Inglaterra, 1451
En el viaje de regreso a Newbold Revel, Malory llevó la espada en las alforjas, durmió con ella bajo la manta y la desenvolvió todas las mañanas antes de que los demás se levantaran para poder examinar el lenguaje indescifrable de su empuñadura. Deslizaba el dedo sobre las letras grabadas y pronunciaba las extrañas palabras como si el mero hecho de hacerlo fuera a revelarle su significado. Solo entendía una de las palabras, la más tentadora de todas.
«Grial».
Ninguno de sus compañeros de viaje tenía el don de las lenguas antiguas, claro, y tampoco podía fiarse de los desconocidos de Cornualles, por lo que seguía sin comprender el resto del mensaje. Sin embargo, había logrado llevar a cabo la parte más difícil del reto: encontrar la espada. Por lo demás, estaba convencido de que tarde o temprano averiguaría el significado de la inscripción, lo que a su vez, quizá, le permitiría encontrar el Grial.
Hizo un gran esfuerzo para que su regreso a Newbold Revel fuera lo más discreto posible y evitó todo tipo de banquetes y celebraciones. Recompensó a los escuderos con varias monedas por su servicio y su silencio, le dio una palmada en la espalda a John Aleyn y le permitió regresar a la soledad de su cabaña, e invitó a Robert Malory a una cena íntima, para gran disgusto de ambas esposas, que los esperaban con ansiedad.
—Gracias por tu apoyo, Robert —le dijo Malory mientras daban buena cuenta de una bandeja de cordero y nabos—. Hemos obtenido un gran premio.
—¿Qué harás ahora, primo? —preguntó Robert.
—Tengo que encontrar a un hombre que conozca la lengua del rey Arturo. De lo contrario, solo tendré una reliquia, nada más, y no podré hallar el Grial.
—¿Alguna idea de quién podría ser ese hombre?
—Se lo consultaré a algunos amigos más sabios que yo. Con discreción, por supuesto.
—Por supuesto.
Malory apuntó con la daga a su primo. Tenía un trozo de cordero en la punta, por lo que el gesto pareció menos amenazador que si lo hubiera hecho con el acero desnudo.
—Y huelga decir que cuento con tu absoluta discreción.
—Huelga decirlo, Thomas. Me abstendré de pronunciar una sola palabra ante mi mujer y en nuestra cámara, que es el lugar al que pienso retirarme ahora mismo, después de haber estado en compañía únicamente masculina durante más tiempo del que me habría gustado. Dime, primo, ¿dónde vas a guardar la espada?
Malory frunció el ceño al oír la pregunta, pero aun así respondió.
—En algún lugar seguro.
Robert alzó la cerveza y hundió la cara en la jarra. Con los labios mojados de espuma, pinchó otro nabo y dijo:
—Un gran tesoro requiere un gran escondite.
La abadía de Coombe, el gran monasterio cisterciense de Warwickshire, poseía extensas tierras que lindaban con la propiedad de Thomas Malory. El caballero siempre había mantenido relaciones cordiales con el abad de Coombe, Richard Atherstone, un sacerdote que ejercía de mercader y hombre de Dios a partes iguales. Existían fecundas relaciones comerciales de compraventa de ganado y diversos productos agrícolas entre Newbold Revel y Coombe, y las bodegas de Malory estaban llenas de cerveza, vino y aguamiel de los monjes. El monasterio disponía de una biblioteca muy bien surtida, y varios sacerdotes eruditos trabajaban en el scriptorium; por ese y otros motivos Malory atravesó el bosque a caballo, a solas, y cruzó el arroyo de Smite, que dividía las tierras de la abadía.
Frente a la residencia abacial lo recibió un monje joven que cogió las riendas de su caballo y se ofreció a vigilar el baúl de hierro que llevaba sujeto a la silla.
—Lo llevaré yo —dijo Malory.
Atherstone vestía una capa de armiño y estaba sentado al escritorio examinando unas cuentas. Cuando le anunciaron la llegada de Malory, se puso en pie de un salto y se acercó a su vecino para saludarlo.
—¡Ah, sir Thomas! Veo que habéis vuelto sano y salvo.
—No ha sido un viaje largo ni excesivamente duro. Al menos en comparación con mi última campaña en Normandía.
—Venid y sentaos. Bebed conmigo. Tengo un vino nuevo que me gustaría que probarais. Si os gusta, puedo ofreceros un precio muy bueno por un barril o dos. ¡O tres!
Atherstone era un hombre corpulento, con una buena cabellera para su edad, y lucía una cuidada tonsura que revelaba una coronilla rosada. Él mismo sirvió el vino de un decantador de plata y observó la reacción de Malory.
—Quiero un barril —dijo Malory con un gesto de aprobación.
—¡Excelente! Decidme cómo puedo ayudaros, sir Thomas.
—¿Tenéis algún monje a vuestro servicio que sepa leer antiguas escrituras córnicas?
—Que sepa córnico, queréis decir.
—Sí.
El abad cerró los ojos para pensar, murmuró para sí mismo el nombre de varios monjes y descartó cada uno con un «no» o un gruñido.
—No. Me temo que aquí no hay ningún monje que posea ese don. ¿Por qué lo preguntáis?
—Tengo un breve fragmento de texto cuyo significado debo averiguar.
—¿De qué se trata? ¿Podéis mostrármelo?
Malory negó con la cabeza.
—No, pero os lo recitaré. —Repitió las palabras que había aprendido de memoria después de pronunciarlas tantas veces.
Atherstone se encogió de hombros.
—No las entiendo. Se trata de una lengua gutural que no he oído nunca. Si fuera latín, griego, hebreo o incluso gaélico podríamos ayudaros, ya que contamos con el hermano Bruno de Irlanda. Por desgracia…
—Buscaré en otro lugar —dijo Malory—. ¿Podríais hacer algo más por mí?
Atherstone abrió los brazos en respuesta afirmativa.
Malory señaló el baúl que tenía a los pies y que el abad había observado en varias ocasiones a lo largo de la conversación.
—¿Podríais haceros cargo de este baúl y guardarlo en un lugar seguro?
—¿Puedo preguntar por su contenido?
Malory esbozó una sonrisa diplomática.
—Espero poder decíroslo algún día.
—Ha llegado a mis oídos un rumor, sir Thomas. Sé de sobra que uno no puede dar crédito a los rumores ciegamente, pero procede de un hombre muy próximo a Buckingham.
Malory se enfureció.
—¿De quién se trata? ¿Qué os ha dicho?
—Mi buena conciencia no me permite revelaros su nombre, pero dejó entrever que había oído que en uno de vuestros últimos viajes habíais encontrado una antigua reliquia. Algo que podría haber pertenecido a un rey.
Malory se levantó bruscamente.
—No tengo nada que decir al respecto —replicó el noble con vehemencia—, pero el mero hecho de que me hayáis advertido de algo así refuerza mi temor de que debo mantener mis posesiones valiosas lejos de Newbold Revel. ¿Podéis quedaros en custodia el baúl y guardarlo en un lugar seguro o no?
Atherstone se puso en pie y agitó las manos en un gesto conciliador.
—Por supuesto, sir Thomas, ¡por supuesto! Lo depositaré en mi propia estancia y lo guardaré en el interior del baúl donde tengo a buen recaudo mis bienes más valiosos. Veo que tiene cerradura.
—Y yo la única llave —dijo Malory—. No habléis de esto con nadie.
—Juro ante Dios que así será. Podéis confiar plenamente en que cumpliré vuestros deseos.
Malory agachó la cabeza.
—Gracias, abad. Pensándolo bien, creo que os compraré tres barriles de vino.
De camino a su mansión, Malory atravesó el verde bosque con calma, escuchando el zumbido de los insectos, pero sin poder quitarse de la cabeza las palabras del abad.
¿Quién era el traidor?
No podía ser John Aleyn, un hombre de una lealtad infinita que estaría dispuesto a apostar su vida por su inocencia. Por otra parte, su escudero era hijo de un compañero de armas de las viejas campañas de Normandía. Estaba convencido de que el muchacho no era un renegado. ¿Y el escudero de su primo? Supuso que no podía descartarlo, pero ¿cómo podía haberse puesto en contacto con el bando de Buckingham? ¿Y estaría dispuesto a arriesgar la vida por una traición? No lo creía.
Eso significaba que solo quedaba Robert.
Su primo no reunía las cualidades que más apreciaba en un hombre. Carecía de valor y fortaleza, dos rasgos de suma importancia para cualquier caballero. Pero era sangre de su sangre. Y los familiares no se traicionaban entre sí. Había confiado en él lo suficiente para llevarlo de expedición. ¿Acaso había defraudado su confianza?
No tardó en averiguar la respuesta.
Esa noche, mientras Malory bebía frente a la chimenea, con sus perros de pelaje lacio y brillante descansando junto a su sillón, John Aleyn apareció en la mansión.
—Siento molestaros a esta hora tan tardía, mi señor.
Malory le sirvió una jarra de cerveza fuerte.
—Hacía tiempo que no te veía.
—He estado en Coventry.
—¿Ah, sí?
—He pasado gran parte de la semana bebiendo y con rameras. En el Jabalí Azul.
—Una recompensa más que merecida después de nuestro viaje. De no tener obligaciones, creo que habría hecho lo mismo.
—Vi algo en la ciudad.
—Estoy convencido de que viste muchas cosas.
—Vi a vuestro primo Robert.
Malory se puso rígido.
—¿Y qué hacía ahí?
—Se reunió con un hombre. Yo lo vi, pero él a mí no. Es un tipo al que he visto en otras ocasiones: Richard Humphrey, uno de los hombres de Buckingham.
—Lo conozco, un bandolero, peor que la mierda de nuestras botas. ¿Pudiste oír de qué hablaron?
—Ni una palabra, señor, pero vi que vuestro primo agitaba el brazo derecho como si blandiera una espada.
Malory lanzó un suspiro de tristeza e ira. Casi podía oír a Robert, borracho de cerveza, sudando como un cerdo, jactándose de haber encontrado la espada del rey Arturo mientras blandía el arma imaginaria con su mano sebosa.
Poco después, Malory partió hacia el sur acompañado de un pequeño séquito. Dejó a John Aleyn en Newbold Revel para que fuera sus ojos y sus oídos en la finca y protegiera sus intereses. Debía atender unos asuntos políticos urgentes en el Parlamento y unos temas personales, también urgentes, en Winchester. Y resultó que había un vínculo que unía ambas empresas: William Waynflete, obispo de Winchester.
Waynflete, uno de los hombres más eruditos de Inglaterra, había conocido a Malory una década antes en Windsor, en una reunión organizada por Thomas Welles, un gentilhombre que administraba las propiedades episcopales de Waynflete. Welles, un conocido de Malory, creyó que Waynflete, el director del colegio de Winchester, disfrutaría de la compañía de Malory y acertó. Aunque no era un erudito, Malory impresionó a Waynflete con su perspicacia, sus conocimientos en política y su carácter virtuoso, que el director consideraba la encarnación perfecta de lo mejor del código de caballería. Gracias a su influencia, Malory fue nombrado parlamentario por Great Bedwyn, una población dedicada al comercio de lana y situada a ochenta millas de Newbold Revel, con un escaño que controlaba Waynflete. Una década después, ambos hombres seguían manteniendo una estrecha relación, forjada por el deseo común de servir hasta el final a Enrique VI, un monarca cada vez más inestable.
Malory pasó menos de dos semanas en Westminster participando en un enconado debate parlamentario sobre la adjudicación de fondos para apoyar la defensa de Burdeos, una de las últimas ciudades francesas leales a los ingleses. Sin embargo, el Parlamento rechazó la petición tras una explosiva propuesta realizada por parte de un parlamentario monárquico para que el duque de York fuera reconocido como heredero al trono después de que el rey hubiera sido incapaz de tener descendencia tras haber contraído matrimonio cinco años antes.
Malory, asqueado por la incapacidad del Parlamento para apoyar a las tropas inglesas atrapadas en Francia, abandonó con mucho gusto Whitechapel para partir hacia Winchester.
William Waynflete era un hombre de gran estatura física y mental. Saludó a su viejo amigo Malory con un fuerte abrazo con el que casi lo levantó del suelo, y lo invitó a un opíparo banquete regado con algunos de los mejores vinos que el caballero había probado desde sus días en París.
Mientras daban buena cuenta de unas costillas de venado aprovecharon para ponerse al día de las intrigas entre los yorkistas y la Corona, hasta que Waynflete cambió de tema.
—Tengo un pequeño obsequio para vos, Thomas. Os he conseguido el préstamo del libro no eclesiástico más importante de Inglaterra. El Libro Domesday. Le pedí a la Corona que lo devolviera a su hogar original en Winchester con motivo del tricentenario del día en que fue trasladado del viejo tesoro real de la ciudad hasta el palacio de Westminster por orden de Enrique II. Ahora mismo está en el colegio, donde los tutores podrán estudiarlo y los alumnos disfrutarán de él. ¿Os gustaría verlo?
—Por supuesto, Su Ilustrísima. Sería maravilloso poder observar tan preciado objeto.
—Pues lo haremos mañana. Ahora ya basta de mis preocupaciones. Me dijisteis que necesitabais mi ayuda.
—Así es, Su Ilustrísima. Busco a un hombre erudito que entienda la antigua escritura córnica.
—Intuyo que tras esta petición se esconde una maravillosa historia, Thomas, y ardo en deseos de oírla.
—Es una historia maravillosa, Su Ilustrísima, y vos seréis el único hombre que la conozca aparte de mí mismo.
El Libro Domesday estaba expuesto en la biblioteca del director del colegio de Winchester. Malory no había visto un libro tan monumental en toda su vida; de hecho, dudaba que el pedestal pudiera soportar convenientemente su peso. Tras un breve discurso sobre su historia e importancia, el director del colegio, William Yve, un tipo con aspecto de roedor vestido con una larga túnica que había pertenecido a su predecesor pero que nunca se había molestado en arreglar, ayudó a Malory a encontrar la sección de su condado y le proporcionó unas sucintas explicaciones para descifrar el texto en negro y rojo.
—¿Los escribas utilizaban un código? —preguntó Malory.
—No era un código, empleaban un método para abreviar las palabras y que así cupieran más en cada página. De lo contrario, el libro habría sido aún más difícil de manejar.
Cuando el director acabó con las explicaciones, dejó a Malory a solas con el gran libro, pero antes le dijo que el lingüista que el obispo había requerido no tardaría en llegar.
Mientras Malory pasaba las páginas, que eran increíblemente finas y flexibles teniendo en cuenta su antigüedad, le vinieron a la cabeza las palabras que su amigo Waynflete había pronunciado la noche anterior. «No reveléis vuestro secreto, Thomas. Si alguien de corazón impuro supiera de vuestro linaje real y de que poseéis una pista para encontrar el Grial grabada en esa espada, vuestra vida correría gran peligro. Tal vez vos confiéis en el abad de Coombe, pero yo también lo conozco y no me fío de él. La riqueza que ha amasado excede con creces las necesidades de esta comunidad, y un clérigo que se preocupa más por el oro que por Dios siempre despierta mis recelos. Os aconsejo que encontréis un lugar mejor para esconder la espada».
Una idea empezó a cobrar forma en la cabeza de Malory.
La lista de ciudades y pueblos de Warwickshire que contenían las páginas del Libro Domesday avivaron en su memoria los recuerdos de los lugares que había frecuentado en su juventud. Aunque las palabras que tenía ante sí no eran más que áridas listas y libros contables, muchos de los lugares evocaban recuerdos agradables, bebida, ferias y justas.
Un pueblo en concreto llamó su atención y leyó y releyó su entrada con fascinación hasta que se le quedó grabada a fuego. Poco después llegó un hombre que se presentó como John Harmar, el erudito requerido por el obispo para que ayudara al caballero.
Harmar era joven, tenía la piel suave propia de un muchacho y carecía de cejas. Malory supuso que se hallaba ante uno de esos hombres poco comunes sin pelo que tenían más posibilidades de sobrevivir como maestro que librando batallas entre hirsutos guerreros.
—El obispo me ha dicho que necesitabais a alguien que conociera el córnico antiguo —dijo Harmar con los brazos en jarras.
—Así es. Tengo un breve texto que me gustaría comprender.
—¿Puedo verlo?
—No lo he traído conmigo, pero puedo recitarlo. —Pronunció las palabras tan lenta y cuidadosamente como pudo.
Harmar frunció el ceño y se sentó a la mesa de Malory. Del zurrón que llevaba al hombro sacó unos papeles y un pequeño tintero.
—Os agradecería que lo repitierais.
Mientras escuchaba, iba escribiendo; luego se lo mostró a Malory y le preguntó si las palabras se ajustaban a las que había visto. Malory creía que existía un parecido razonable.
—¿Entendéis algo? —preguntó Malory.
—Sí, mi señor. Es una instrucción extraña, del todo oscura para mí, pero tal vez signifique algo para vos.
A su regreso a Newbold Revel, Malory apenas tuvo tiempo de ver a su mujer, ya que John Aleyn anunció que tenía que tratar unos asuntos muy urgentes con su señor. Un espía de la abadía de Coombe, un joven monje que trabajaba en la cervecería y era el hijo del fiel carnicero de Malory, le informó de que dos días antes había sido testigo de una reunión entre el abad y uno de los hombres de Buckingham, quien puso una pesada bolsa de monedas en la mano del clérigo.
—Nos ha vendido, John —dijo Malory con la expresión de fatiga de alguien que esperaba poder descansar un poco al llegar a su destino.
—Aún hay más, mi señor —informó Aleyn—. Corre el rumor de que Buckingham ha solicitado una orden para vuestro arresto. Me lo comunicó un alguacil que trabaja para el sheriff Mountfort.
—¿Arrestarme? ¿De qué me acusan? —bramó Malory.
—De diversas cosas. ¿Recordáis esa escaramuza que tuvisteis el año pasado con Buckingham en los bosques de Coombe? Afirma que asaltasteis a sus hombres.
—¿Yo? ¡Era él quien estaba preparando un asalto a la mansión!
—También os acusa del robo de ganado de Coswold.
—¡Por el amor de Dios! Le entregué seis vacas a Giles Dowde y no me las pagó. Lo único que hice fue reclamar lo que era mío.
Aleyn agachó la cabeza.
—Y hay un cargo más.
—Sigue…
—Dicen que violasteis a Joan Smith.
Malory se dejó caer en un sillón. La había salvado y, como agradecimiento y arrastrada por la lujuria, había yacido con él. Ahora esa estúpida decisión lo perseguía. ¡Violación! ¿Existía una acusación peor para mancillar el nombre de un caballero del reino?
Un lacayo llamó a la puerta y entró portando una carta.
—Mi señor, un jinete acaba de entregar esta misiva procedente de la abadía de Coombe.
Malory cogió la carta y arrancó el sello de cera. Cuando la hubo leído, la tiró al suelo, asqueado.
—Es del abad —dijo Malory—. Me informa de que ha llegado a sus oídos que soy un criminal acusado formalmente y ha decidido abrir mi baúl. Sospecha que Buckingham le dará una buena suma por él y quiere saber si estoy dispuesto a pagar una cantidad más elevada.
—Cabrón —masculló Aleyn.
—¿Dónde está mi primo? —preguntó Malory levantándose del sillón.
—Abandonó la finca durante vuestro viaje al sur.
—Juro por Dios que lo encontraré y lo mataré con mis propias manos. Pero antes debo atender asuntos más urgentes. Ensilla mi caballo y el tuyo. Debemos partir hacia la abadía.
Aleyn estaba cinchando la silla del corcel de Malory cuando se aproximaron unos hombres a galope tendido. Aleyn juró y llamó a gritos a su señor. Cuando Malory apareció con un pequeño grupo de hombres de la casa, Aleyn y él intercambiaron una mirada y se llevaron la mano a la empuñadura de las espadas. Entonces Malory negó con la cabeza. No tenía sentido morir en la batalla por una orden de arresto. Su misión era conservar la vida y encontrar el Grial.
—Apartaos —ordenó Malory a sus hombres—. El sheriff Mountfort no es nuestro enemigo. Me entregaré.
Mountfort encabezaba el grupo de hombres armados con espadas y picas. Erguido en la silla, y equipado para la batalla, tenía la mirada lastimera de alguien que va a cumplir con su obligación muy a su pesar.
El anciano habló desde lo alto del caballo.
—Sir Thomas Malory, os arresto en nombre de la Corona por diversas acusaciones graves relacionadas con vuestra conducta. Deponed vuestra espada y vuestra daga y acompañadme.
Sir Thomas se volvió hacia lady Malory, que lloraba bajo el umbral de la puerta, la abrazó y le prometió que aquel asunto era una nimiedad y que volvería en un santiamén. Luego montó en su caballo y se acercó a Mountfort, que era un viejo amigo de la familia.
—Lo siento —dijo el hombre—. Buckingham está detrás de todo esto.
—Ten por seguro que no te culpo —contestó Malory.
—Pretendía que te encerráramos en su castillo de Maxstoke o en la cárcel de Coventry, pero voy a llevarte a mi casa de Coleshill. Estarás más cómodo mientras esperamos a que el tribunal te llame a declarar.
Malory le dio las gracias y, tras recibir permiso para hablar con su hombre de confianza, dio instrucciones a John Aleyn para que fuera a la abadía de Coombe y le dijera al abad que estaba dispuesto a pagar la cantidad que pidiera por el baúl. Acto seguido, tiró de las riendas de su caballo y partió como prisionero del sheriff.
Malory había visitado la mansión con foso de Coleshill en diversas ocasiones, y esta vez Mountfort lo acogió con la misma hospitalidad de siempre. Le ofreció una habitación grande y cómoda, con un sirviente, y la primera noche cenó a la mesa del sheriff mientras sus hombres tuvieron que conformarse con el granero.
Cuando todo el mundo se fue a dormir, Malory seguía despierto.
La puerta de su dormitorio no estaba cerrada con llave, por lo que recorrió el pasillo de puntillas, pasó frente a la habitación del sheriff y bajó por la escalera hasta la despensa. Salió por la puerta y rodeó la casa hasta llegar al extremo más alejado del granero.
El foso parecía un vacío negro. Se quitó las botas y las lanzó al otro lado. Le inquietó el ruido que hicieron, pero tras comprobar que nadie daba la voz de alarma, se metió en el agua fría y cruzó el foso a nado con lentas brazadas. En cuanto recuperó las botas, echó a andar por el prado, en dirección al bosque.
De pronto vio que se aproximaba un jinete. Malory se agachó tras un gran árbol y esperó a que el caballo hubiera pasado de largo. A la luz de la antorcha del jinete vio que era amigo, no enemigo.
—¡Aquí! —susurró forzando la voz.
John Aleyn se volvió desde lo alto del caballo y le sonrió.
—Dijisteis que volveríais en un santiamén y habéis tardado un poco más. Tengo un caballo para vos no muy lejos de aquí.
—Bendito seas, John. Vamos a reunirnos con los hombres para asaltar Coombe.
Tras una noche tumultuosa y en vela Malory atravesaba la campiña, lejos de los caminos más transitados. El asalto a la abadía de Coombe había sido rápido, pero no silencioso. En mitad de la noche, los hombres de Malory echaron abajo las puertas del monasterio con arietes de madera. Una vez dentro, se dirigieron hacia la residencia del abad: arrancaron al detestable prior de la cama de malas maneras y aprovecharon para patearle las posaderas. El propio Malory utilizó una palanca para forzar la cerradura del cofre del tesoro del abad y recuperar su baúl. Dejó la decisión de requisar algunos de los bienes del botín del abad en manos de sus hombres, que optaron por cobrarse su recompensa en anillos de oro y plata, pulseras y collares de coral, ámbar y azabache. Malory lanzó un gruñido que expresaba su convencimiento de que ninguno de esos objetos era esencial para servir a Dios.
Era una mañana espléndida y las mariposas revoloteaban en torno a su cara. Llegó a tiempo a su destino, llevaba el cofre de hierro envuelto en una manta para que no lacerara los cuartos traseros del caballo. En Winchester, cuando se sumergió en el Libro Domesday, le vino a la cabeza un escondite mejor, a la altura de la valerosa historia de la espada. En los poemas en prosa franceses que tan bien conocía Malory, el rey Arturo, herido de muerte en la batalla, le pedía a su caballero, sir Griflet, que devolviera Excalibur a la Dama del Lago. Malory haría lo mismo. Conocía un precioso lugar junto al agua en el que había jugado y pescado de joven. Era ancho, pero no muy profundo. La espada reposaría tranquila ahí hasta que él pudiera recuperarla.
Y cuando llegó a aquel maravilloso y aislado lugar, rebosante de vida animal pero no humana, rompió a llorar, como debió de hacer Griflet cuando lanzó Excalibur a las oscuras aguas del lago.
Malory volvió a la prisión, pero esta vez a una de verdad, con barrotes de hierro y pocas comodidades.
Cuando regresó a Newbold Revel, Buckingham en persona lo esperaba con un grupo de doscientos hombres armados. Malory fue llevado al priorato de Nuneaton, a poca distancia del castillo de Maxstoke de Buckingham, donde los jueces y los miembros del jurado fueron convocados por el duque para presentar los cargos que John Aleyn le había descrito. Tras una breve y acalorada sesión en la que lady Malory lloró y sir Thomas proclamó su inocencia a gritos, calificando las acusaciones de absurdas, fue trasladado a una celda de monja vacía, convertida en cárcel temporal para él.
Oyó una llave en la cerradura y entró Buckingham, tan gordo y engreído como siempre.
—Os tengo donde quería, Malory —dijo.
Sir Thomas no se levantó de la cama.
—¿A qué os referís, mi señor?
—En una situación de desventaja.
—Por el momento, tal vez. ¿Qué queréis? Estoy convencido de que estas absurdas acusaciones están al servicio de un objetivo mayor.
—Quizá. Quiero algo que tenéis. Lo anhelo con toda mi alma.
—¿Mi físico varonil? Tal vez deberíais montar a caballo más a menudo.
—No estáis en situación de ir diciendo chanzas. Quiero la espada. Quiero el Grial.
—A lo largo de los siglos han sido muchos los hombres que han buscado el Grial, sir Humphrey. Para ellos siempre fue una búsqueda sagrada con el fin de honrar la grandeza de Dios. Sin embargo, temo que vuestros intereses no sean tan puros y espirituales.
—Mis motivos no os incumben. Solo me importan a mí y a mis compañeros.
—¿Vuestros compañeros? Un hatajo de impíos, me atrevería a decir.
Buckingham no hizo caso de su comentario.
—Si me decís dónde habéis ocultado la espada, se retirarán las acusaciones. Si no, podéis estar seguro de que, hasta que Su Majestad tenga a bien liberaros, pasaréis una larga temporada en prisión.
Malory negó con la cabeza y se echó en la cama, mirando hacia la pared opuesta.
—Rebatiré vuestras acusaciones, y si pierdo cumpliré mi condena con honra. Lo que no haré jamás es permitir que pongáis vuestras grasientas manos sobre esa noble reliquia.
Poco después sir Thomas fue enviado a Londres para enfrentarse a las acusaciones en un tribunal penal, y quedó bajo la custodia del alguacil del Tribunal del Rey, encarcelado en la prisión de Marshalsea. Se trataba de un presidio fétido y despiadado, pero, al ser caballero, Malory recibió un trato mejor que el resto de los presos. Disponía de una habitación con una ventana y un buen suministro de velas. La familia y los amigos podían visitarlo libremente y su buena esposa ya había viajado a Londres para ocuparse de su bienestar. Sus sirvientes de Newbold Revel habían llevado un carro cargado con muebles, platos, un barril de vino y, lo más importante para Malory, tinta, plumas, pergamino y una caja de libros, su colección de relatos artúricos.
Mientras empezaba a cumplir una condena que duraría casi dos décadas por unos crímenes que no había cometido, recibió la visita de su fiel aliado, John Aleyn, que no pudo reprimir las lágrimas al ver a su señor en cautiverio.
—Me alegro de que hayas venido, John.
—Sabed que con gusto cumpliría la condena por vos, mi señor.
Malory se acercó a la puerta y miró a través de la ventana con barrotes.
—Te han dejado entrar sin que ninguno de esos cretinos te acompañe.
—He hecho como me indicasteis, señor, y he traído un pequeño barril de vino. Se abalanzaron sobre él como las moscas sobre una bosta.
Malory sonrió.
—Necesito que seas mis ojos, mis oídos y, llegado el momento, mi voz en el mundo exterior. Quiero que no pierdas de vista a los que conozcan las intenciones de Buckingham y que se alegren de mi situación. Quiero conocer a sus compañeros, no a los que aparecieron en el tribunal, sino a los que podrían tener interés en encontrar la espada. Debo saber quiénes son esos hombres y cuáles son sus intenciones.
—Estoy convencido de que nadie podrá encontrar la espada. Solo vos sabéis dónde la habéis escondido.
—Y por eso puedo conciliar el sueño de noche incluso en un lugar como este. Cuando llegue el día en que recupere la libertad, utilizaré el conocimiento que alberga la espada para encontrar un tesoro mucho más importante.
—¿De qué tesoro se trata?
—De un tesoro espiritual, John, mucho más valioso que toda la plata y el oro del reino. Espero poder contártelo algún día. Tal vez realicemos la búsqueda juntos. Por el momento, tengo una carta que me gustaría que enviaras a Waynflete, el obispo de Winchester. Es un asunto sumamente delicado. No se la muestres a nadie. ¿Te registran cuando abandonas la cárcel?
—Sí.
—¿Te obligan a desvestirte?
Aleyn negó con la cabeza.
—Si lo hicieran, tendrían que taparse la nariz.
—De acuerdo. La doblaré bien doblada. Guárdala entre las gónadas.
Aleyn lanzó un resoplido.
—Los centinelas gemelos la protegerán.
—No vayas directamente a Winchester al salir de aquí. No quiero que te sigan y que involucren a Waynflete en todo esto. Sé que darás un gran rodeo, pero primero ve a Newbold Revel y parte hacia Winchester al amparo de la noche. Si algo te impide entregarla, quémala u ocúltala en algún lugar seguro para que no llegue a manos de Buckingham. ¿Entiendes mis instrucciones?
Aleyn cogió la carta doblada y la ocultó en el interior de los pantalones.
—Así lo haré, mi señor. Tened fe en mí como yo la tengo en vos.
Ambos hombres se abrazaron.
Aleyn vio una pila de pergaminos en el escritorio de Malory.
—Habéis estado escribiendo, mi señor.
—Así es, John. Creo que Dios quería liberarme de mis obligaciones parlamentarias y domésticas durante un tiempo para que pudiera acometer una empresa más importante. He empezado a escribir un libro, lo llamaré La muerte de Arturo, y será mi propia versión de la vida y la muerte de Arturo, el mayor rey que haya conocido jamás esta tierra.