con trescientos cincuenta invitados.
—¿Prefieres que seamos amigos de la novia o del novio? —le preguntó Arthur a Claire en la entrada del jardín.
—Mon Dieu! —exclamó ella en voz baja—. No llevo la ropa adecuada.
—Ya tendremos tiempo más adelante para ir de compras.
Los terrenos de la abadía abarcaban 280 hectáreas de zonas verdes y elegantes jardines a lo largo del Avon, pero a Arthur solo le interesaba la isla fluvial, a la que se podía acceder a través de un puente peatonal desde el inmaculado jardín que había junto al invernadero de naranjos de la abadía. La isla era una superficie llana y cubierta de hierba, con unos cuantos árboles y surcada por varios caminos. A Arthur se le cayó el alma a los pies: tendrían que cubrir casi una hectárea, y a juzgar por la inclinación de las riberas y por lo que les había dicho Mawby sobre la profundidad del Avon, un objeto lanzado al río quinientos años antes podía encontrarse entre dos y tres metros bajo tierra. Aunque la espada estuviera allí, algo que no era ni mucho menos seguro, encontrarla iba a resultar una tarea sumamente difícil.
A pesar de todo, decidió no compartir sus dudas con Claire, no quería desmotivarla. Eran los únicos invitados que se encontraban en la isla. Arthur hizo un gesto con la mano para abarcar la gran extensión de césped.
—Bien. Imagina que eres Thomas Malory y te encuentras en la orilla. Quieres lanzar una espada a algo que parece un lago. ¿Intentarías tirarla en el centro, para que fuera más difícil alcanzarla, o cerca de la orilla, para que fuera más fácil recuperarla?
Claire puso los brazos en jarras y lo miró a través de las gafas de sol.
—Ni una cosa ni la otra. Lo bastante lejos de la orilla para que un pescador no viera el destello del metal, pero tampoco en la zona más profunda. Hay que recordar que Malory quería que un día la encontrara la persona adecuada.
Arthur asintió con la cabeza.
—Me has convencido. Esperemos que fuera tan inteligente como tú.
No tardó en refrescar. El banquete comenzó a las siete y media y faltaba una hora para la puesta de sol. Esa tarde Claire se había comprado un vestido largo y vaporoso y un chal. Arthur se apañó con la americana que llevaba en la maleta. Cuando vieron que nadie pedía las invitaciones, se mezclaron con un grupo de invitados que acababan de llegar al banquete y se dirigieron a la carpa, en la que aprovecharon para darse un atracón en el bufet y tomar una copa de vino. Decidieron que la estrategia más segura sería mantenerse alejados de las mesas y quedarse en la pista de baile, lo que les evitó tener que decir que eran amigos del instituto de Jason y que se alegraban mucho por Roz y por él.
Claire le dijo a Arthur que no era tan mal bailarín para ser químico e inglés, a lo que él replicó que ella lo hacía pas mal para ser física y francesa. Cuando sonó una canción lenta, la agarró con fuerza y notó el roce de sus pechos contra su cuerpo.
—Es una buena noche para empezar una búsqueda —le susurró Claire al oído.
Arthur señaló al padre de la novia, que había subido al escenario y le hacía un gesto a la banda.
—Ese es el tipo con el que debemos tener más cuidado. Es el que nos ha invitado a comer y a beber esta noche.
Permanecieron en un segundo plano mientras se pronunciaban los discursos, se cortaban los pasteles y cuando los recién casados salieron a bailar a la pista. Entonces, cuando ya se había puesto el sol, regresaron al aparcamiento. Arthur cogió la bolsa de lona del maletero y se la echó al hombro.
La media luna que brillaba en el cielo les proporcionó una tenue luz que les permitió orientarse en el jardín y llegar al puente de la isla sin usar las linternas. Desde la isla, la música sonaba como una melodía lejana y de ensueño, y de no haber sido por la tarea que los ocupaba, Arthur se habría tumbado con Claire en la hierba fría. Sin embargo, no le quedó más remedio que coger el detector de metales, encenderlo y ajustar la sensibilidad para encontrar un objeto de gran tamaño enterrado a gran profundidad. No podía perder el tiempo con monedas o la típica joya extraviada.
Excalibur o nada.
Sin olvidar la opinión de Claire de que Thomas Malory había lanzado la espada ni muy lejos ni muy cerca de la orilla, Arthur escondió la bolsa junto a un árbol, se puso los auriculares y empezó a caminar en círculos concéntricos en torno a la isla. Comenzó por el puente y siguió en sentido contrario a las agujas del reloj hasta llegar al punto de partida. A cada paso que daba realizaba un barrido completo a la izquierda y luego otro a la derecha, lo que le permitía abarcar unos dos metros. Eran casi las diez de la noche cuando empezaron. Aunque caminaban juntos, era una búsqueda solitaria. Arthur aguzaba el oído para que no se le pasara por alto el tono adecuado; Claire miraba la luna y las estrellas y escuchaba la música y el murmullo lejano de las risas.
Tardaron una hora en dar la primera vuelta a la isla. Arthur se quitó los auriculares.
—¿Estás bien? ¿Quieres mi chaqueta?
—Estoy bien. —No soplaba ni una pizca de aire y hacía más calor que cuando empezaron—. ¿Has oído algo?
—La buena noticia es que no hemos dado con ningún falso positivo que nos haya obligado a ir más lentos. La mala es que no hemos encontrado nada.
—Da igual. Me parece una buena relación señal/ruido.
Arthur casi había olvidado que la preciosa mujer que lo seguía vestida con un vestido de gasa era científica.
—Si seguimos a esta velocidad, tardaremos toda la noche.
—No me importa. Se está muy bien aquí fuera.
Pasó una hora, luego dos más y de repente la música paró. La fiesta se había acabado. Oyeron unos cuantos gritos de borrachos en el aparcamiento y al final la carpa se quedó a oscuras. El cielo nocturno se cubrió de nubes, el viento empezó a soplar y Arthur insistió en que Claire se pusiera su chaqueta. Cuando los camareros y el resto del personal acabaron de recogerlo todo, la abadía se quedó a oscuras y Arthur se atrevió a encender una linterna. Con los auriculares apagados y el campo despejado, podían oír la suave corriente del río. En la siguiente vuelta, Claire iluminaba el suelo frente a él. Arthur calculó que tardarían unas cinco horas en dar la última vuelta en torno al centro de la isla.
—Venga, otra más —dijo Arthur.
Había dos hombres sentados en el interior de un vehículo oscuro situado en el aparcamiento de la abadía. Griggs tenía unos prismáticos de visión nocturna con los que enfocaba a las dos figuras fantasmagóricas que se encontraban a lo lejos.
—Están caminando en círculos —dijo.
El otro hombre miró la hora.
—Parece que vamos a pasar aquí toda la noche.
Hengst era un antiguo miembro de la SASS, la agencia de inteligencia de Sudáfrica. Era más joven que Griggs.
—Creo que deberías ser un poco más lameculos conmigo —dijo Griggs—, gracias a mí no te pasas el día montando guardia en la caseta.
Hengst frunció los labios.
—Bájate los pantalones y déjame intentarlo. Es mi especialidad.
—¿Hiciste muchos trabajos de vigilancia para la SASS?
—Así me ganaba la vida.
Griggs estiró el brazo y cogió una bolsa táctica del asiento trasero. La abrió y sacó un rifle compacto de francotirador.
—Déjame echarle un vistazo —dijo Hengst.
Griggs se lo dio y el joven lo examinó con manos expertas.
—¿Te gusta? —preguntó Griggs.
—Ya lo creo. ¿Qué es?
—Americano. Un SRS de Desert Tactical. Cañón de veintidós pulgadas, cinco kilos, silenciador de titanio, visor Moro con visión nocturna, láser Barska.
—¿Munición?
—Lapua Magnum del calibre 338.
—Joder. Un arma para matar elefantes. ¿Cuánto te ha costado?
—¿Con el equipo completo? Seis de los grandes.
—¿Harp te ha dejado comprar esto?
—Claro.
—Yo también quiero uno.
—No lo necesitas para montar guardia en la caseta.
Griggs cogió el rifle y quitó las tapas de la mira telescópica. Abrió la ventanilla del coche hasta la mitad para apoyar el cañón y afinó la puntería hasta que la cabeza de Arthur ocupó el visor.
—Objetivo localizado.
—¿A qué distancia está?
—A unos seiscientos metros, tal vez quinientos cincuenta. No hay viento. Acertaría el disparo el noventa por ciento de las veces.
—Harp te cortaría la cabeza.
—Que le den.
—Bonita forma de hablar del tipo que te ha comprado un juguete de seis mil libras.
Griggs perdió los estribos.
—No fue la cara de Harp la que vio Malory esa noche, y tampoco la tuya. Solo hay una forma de asegurarme de que no pueda joderme la vida.
—Las órdenes son órdenes, ¿no, colega?
—Me importan una mierda las malditas órdenes. Es mi cuello el que está en juego.
—Oye, ¿por qué es tan importante el Grial? —preguntó Hengst encendiendo un cigarrillo.
—Harp no ha querido decirme nada, pero el tipo suizo para el que trabajé fue más amable. También es físico y también está podrido de dinero. Harp y él pertenecen a una especie de grupo que busca el Grial. Me dijo que el Grial tenía ciertas… ¿qué palabra usó?, propiedades que querían controlar.
—¿Controlar por qué?
—No lo sé.
Hengst dio una larga calada al cigarrillo.
—Esos cabrones forrados tienen demasiado tiempo libre.
Arthur empezó a trazar otro círculo y al tercer barrido a la izquierda le pareció oír algo. No fue un tono claro y reconocible, sino más bien el presentimiento de que se había producido un sonido. Se acordó de las pruebas de audición a las que se sometió de niño, en las que un audiólogo fue bajando los decibelios hasta que solo oyó el fantasma del tono original.
Barrió hacia la derecha y nada. Otra vez a la izquierda y percibió ese leve sonido. Dio medio paso adelante y repitió los barridos. Algo, quizá, a la izquierda, nada a la derecha. En el visor del detector no apareció nada en el cursor de OBJETIVO. Arthur siguió avanzando, medio paso cada vez, hasta que el tono imperceptible, si es que había llegado a existir, desapareció.
Se quitó los auriculares.
—¿Algo? —preguntó Claire.
—Tal vez sí, tal vez no. Era un sonido muy débil, pero no ha aparecido en la pantalla.
—¿Qué quieres hacer?
—Seguir mis instintos. Voy a excavar un poco. Quédate aquí, voy a buscar las palas.
Se encontraban en el extremo de la isla más próximo a la abadía, a unos quince metros de la orilla más cercana. Arthur regresó con su bolsa de lona y sacó una pala.
Empezó a apartar la capa de césped en el primer lugar donde le había parecido oír el tono, con cuidado para poder cubrir el agujero sin que se notara. A la luz de la linterna de Claire, delimitó una zona de un metro cuadrado y excavó unos sesenta centímetros. La tierra era firme y húmeda, y la pala de acero se hundía en ella limpiamente. Cuando acabó, encendió la pantalla del detector de metales e introdujo la cabeza del escáner en el hoyo.
Esta vez oyó un tono más claro y el detector registró una señal duradera de la gama no ferrosa. Oro. Plata. Bronce. Metales buenos.
Siguió excavando y a medida que el agujero se fue haciendo más profundo tuvo que ampliarlo medio metro por cada costado para poder trabajar con comodidad. Cuanto más profundo era, más fuerte era la señal. Ahora era un tono medio, único y fuerte, con un 70 en la escala de discriminación. Ahí abajo había un objeto. De oro, plata o bronce. Empezó a excavar más rápido a pesar del dolor en las costillas. El amanecer no iba a esperar.
Cuando ya había excavado dos metros, la tierra era cada vez más húmeda y compacta; Arthur se arrepintió de no haber cavado una trinchera más larga y ancha. Las paredes parecían inestables y se producían pequeños desprendimientos. Sin embargo, no tenía tiempo para solucionar el problema. Cuando llegara el momento de abandonar, Claire tendría que echar tierra en el agujero para que él pudiera salir de allí.
Empezaba a despuntar el alba. Arthur cavaba cada vez más rápido, al diablo con el dolor. Claire usaba la otra pala para evitar que la tierra volviera a caer en el hoyo. Ambos estaban sucios de tierra y barro.
El tono que resonaba en sus oídos resultaba casi doloroso.
Arthur pidió la pala de jardinero y, cuando Claire se la dio, se arrodilló y siguió excavando con ahínco.
La pala chocó con algo y un objeto oscuro sobresalió del barro. Más tarde le diría a Claire que le recordó el brazo de un hombre saliendo del fango, como el brazo de la Dama del Lago, de la que se dice que cogió a Excalibur y la depositó en su última morada.
Al principio no distinguió lo que había encontrado. Era algo metálico, de unos treinta centímetros de largo.
—Dame la linterna —dijo intentando contener la emoción—. Creo que en la bolsa hay una botella de agua. Pásamela también.
Sujetó la linterna con la barbilla y limpió el objeto metálico con el agua y los dedos. Vio un destello de plata.
Era inconfundible. Se trataba de la empuñadura de una espada con un guardamano y un pomo. No había hoja, solo una mancha de corrosión en la base del guardamano.
—¿Lo es? —preguntó Claire.
—Lo es —respondió Arthur—. Por Dios, lo es.
Claire empezó a echar tierra y Arthur se construyó una pequeña rampa para salir del hoyo. Cuando lo logró, envolvió la empuñadura en el chal de Claire y la ayudó a tapar el agujero tan rápido como pudo. El cielo empezaba a teñirse de rosa y temía que algún madrugador que hubiera salido a pasear con el perro los descubriera. Mientras él rellenaba el agujero, Claire lo metió todo en la bolsa, salvo la pala que estaba usando Arthur, y se dirigió al aparcamiento para esperarlo en el coche; no reparó en los dos hombres que había agachados en uno de los pocos vehículos que quedaban en el aparcamiento.
Al final, empapado en sudor, Arthur pisó la tierra y volvió a poner la capa de césped. Con los primeros rayos de sol inspeccionó su trabajo. No había quedado perfecto, pero tampoco llamaba demasiado la atención. A lo lejos vio a un hombre con dos perros que se dirigía hacia donde él se encontraba. Decidió no coger la pala y, para que aquel tipo no la viera, la tiró al río, satisfecho con la simetría del gesto.
Al llegar al hotel, se ducharon juntos pero no hicieron el amor, ambos estaban demasiado ansiosos por limpiar la espada. Envuelto en una toalla de baño, Arthur se lavó los dientes y luego utilizó el cepillo para limpiar la empuñadura bajo el grifo.
La plata brillaba con el mismo orgullo que el día en que fue forjada. El pesado guardamano medía veinticinco centímetros de largo y sobresalía diez centímetros a cada lado de la hoja. Si esta no hubiera desaparecido, la espada habría sido como una cruz. Mientras Arthur limpiaba el guardamano de plata, las letras aparecieron bajo las cerdas del cepillo.
Claire se inclinó hacia delante y se le cayó la toalla, pero no hizo el menor ademán de taparse. Ambos pronunciaron al unísono las siguientes palabras: «Eni tirro euric nemeto ouxselo brunka kanta cristus ke wereo gral».
—¿Qué idioma es? —preguntó ella.
—No tengo ni la menor idea. Pero esta es la palabra que quería ver. «Gral». ¡Es una inscripción sobre el Grial!
Se volvió hacia ella y sonrió al verla desnuda. Entonces se apoderó de él un impulso que no entendió. Agarró la empuñadura con la mano derecha y la levantó por encima de su cabeza con un gesto triunfal. Claire dio un paso adelante y le arrancó la toalla.