Inglaterra, 1471
Thomas Malory era viejo y estaba arruinado. Los años de frío y humedad habían hecho mella en él. Cuando se despertó, temblaba bajo la manta y tenía las caderas y las rodillas rígidas como tablas de madera. El proceso de levantarse de la cama y utilizar el orinal era lento y doloroso. Un acto tan sencillo como coger un vaso se convertía en una auténtica tortura hasta que los huesos y los músculos se desentumecían y adquirían una fluidez tolerable.
¡Había pasado veinte años entrando y saliendo de la cárcel! Veinte años de explosiones de júbilo cuando le concedían libertad bajo fianza, y de desesperación cuando volvían a arrestarlo y lo encerraban de nuevo.
La prisión de Marshalsea, la cárcel de Gaol, la Torre de Londres, Ludgate, Newgate, a merced de los caprichos de Su Majestad, recluido en las celdas más inmundas pero sin dejar de soñar con la cómoda vida perdida en Newbold Revel.
¿Dónde estaba la justicia?
Un caballero del reino arrojado como un desecho a un mar de iniquidad. Todo por unas acusaciones falsas. ¿Un vulgar robo? ¿Violación? Resultaba difícil de creer que un hombre que había servido a su rey en el campo de batalla como caballero, paradigma de las virtudes caballerescas, y descendiente de Arturo, ¡rey de los britanos!, hubiera cometido todos esos actos innobles. Sin embargo, las acusaciones, alimentadas por los poderosos enemigos que atizaban el fuego del corrupto sistema judicial, bastaron para mantener a Malory en cautividad cuando la mayoría de los hombres de su edad y condición dedicaban el tiempo a beber junto a la hoguera, con sus perros de caza dormitando a sus pies.
Durante la primera década de cautiverio logró mantener las esperanzas de que su suplicio llegaría a su fin cuando el rey Enrique acudiera en su rescate. Sin embargo, el monarca debía atender otras cuestiones más acuciantes. Sus planes de poner fin a la interminable guerra entre Inglaterra y Francia habían provocado un cisma entre sus lores y la aparición de un enconado rival encarnado en el poderoso duque de York. Cuando el rey se sumió en una melancolía catatónica después de que su hermosa mujer francesa lo convirtiera en cornudo, York aprovechó el vacío y tomó las riendas del poder desde la casa de Lancaster. Aunque el rey habría de recuperar el juicio, dos décadas de encarnizados enfrentamientos entre las casas de Lancaster y de York sembraron el caos en el país y recibieron toda la atención de la Corona, que no hizo caso de las penalidades de un pobre caballero encarcelado.
Durante todo ese tiempo, Malory se fue consumiendo lentamente, pasando de un tribunal a otro y de una cárcel a otra, algunas inhóspitas y otras, como Marshalsea, algo más acogedoras. En ocasiones transcurrían varios meses, un año o más hasta que Buckingham aparecía de nuevo. Su oferta era siempre la misma.
—Decidme dónde puedo encontrar la espada y seréis libre.
John Aleyn y otros aliados de confianza habían logrado averiguar algo más sobre las intenciones secretas de Buckingham. Corría el rumor de la existencia de una red de hombres repartidos por Europa y Asia llamados los Qem, alquimistas unidos no por la lealtad a ninguna corona, sino por unos intereses más oscuros. Había otro inglés, Ripley, de quien se decía que también estaba implicado hasta las cejas en el turbio asunto. Al parecer, Buckingham y Ripley profesaban lealtad a estos otros hombres que compartían el deseo de encontrar el Santo Grial, no por la gloria de Dios, sino con fines demoníacos.
De modo que cada vez que Buckingham abría la puerta de su celda para hacerle su propuesta, Malory respondía: «Mi señor, jamás poseeréis la espada ni os haréis con el Grial. Su fin es la verdad y la luz, y temo que vos deseáis usarla para el mal y la oscuridad. Moriré siendo un hombre feliz si sé que jamás llegaréis a poseerla».
Mientras la política y la guerra arrastraban a Inglaterra a un torbellino de violencia, los ritmos de la vida de Malory en cautividad quedaron a salvo de la desolación exterior y dieron pie a unos hábitos lentos y repetitivos. En un buen día, cuando la enfermedad lo respetaba y la comida era aceptable, incluso podía admitir que sus nobles pasatiempos le proporcionaban un pequeño placer.
Tras una vida colmada de batallas y sangre, la soledad de un escritorio y la compañía de unos valiosos libros le proporcionaban un digno consuelo. A menudo empezaba el día escribiendo una carta a su amada esposa o a uno de sus fieles amigos, pero luego se entregaba al capítulo de La muerte de Arturo que tenía entre manos y se sumergía en la descripción de una gran batalla, un apasionado romance o una noble búsqueda. Escribía durante horas y horas, lo que le permitía huir de su celda hasta las colinas azotadas por el viento de Camelot y la vibrante corte de Arturo, su rey, su inspiración, su antepasado.
Buckingham, un hombre concienzudo, recelaba de lo que Malory escribía, por lo que ordenó a uno de sus hombres que leyera sus cartas y las páginas de sus manuscritos para intentar encontrar mensajes ocultos sobre la ubicación de la espada, pero siempre fue en vano.
A pesar de estar encarcelado, Malory se mantenía bien informado de los acontecimientos gracias a sus carceleros y a las visitas, y una semana después de la batalla de Northampton, librada en julio de 1460, la noticia llegó a la prisión de Newgate. El duque de York había logrado una victoria arrolladora contra los diez mil hombres del rey en las tierras de la abadía de Delapré. El rey fue capturado y firmó un efímero acuerdo que le permitiría retener el trono de por vida, aunque la Corona pasaría a York y sus herederos. Pero lo más importante para Malory era que ¡Buckingham había muerto!
Buckingham, un conspirador y arribista consumado, tomó parte por el bando de York cuando la balanza de la guerra de las Dos Rosas se inclinó en su dirección y por el bando de Lancaster cuando el rey tenía las de ganar. Por desgracia para él, ese día en Northampton comandaba las fuerzas de Lancaster en nombre del rey Enrique y murió cuando un guerrero del bando de Kent le clavó una pica.
Malory se alegró de la noticia, elevó una petición a la Corona y esperó. Al final, al cabo de unas semanas, sin la perniciosa injerencia de Buckingham, fue liberado y recibió los abrazos de su anhelante esposa y de su fiel aliado John Aleyn. Fue como un sueño. De vuelta a Newbold Revel, con sus verdes prados y sus plantaciones listas para la cosecha, empezó a recobrar la salud lentamente, después de que la disentería estuviera a punto de acabar con él en verano.
Comía cuanto podía y recorría sus tierras para recuperar las fuerzas, pero en ningún momento dejó de tramar y planear sus siguientes pasos. La espada podía aguardar más tiempo en su escondite acuático. Se moría de ganas de tenerla de nuevo, de atesorarla, de cederla a su heredero, pero debía evitar las prisas. Excalibur estaba a salvo. Se sentó en un banco junto a la tumba de su hijo mayor, Thomas, que había muerto de sífilis dos años antes mientras él se pudría en Newgate. Su otro hijo, Robert, era un buen muchacho: aún no había cumplido los trece años, pero era noble y valiente, y Malory confiaba en que sería capaz de administrar debidamente los tesoros y las tierras familiares. Sin embargo, sabía que si le hablaba de la espada y del Grial pondría su vida en peligro, así que decidió no hacerlo. Era su búsqueda y debía emprenderla él.
El manuscrito de La muerte de Arturo descansaba ahora en el interior de una caja de su biblioteca, a medio acabar. Su culminación tendría que esperar, ya que debía atender asuntos más importantes. Recordaba de memoria la inscripción de la espada y, lo más importante, también conocía la traducción. Cuando hubiera recuperado las fuerzas, tal vez en primavera, organizaría un pequeño grupo de hombres fieles, entre los que se incluiría John Aleyn, y se harían con un barco cargado de provisiones. El viaje a una tierra lejana sería arduo, y el resultado, incierto, pero existía la posibilidad, la gloriosa posibilidad, de que al final de la travesía sostuviera entre sus temblorosas manos la más sagrada de las reliquias de la Tierra.
El horrible revés de la fortuna llegó al cabo de unos meses, cuando empezaron a soplar los vientos del invierno. Fue un golpe duro y demoledor: lo arrestaron de nuevo acusado de los mismos delitos y lo enviaron a la prisión de Marshalsea. Malory exigió saber quién se encontraba detrás de aquella decisión. La respuesta llegó como una mano desde la tumba. Un hombre al que no conocía apareció un día en su celda y se disculpó por interrumpirlo.
Malory levantó la mirada del escritorio. Aunque albergaba un hondo resentimiento por el injusto arresto, se había puesto a trabajar de nuevo en su manuscrito y estaba enfrascado en la continuación de su obra sobre Lanzarote y Ginebra. El hombre de la puerta era un tipo increíblemente gordo y, a juzgar por sus prendas de piel y por sus dedos enjoyados, también increíblemente rico.
—¿Quién sois? —preguntó Malory.
—Soy George Ripley. Tal vez hayáis oído hablar de mí.
Malory sonrió. Era un aliado de Buckingham.
—Así es.
—Bien, entonces sabréis por qué estoy aquí.
—Sentaos, Ripley. Marshalsea no ofrece el alojamiento más confortable del reino, pero me atrevería a decir que no permaneceréis aquí demasiado tiempo.
Ripley hizo una mueca mientras intentaba acomodar sus posaderas en una estrecha silla.
Malory dejó la pluma en el tintero.
—¿Por qué no me habláis de los Qem?
Si a Ripley le sorprendió la pregunta, su rostro no lo delató.
—Somos estudiantes de filosofía natural, hombres curiosos, somos gentilhombres. Eso es todo.
—Sois alquimistas.
—Así es. Mis conocidos y yo creemos fervientemente que la alquimia es una actividad noble. Imagino que estaréis de acuerdo en que entender la mano de Dios es una actividad noble, ¿no es así?
—¿Por qué queréis el Grial?
—¿Por qué lo queréis vos, sir Thomas?
—Por la gloria de Dios.
—El mismo motivo que nos mueve a nosotros.
—No es eso lo que ha llegado a mis oídos.
—No puedo ni pienso comentar las depravadas y escandalosas acusaciones de hombres desconocidos.
Malory se levantó a pesar del dolor y se frotó la cadera.
—Sin embargo, aquí estoy, ¡encarcelado injustamente por culpa de las depravadas y escandalosas acusaciones de hombres desconocidos! Sois vos quien me ha mandado arrestar de nuevo, ¿no es así? Creía que una pica de un soldado del ejército de Kent había puesto fin al interés de Buckingham en mi pobre alma, pero al parecer me equivoqué. Ahora son los yorkistas los que ostentan el poder. ¿Acaso vuestra influencia se ha extendido hasta ellos?
—Nuestra influencia abarca diversos lugares. Buckingham, que Dios lo tenga en su gloria, se hallaba en el bando del rey Enrique en un momento de lo más desafortunado. Ahora que el duque de York y su heredero, Eduardo de York, ostentan el poder, mi capacidad de influencia ha aumentado. El duque ha depositado ciertos aspectos de la educación de Eduardo en mis manos, por lo que si yo susurrara que un caballero como vos debería estar encarcelado de nuevo, cabe la posibilidad de que mi voluntad se viera cumplida. Y, del mismo modo, si por casualidad yo pidiera que un caballero como vos fuera puesto en libertad, tal vez mi voluntad también se cumpliría.
—Pues os animo a que susurréis ese deseo.
—Lo haré. Lo único que vos debéis hacer es decirme dónde puedo encontrar la espada.
Malory se dirigió al otro extremo del escritorio y apoyó todo el peso de su cuerpo en él.
—Ah, siempre a vueltas con lo mismo. Esa propuesta infernal. Debo deciros lo que le dije a Buckingham en muchas ocasiones: jamás os revelaré su escondite. Podéis mancillar mi nombre, pero no cederé. Podéis torturarme, pero no cederé. Podéis quedaros con mis tierras, matar a mi familia, pero no cederé. Los Qem pueden ser poderosos, vos podéis ser poderoso, pero ningún hombre es más poderoso que mi férrea voluntad, fortalecida por la certeza de que aquello que yo protejo, lo protejo por Dios. Ahora, señor, si sois tan amable de levantar vuestras posaderas de mi silla, os deseo que tengáis un buen día.
La peregrinación de cárcel en cárcel de Malory se prolongó durante la siguiente década, salpicada por breves períodos de libertad y perdón. Sin embargo, a sir Thomas le parecía oír los susurros que salían de los gruesos labios de Ripley. Los oía en sus sueños. «Atrapad al conejo. Arrancadlo de su feliz madriguera. Volved a ponerlo en la jaula. Es mío. Es mío. Es mío».
La guerra de las Dos Rosas se prolongó, pero la influencia de Ripley en la corte no hizo sino aumentar. El duque de York murió en Pontefract, pero su hijo de diecinueve años, un hombre imponente de un metro noventa, subió al trono como Eduardo IV. Nada podía detener ya a Ripley. Su influencia se extendió y empezó a ejercer abiertamente como alquimista de la corte, lo que le permitió susurrarle directamente al oído al rey.
Una vez al año, el día de Año Nuevo, Ripley iba a visitar a Malory a la prisión y le ofrecía la libertad condicional, y una vez al año Malory la rechazaba. Sir Thomas sospechaba que Ripley elegía el día a propósito, ya que uno tendía a reflexionar sobre su destino al inicio del año. El 1 de enero de 1471 Malory echó a Ripley con cajas destempladas y luego se sirvió una jarra de cerveza aguada. El alguacil de la prisión de Newgate le había enviado unas raciones superiores a las habituales la noche anterior. Malory había logrado apartar un trozo de venado de mayor calidad que el que acostumbraban a servirle y un buen pedazo de pan para la cena de Año Nuevo. Sentado al escritorio, masticando lentamente, leyó la última página de La muerte de Arturo, escrita esa misma mañana. Dos décadas de trabajo, una labor de amor y devoción, culminadas por su doloroso y personal lamento.
Aquí termina el libro entero del rey Arturo, y de sus nobles caballeros de la Tabla Redonda, que estando todos juntos fueron en número de ciento cuarenta. Y aquí termina la muerte del rey Arturo. Ruego a todos vosotros, gentilhombres y damas que leéis este libro del rey Arturo y sus caballeros de principio a fin, que roguéis por mí mientras estoy vivo, para que me envíe Dios buena liberación, y cuando haya muerto, os ruego a todos que oréis por mi alma. Pues este libro fue acabado el noveno año del reinado del rey Eduardo IV por sir Thomas Malory, caballero, con ayuda de Jesú por Su gran poder, comoquiera que es siervo de Jesú día y noche.
«Rogad por mí mientras estoy vivo».
Se enjugó una lágrima y comió el último pedazo de corteza de pan.
Era extraño sentir cómo la propia existencia menguaba lentamente, como el agua de un cubo con un pequeño agujero. La obra de Malory había llegado a su fin, algo que tal vez estaba a punto de sucederle a su vida. El rey Eduardo, sin duda aconsejado por Ripley, había concedido un perdón general a los prisioneros unos años antes y solo había excluido a once hombres, entre ellos Malory. Aunque el monarca diera marcha atrás y lo pusiera en libertad, ya era demasiado tarde para emprender la búsqueda del Grial. Era un hombre frágil y enfermizo. Era imposible que pudiera tener éxito en una aventura en el extranjero. Lo único que podía hacer era rezar para que un heredero le arrebatara el estandarte de batalla de sus manos muertas y partiera con determinación para salvaguardar el honor de los Malory y para honrar a Dios.
Una fuerte tormenta cubrió Londres con un manto de treinta centímetros de nieve. Desde su alta ventana, Malory vio cómo se iban acumulando los copos en los terrenos de la prisión y sonrió cuando los hijos del guarda empezaron a lanzarse bolas de nieve. Sería maravilloso atravesar a caballo la ventisca, sentir los fríos copos en la cara. Se preguntó si estaría nevando en Warwickshire. Elizabeth estaba a punto de levantarse y vería caer la nieve a través de las pequeñas ventanas de su dormitorio. Era una mujer mayor, pero aún conservaba su belleza.
Malory lanzó un suspiro de pena y regresó al escritorio para finalizar su legado. Los papeles de La muerte de Arturo formaban un montón atado con una cinta. Había escrito el prefacio la noche anterior, lo que le había permitido cumplir la promesa que había hecho casi veinte años atrás en su carta al obispo Waynflete. Un hombre virtuoso, a ser posible un descendiente, sería capaz de casar la información de La muerte de Arturo con la del Libro Domesday para encontrar la espada y, Dios mediante, el Grial. Lo único que le quedaba por hacer era escribir un mensaje para la posteridad con la esperanza de que un Malory lo encontrara. Tal vez su hijo, Robert; tal vez el hijo de su hijo. O un Malory más lejano.
Escribió: «¡Ay!, mis enemigos, esos hombres impíos que se hacen llamar los Qem, han logrado impedir que emprenda mi viaje para encontrar el Grial. Ahora soy viejo y estoy demasiado débil. Sin embargo, al encerrarme en una celda durante todos estos años me han concedido el beneficio del tiempo y Dios me ha bendecido con la habilidad para narrar cabalmente las historias de mi ilustre antepasado, el gran y noble Arturo, rey de los britanos. Rezo para que el Maleoré que me suceda encuentre este pergamino y emprenda la búsqueda del Santo Grial».
Acabó la carta poco antes de que John Aleyn llegara para la que habría de ser su última visita. Como era habitual, sobornó a los centinelas con vino para que le permitieran hablar a solas con su amo. Aleyn también sufría los achaques de la edad. Arrastraba los pies al caminar y le temblaban las manos, pero, como siempre, hizo gala de buen humor ante su señor.
—Con este frío tengo las pelotas como canicas —dijo mientras se frotaba las manos junto a la hoguera de Malory.
—¿Y para qué las quieres si ya eres un anciano?
—Es cierto, mi señor, aunque espero volver a disfrutar de la carne antes de irme de este mundo.
—¿Cómo se encuentra Elizabeth? ¿Y Robert?
—Elizabeth se encuentra bien. Que yo sepa no padece ninguna enfermedad. Y Robert se dirige hacia el norte, a St. Albans, con una compañía de hombres del rey Eduardo para enfrentarse a los últimos guerreros de los Lancaster. Creo que la reina Margarita y su hijo están librando la última batalla.
—Espero que sobreviva. John, quiero pedirte un último favor.
Aleyn hizo una mueca al oír eso, pero no dijo nada.
—Llévale este libro al obispo Waynflete de Winchester y pídele que encargue una copia a un escriba. Los carceleros no pondrán impedimentos. Lo han leído y no les importa lo más mínimo lo que haga con él. Pídele a Waynflete que entregue la copia a William Caxton, el impresor londinense. Lo conozco desde hace muchos años. Desde Calais.
—Lo recuerdo, mi señor. Por entonces era mercader de lana, pero ahora se dedica a la impresión.
—Con gran éxito, al parecer. Y una cosa más. Esta carta. —La escondió entre las páginas del libro para que pasara desapercibida—. Llévala a Newbold Revel y déjala en el interior de un arcón cerrado con varios documentos y algunas de mis pertenencias. Me gustaría que Robert la encontrara, o su hijo, o un futuro Malory. La carta solo contiene palabras, pero en realidad es un mapa del tesoro. Mantenla a salvo. No diré nada más.
Cuando tuvieron que poner fin al encuentro, se dieron un fuerte apretón de manos.
—Cuidaos, mi señor —dijo Aleyn—. He oído que Ripley pretende haceros daño.
—¿Qué daño va a hacerme aparte del que ya me ha hecho? Estoy listo para aceptar mi sino y albergo la eterna esperanza de que alguno de mis descendientes pueda alcanzar el destino que tan esquivo se ha mostrado conmigo.
Aleyn partió con la carta y el manuscrito en el zurrón. Iría a Winchester y le entregaría el libro al obispo en persona. Y el obispo le daría a Aleyn la carta que Malory le había escrito veinte años antes para guardarla en un lugar seguro. Aleyn regresaría a Newbold Revel y depositaría la antigua carta y la nueva en un arcón cerrado con llave para los herederos de su señor. Robert Malory regresaría de la batalla de St. Albans con una herida en la cabeza que lo dejaría impedido. Moriría en 1479, un año antes que su madre, y no llegaría a abrir el arcón cerrado. El mapa de palabras que Malory había creado quedaría relegado al olvido durante 543 años.
Un frío día de marzo, Ripley se presentó en la celda de Malory con unos hombres toscos y una bolsa de utensilios. Le comunicó que su paciencia había llegado a su fin. Iba a poner a prueba su eterna afirmación de que no le revelaría el escondite de la espada ni aunque lo sometiera a tortura. A fin de cuentas, ¿qué podía perder? Le habían llegado informaciones de Newgate de que Malory empezaba a perder las fuerzas y que no viviría para ver las flores de mayo.
Le aplastaron las manos y los pies con tornos. Le clavaron hierros ardientes en el pecho, en los muslos y en la entrepierna.
Aunque gritó como lo habría hecho cualquier otro hombre, no hizo el menor caso de las órdenes de Ripley y no pronunció ni una palabra. Mientras exhalaba su último aliento tuvo una visión, no muy distinta de las que tuvieron los caballeros de Arturo: Perceval y Gawain, Bors y Lanzarote, Galahad. Las paredes de piedra de la celda de su prisión se abrieron y mostraron un cielo azul, resplandeciente, donde se encontraba el Grial, un cáliz refulgente que irradiaba rayos de luz, el objeto más bello que jamás había visto.
Su búsqueda había finalizado.