Inglaterra, 1451
Thomas Malory apartó las cortinas de su dormitorio y dejó que la luz del sol lo inundara todo. Su mujer, Elizabeth, aún dormía, pero al notar la claridad se tapó los ojos con las mantas de piel.
—¿Hace bueno o malo? —preguntó con voz amortiguada.
—Bastante bueno —respondió Malory—. ¿Quieres que llame a las muchachas para que te ayuden?
—Aún no. No tengo prisa. He dormido muy mal.
—Pues yo he dormido muy bien, como un lirón.
Elizabeth asomó la cabeza, como un tejón dispuesto a abandonar su madriguera.
—En cualquier caso, no quiero ver a los chicos demasiado pronto. Son agotadores cuando hay que vestirlos y darles de comer.
Llevaba su melena negra recogida en un gorro de dormir muy poco favorecedor que le confería un aspecto demasiado viril para su gusto. A Malory se le pasó por la cabeza la idea de arrancárselo y poseerla, pero debía atender otros asuntos más acuciantes, por lo que se dirigió hacia la puerta para llamar a su ayuda de cámara.
—¿Debes irte hoy?
—Sí, debo.
A lo largo de los años había hecho la transición de la vida militar a la rural en muchas ocasiones —los conflictos entre Inglaterra y sus vecinos parecían no tener fin—, pero nunca había sentido ese hastío hacia la guerra. Era cierto que nada podía igualar la euforia y la liberación emocional de una victoria obtenida en el campo de batalla, pero era un placer fugaz, similar al crescendo de una unión carnal. A su edad prefería las ocupaciones menos exigentes propias de un próspero caballero en Warwickshire al monótono aburrimiento y los periódicos baños de sangre de una campaña normanda. Ese día iba a embarcarse en un viaje que aunaría ambos mundos. No esperaba que se produjera un baño de sangre, pero sí gozar de la euforia.
Vestido con su jubón, calzas, capa y botas de cuero blando, Malory abandonó sus aposentos privados y se dirigió a las salas públicas de su mansión. Los suelos de la espléndida casa estaban cubiertos de esteras de paja humedecidas por los sirvientes para refrescarlas. Desprendían el aroma del heno recién segado, un olor con el que había soñado en Francia, rodeado por el hedor de los campamentos de asedio.
Malory no podía atravesar las salas públicas de la mansión sin llamar la atención de los miembros del servicio. La finca albergaba a cien sirvientes que desempeñaban sus tareas en el interior y exterior de la casa, mozos de labranza, vasallos, campesinos y varios aparceros, así como a dos gentilhombres y sus familias. El mozo de cuadra de Malory necesitaba hablar con él sobre el estado de las caballerías, el cervecero le dio a catar un nuevo barril y el capellán quería instrucciones sobre la misa que iban a celebrar antes de su partida.
Malory los atendió con prisa y luego se dirigió a la biblioteca decorada con tapices donde lo esperaban dos de sus siervos. Richard Malory era uno de ellos, un primo lejano de Radclyffe-on-the-Wreake, uno de los gentilhombres que residía en Newbold Revel. El otro era John Aleyn, un soldado fiel que lo había acompañado en la campaña de Normandía y que ahora era un hombre de armas muy capaz que formaba parte de su servicio doméstico. Malory los saludó con alegría y les pidió que se sentaran con él a la mesa más cercana a la chimenea. Un atento sirviente apareció con una bandeja de cerdo trinchado y patatas asadas frías. Los hombres dieron buena cuenta del desayuno con las dagas que llevaban en el cinturón, y bañaron la comida con cerveza. Richard, tan locuaz como siempre, empezó a contarles una historia interminable y aburrida sobre su participación en una partida de caza de jabalíes el día anterior en unas tierras cercanas a la abadía de Coombe. Era más joven que su primo, entrado en carnes y de cintura gruesa, y renqueaba debido a una flecha normanda que lo había herido en la cadera hacía unos años. Un soldado más ardoroso no habría dado importancia a la herida y habría regresado a la batalla en cuanto se hubiera recuperado, pero Richard abandonó el ejército y regresó a una cómoda vida trufada de mujeres, caza y bebida. John Aleyn era muy distinto. Un hombre duro, todo nervios y huesos, que vivía para el servicio. Llevaba una existencia ascética en una pequeña casa de una sola habitación —en realidad no era más que una cabaña— situada en un extremo de la finca. Malory no recordaba haberlo visto en compañía de mujeres, y cuando bebía nunca llegaba a poner en peligro sus habilidades para el combate. Era, en resumen, el hombre perfecto para ciertos trabajos.
—¿Estáis listos para nuestro viaje? —preguntó Malory pinchando la última patata.
—Los fardos están preparados. En cuanto deis la orden enjaezaré los caballos —dijo Aleyn.
Richard Malory dio un trago de su jarra y se limpió la cerveza de la barbilla.
—Después de la partida de caza de ayer, tengo la cadera más hinchada que el coño de una ramera, pero si crees que ha llegado el momento de montar los caballos, estoy listo, primo.
—Sí, ha llegado el momento. El sacerdote va a celebrar una misa para despedirnos. Partiremos en cuanto acabe —dijo Malory—. Nos llevará cinco días llegar a Bristol. Y luego tal vez aún tardemos cinco más en alcanzar nuestro destino. —Sonrió al pronunciar esa palabra; le hizo pensar en su sino más que en el lugar al que se dirigían—. Desde el día en que regresé de Normandía, hace seis meses, no he podido dedicar mucho tiempo a pensar en este viaje, pero tampoco me lo he quitado de la cabeza. Hoy, los pensamientos van a convertirse en acción.
Cuando Malory regresó a Newbold Revel de su reciente incursión en Normandía, los asuntos relacionados con sus propiedades exigieron toda su atención y se vio arrastrado por una serie de obligaciones insoslayables. Fue una época agitada. Malory y otros monárquicos albergaban la sospecha desde hacía tiempo de que la muerte de su señor, Enrique de Beauchamp, duque de Warwick, no se había debido a causas naturales, y estaban convencidos de que había un rastro de veneno que conducía al repugnante conde de Buckingham. La muerte de Beauchamp había supuesto un duro golpe para Malory. Aunque el joven era el amo de Malory, este era su mentor. Le había enseñado las artes del manejo de la espada y del arco y lo había entretenido con las historias de sus hazañas en Francia y Turquía, así como con las leyendas artúricas de amor y aventuras.
Beauchamp se había empapado de la sabiduría que le había transmitido Malory y la había llevado a la práctica en su papel de mentor principal del rey Enrique VI, que había llegado al trono con tan solo nueve meses. El rey había recompensado las atenciones dispensadas por Beauchamp nombrándolo primer conde de Inglaterra, con precedencia sobre los demás condes. Los aliados de Beauchamp sospechaban acertadamente que su influencia en el rey constituía un problema tan solo para un hombre, Buckingham, que vio menguar su primacía debido a la dependencia que el rey tenía de Warwick.
Antes de la muerte de Beauchamp los dos poderosos condes se habían enfrentado en el Parlamento acerca de unas cuestiones de Estado, y Buckingham había irritado sobremanera a Beauchamp al adquirir el castillo de Maxstoke, situado en el propio condado de Beauchamp. La proximidad de Maxstoke con el castillo de Warwick provocó que los séquitos de ambos nobles entraran en contacto a menudo, lo que dio pie a numerosos conflictos y avivó el fuego de la disputa.
Tras la prematura muerte de Beauchamp, Malory quedó al servicio del nuevo conde de Warwick, sir Richard Neville. Por suerte para Malory, Neville era un hombre extraordinario que estaba a la altura de Beauchamp en carácter e inteligencia. Sin embargo, Buckingham no compartía esa admiración. Para él, Neville no era más que otro Warwick al que debía despreciar y aplastar.
Desde la muerte de Beauchamp, Buckingham había consolidado su poder en la corte intentando moldear las actitudes y políticas del joven e impresionable rey en beneficio propio y de sus codiciosos objetivos. Aquellos que se oponían a Buckingham murmuraban por lo bajo que practicaba las artes oscuras de la alquimia. Algunos decían que buscaba, y otros afirmaban que ya había obtenido, la piedra filosofal, la legendaria sustancia alquímica que podía convertir los metales comunes en oro.
Los hombres de mente más lúcida no daban credibilidad a la idea de que su riqueza era fruto de los misterios de la alquimia. La enorme herencia obtenida tras la muerte de su madre, la condesa viuda de Stafford, justificaba sobradamente su inmensa fortuna. Sin embargo, no existía la más mínima disputa acerca del carácter de Buckingham. Todo el mundo estaba de acuerdo en que era un hombre falto de imaginación, antipático, con una vena mezquina y vengativa que podía transformarse en una crueldad deplorable en un abrir y cerrar de ojos. Un ciudadano de Londres con ganas de gresca que escribió un anónimo en el que decía que Buckingham era un gordo seboso dio con sus huesos en la Torre de Londres cuando se descubrió su identidad.
Tan solo había transcurrido un mes desde el regreso de Malory de Francia cuando tuvo su primer encontronazo con Buckingham en los bosques de la abadía de Coombe, en unas tierras que lindaban con Newbold Revel. Había llegado a oídos de John Aleyn que un grupo de hombres de Buckingham rondaba esas tierras con la intención de crear problemas o algo peor, ya que consideraban que Malory era un objetivo más fácil que Warwick, principal objeto de la ira de Buckingham.
Tras dar la voz de alarma, Malory organizó un grupo de dos docenas de hombres fieles que partieron de su mansión y tomaron posiciones defensivas en el denso bosque. Al atardecer, John Aleyn señaló un lugar en la penumbra y avisó a Malory de que se aproximaba alguien. Los hombres de Buckingham avanzaban a pie y cuando se acercaron pudieron comprobar que llevaban unas antorchas largas que podían lanzarse desde lejos para prender fuego a una casa como Newbold Revel. Malory los sorprendió al ordenar una carga frontal y desde ambos flancos. Los intrusos dieron media vuelta y se retiraron tan rápido que ninguno de los dos bandos sufrió excesivas bajas. Sin embargo, en el fragor de la persecución Malory juró haber visto la pequeña corona de plumas azules de Buckingham ondeando sobre un semental negro antes de que jinete y caballo desaparecieran en la oscuridad.
El ataque abortado y sus repercusiones coparon la atención de Malory. Al no haber hecho prisioneros, no podía demostrar que Buckingham era el responsable de aquella afrenta, por lo que empezó a forjar discretas alianzas en el Parlamento, en el que representaba al distrito de Great Bedwyn, para contar con diversos apoyos en su lucha contra el gordo seboso de Buckingham.
Posteriormente, otra distracción le impidió emprender la búsqueda. En su juventud, Malory había servido como caballero hospitalario en Turquía y uno de sus compañeros de armas contra los moros fue William Weston, un gentilhombre de un poblado próximo a Newbold Revel. Un día Weston acudió desesperado a Malory para pedirle ayuda. Su hermana Joan, una mujer próspera por derecho propio, se había casado con Hugh Smith, de Monks Kirby, un bárbaro sin mesura que la pegaba y la sometía a sus instintos de un modo del todo inapropiado en un caballero y un marido. Malory conocía a Joan desde que eran niños y albergaba un gran cariño hacia ella, lo que permitió que Weston lo convenciera de que lo ayudase a rescatar a la desdichada mujer de las lamentables circunstancias en las que se hallaba. El deseo de Malory de encontrar Excalibur quedó eclipsado por el imperativo moral de socorrer a una damisela en apuros.
Tuvieron que planificar la incursión a conciencia, pero al final lograron llevarla a cabo sin enfrentamiento ni violencia. Joan depositó todas sus posesiones maritales en un baúl, y Malory, Weston y los demás hombres la llevaron a una de las propiedades de Weston, situada en Barwell. Ahí mismo, Joan y Malory sucumbieron a las emociones de lo acontecido y se entregaron a una noche de pasión. Malory, siempre un caballero, se arrepintió del desliz en cuanto sucedió, y posteriormente se arrepentiría aún más.
Una vez zanjada esta cuestión, y cuando las aguas de la política londinense regresaron a su cauce, Malory por fin pudo centrar toda su atención en Excalibur y Tintagel.
El viaje a Cornualles fue largo pero no especialmente arduo. Los acompañó el buen tiempo y el grupo de cinco hombres de Malory, formado por él mismo, su primo, John Aleyn y dos escuderos, se dirigió hacia el oeste sin encontrar bandidos ni salteadores de caminos. Durmieron al raso, aunque en una ocasión Malory y su primo pudieron pasar la noche en una estera junto a una chimenea en una cabaña situada a pie de camino. Como ninguno de ellos había ido nunca hasta la costa de Cornualles, el arzobispo de Taunton, quien les dio cobijo una noche en su priorato, les señaló el camino que debían seguir. El último día de viaje sospecharon que se encontraban cerca de su destino cuando empezaron a percibir el olor del mar, y supieron que lo habían alcanzado cuando oyeron el romper de las olas contra las rocas de la costa.
Malory, en lo alto de su silla, fue el primero en verlo.
—¡Mirad, ahí! —gritó.
Richard Malory, que no se encontraba en su mejor momento debido a unos problemas de estómago que había sufrido en los últimos días, asintió sin fuerzas, pero John Aleyn compartió la emoción del caballero.
—Es precioso.
Por deferencia al delicado estado de salud de Robert, decidieron no dejarse arrastrar por la dicha y no acabaron el viaje al galope.
El castillo se encontraba en la cima del acantilado. No fueron conscientes de lo alta y abrupta que era la pared de roca hasta que llegaron a ella. El castillo se alzaba en un promontorio unido a la isla por una estrecha franja de tierra. Los acantilados, que caían a plomo, estaban sometidos al embate del inclemente océano. La fortaleza, erigida en 1233 por Ricardo, conde de Cornualles, se había construido sobre unas edificaciones más antiguas, algunas de las cuales databan de la época romana. Ricardo era consciente del patrimonio artúrico que albergaba el lugar. Todo el mundo sabía, y era un conocimiento que se transmitía de generación en generación, que alrededor de siete siglos antes de la época de Ricardo un castillo córnico relegado al olvido por el paso del tiempo había ocupado aquella tierra. Se decía que la fortaleza era el lugar en el que Uther Pendragon sedujo a la reina Igraine y engendró un bebé que se convertiría en Arturo, rey de los britanos. Ricardo sacó provecho de los vínculos artúricos en beneficio propio y construyó su castillo siguiendo el patrón del estilo antiguo a propósito, bajo y con muros anchos. Ahora, trescientos años más tarde, el castillo de Ricardo estaba medio en ruinas y abandonado, víctima de los saqueos de un señor de la guerra de Cornualles un siglo antes.
Los cinco hombres desmontaron junto al muro más alto y ataron los caballos a un arbusto. El castillo era un lugar de insondable soledad. No se veía un alma, ni siquiera una triste oveja pastando en la llanura. Malory echó a andar por el prado costero, se acercó al borde del precipicio y miró hacia las olas que rompían decenas de metros más abajo. El cielo empezaba a teñirse del mismo gris que el mar. Aunque tenía ganas de proseguir, logró contenerse.
—Montemos el campamento para pasar la noche —dijo—. Cuando despunte el alba, bajaremos y encontraremos nuestra cueva.
Buckingham era un hombre que se sentía cómodo en la oscuridad. Sus sensibles ojos sufrían y se anegaban en lágrimas cuando brillaba el sol, motivo por el cual había ordenado que las cortinas de sus mansiones y de su palacio londinense estuvieran siempre corridas. Además, la oscuridad le infundía más energía que la luz del sol. Como un animal nocturno, sus sentidos se aguzaban cuando el sol se ponía. Su desdichada mujer lo llamaba «murciélago» a la cara; a sus espaldas lo tildaba de cosas mucho peores.
Presa de una gran irritación, abandonó su estudio londinense, iluminado con velas, para reunirse con su colega George Ripley y examinar el asombroso pergamino que reposaba sobre la mesa del comedor, iluminado por la luz del sol.
Ripley era aún más gordo que él. Buckingham entrecerró los ojos y examinó el inmenso rostro de aquel hombre.
—¿Es necesario que haya tanta luz?
—Os suplico que examinéis este documento un instante, mi señor, y luego podremos retirarnos a una sala más cómoda para tratar nuestros asuntos.
Sus asuntos, tal y como había dicho Ripley, estaban relacionados con la más absoluta intimidad de Buckingham. El conde practicaba las artes alquímicas, algo que siempre se había cuidado de reconocer en público, aunque el rumor circulaba insistentemente entre los círculos más variopintos. A pesar de que no era un ávido practicante como Ripley, su inmensa riqueza le permitía ser el principal mecenas de esta ciencia oscura. Como tal, su influencia se extendía más allá del canal, abarcaba el continente y llegaba hasta Asia.
Incluso en un mundo tan hermético y exclusivo como el de la alquimia, los intereses de Buckingham eran bastante más particulares. Mientras que la mayoría de los alquimistas aspiraban a encontrar el secreto que les permitiría convertir los metales más vulgares en preciado oro, Buckingham perseguía un fin más elevado. Era miembro, y en realidad jefe, de un grupo de notables que seguía los pasos de los grandes alquimistas del pasado, y habían logrado dar con el mayor de todos ellos: Nehor, hijo de Jebedías, discípulo descarriado de Jesucristo.
Ripley era el último miembro de aquel selecto grupo, reclutado para ocupar el lugar de un alquimista español que había muerto tras inhalar vapores de mercurio. Ripley, un hombre de Yorkshire, había heredado una considerable fortuna y la había empleado en alimentar su pasión por las ciencias naturales. Cuando Buckingham se puso en contacto con él para que se uniera al grupo secreto de los Khem, se encontraba en pleno proceso de escritura de su tratado alquímico de veinticinco volúmenes, Liber Duodecim, que le había permitido adquirir renombre gracias a sus avances para hallar la piedra filosofal, el catalizador para convertir el plomo en oro.
En fechas recientes, Ripley había concluido la producción de un pergamino con elaboradas ilustraciones que enumeraba en latín y de manera críptica y enigmática los pasos necesarios para la consecución de la piedra filosofal, y ahí lo tenían, con sus más de cinco metros, desplegado en la larga mesa de banquetes. Buckingham lo examinó de un extremo a otro, protegiéndose los ojos con una mano y gesticulando con la otra.
—¿Son obra tuya estas ilustraciones?
—Lo son, mi señor.
—Ignoraba que poseyeras tal talento. ¿Y quién es este? —Señaló la imagen de un hombre corpulento, con barba y la cabeza cubierta, que aferraba una embarcación en forma de huevo contra el pecho.
—Es Nehor.
Buckingham estaba a punto de pedirle al sirviente que cerrara las cortinas cuando recordó que lo había echado de la sala, por lo que tuvo que hacerlo él mismo, algo que lo enfureció.
—Espero que entre todas estas sandeces no hayas mencionado el Grial.
Ripley parecía abatido.
—¡Por supuesto que no! Jamás osaría hacer referencia a temas prohibidos —respondió, y añadió—: Y tampoco calificaría mi texto de sandez.
—¿Ah, no? Dime, Ripley, ¿has encontrado la piedra filosofal?
Los ojos de Buckingham se estaban acostumbrando a la tenue luz y vio las gotas de sudor que se formaron en la frente de Ripley.
—Diría que he logrado grandes avances, mi señor.
Buckingham soltó una sonora carcajada y se dirigió hacia la puerta.
—Tal como he dicho, no son más que sandeces. Ahora acompáñame para que podamos hablar de cuestiones más enjundiosas.
Ripley lo siguió hasta su guarida sin ventanas. La estancia estaba llena de libros, montones de papeles y mapas. En la chimenea solo quedaban las brasas, y la única luz que iluminaba la sala procedía de un puñado de velas.
Se sentaron y bebieron oporto.
—Sir Thomas Malory —dijo Buckingham—. ¿Has oído hablar de él?
Ripley no lo conocía.
—Es un pequeño actor en un gran escenario; adulador de Warwick y parlamentario que se ha convertido en una espina que tengo clavada desde hace tiempo. Sin embargo, no son sus asuntos políticos lo que me preocupa hoy.
—Entiendo.
—Uno de sus hombres de mayor confianza trabaja de espía para mí. Hace poco descubrí que Malory no es un hombre tan normal como aparenta. De hecho, podría ser descendiente del rey Arturo, por increíble que resulte. Al parecer, ha partido hacia Cornualles para encontrar la espada de Arturo, que le permitiría hallar el Grial.
Los ojos de Ripley, abiertos como platos a causa de la oscuridad, se abrieron aún más.
—Si logra su cometido, debemos apoderarnos de la espada y hallar su secreto antes de que pueda hacerlo él mismo. Tu piedra filosofal no es más que un juego de niños. El Grial es el verdadero objeto de nuestro deseo. Con él, reyes, reinas y papas serán tan insignificantes como un puñado de moscas a las que podremos espantar fácilmente.
Malory se despertó con el rugido de las olas que rompían contra el acantilado. Aleyn ya había encendido una pequeña hoguera y estaba asando los conejos que había cazado la noche anterior. Se reunieron en torno al fuego y comieron hasta saciar sus estómagos.
La bruma les humedeció la ropa, pero no socavó su ánimo mientras se dirigían al acantilado para hallar un camino hasta la playa.
Los acantilados caían a plomo. Solo un loco intentaría bajar por ahí. Malory encabezó la marcha; atravesaron un prado que descendía bruscamente hacia el mar, pero no tardó en encontrar una ruta más practicable. Aunque tenía sus trampas, consideró que podría descender sin excesivos problemas.
Su primo se frotó la cadera mientras miraba desde el borde.
—No quiero ser un obstáculo para tu avance, primo. Creo que sería mejor que me quedara aquí y vigilara los caballos.
Malory lanzó un gruñido y dio el primer paso hacia el mar.
Los cuatro hombres pudieron descender sin excesivas dificultades. Los dos escuderos eran jóvenes y se encontraban en mejor forma que los demás, por lo que cargaron con los picos y las palas. A medio camino se detuvieron en un estrecho saliente para debatir si la marea estaba subiendo o bajando. Malory esperaba que estuviera bajando, ya que una cueva inundada supondría un gran peligro, pero finalmente llegaron a la conclusión de que la marea jugaba en su contra.
—Démonos prisa —dijo Malory—. Ya casi hemos llegado y no quiero esperar más para cumplir con mi destino.
—Nunca se arredra —le dijo uno de los escuderos al otro.
Malory fue el primero en bajar hasta la playa, una estrecha franja de arena húmeda que el caballero supuso que no tardaría en ser engullida por el agua. El mar se había embravecido y teñido de negro. Las gaviotas parecían burlarse de sus dificultades con sus infantiles graznidos. A Malory le costó gran esfuerzo avanzar por la arena. Señaló un lugar con emoción. Había dos cuevas: una tenía una boca enorme y la otra era la mitad de pequeña.
—¿Cuál tomamos, mi señor? —preguntó Aleyn.
—Un gran rey preferiría una gran cueva —dijo Malory—. Creo que es esta.
Se decidieron por tanto por la cueva grande, y cuando se adentraron en ella fue como entrar en la boca abierta de un monstruo marino. El suelo era de arena blanda, como en la playa, pero salpicado de piedras lisas arrastradas hasta allí por la marea. Las paredes negras de la cueva se alzaban muy por encima de sus cabezas y formaban una enorme galería abovedada que les hacía sentirse muy pequeños.
Malory se volvió para mirar hacia el mar. La boca de la cueva tenía la forma de un gran puño cerrado. La marea no iba a ser su aliada.
—Encended una hoguera y prended las antorchas —ordenó—. Rápido.
Su escudero cogió un zurrón que llevaba en el cinto y empezó a entrechocar un pedernal con otra roca sobre un montón de hilos de algodón y astillas de madera. Cuando saltó una chispa, el otro escudero acercó una antorcha empapada en sebo a la llama hasta que se encendió y luego la utilizó para prender otra. Malory cogió una antorcha y encabezó el grupo: iluminaba las paredes en busca del símbolo y rezaba para que estuviera ahí. Cuando habían dado unos cien pasos vio la luz del sol y exclamó que la cueva atravesaba el cabo.
John Aleyn, que seguía el ritmo de Malory pegado a la pared opuesta, de repente lo llamó.
—¡Aquí, mi señor!
Malory se acercó corriendo y vio el lugar que señalaba John, un grabado en la pared de roca, a la altura del pecho. Era del tamaño de la mano de un hombre, una simple cruz: la cruz de Cristo. Aleyn bajó la mirada y se apartó de la pared como si hubiera pisado una tierra prohibida.
—Cava aquí —ordenó Malory a uno de los escuderos—. En las marcas que han dejado los pies de John Aleyn.
El joven no necesitó el pico, le bastó con la pala de mango largo para excavar en la pesada arena. A medida que cavaba, Malory se arrodilló y sostuvo la antorcha por encima de su cabeza. El agujero se fue haciendo más profundo. Malory rezó para que encontraran algo antes de que empezara a salir agua del fondo. Había enviado al otro escudero a la boca de la cueva y en ese preciso instante los avisó.
—Hay agua en la entrada. ¡No disponemos de mucho tiempo, mi señor!
El agujero llegaba a la altura de las rodillas y solo se veía arena y piedras. Pero entonces se oyó un ruido metálico: la pala de hierro había golpeado contra un objeto duro. Malory apartó al escudero del hoyo, se metió dentro y utilizó su daga y la mano libre para seguir cavando.
—¡Dadme la antorcha! —pidió, y la clavó junto al hoyo—. Estoy seguro de que aquí hay algo, algo metálico.
—¡Daos prisa! —dijo Aleyn—. El agua empieza a subir, no tardará en alcanzarnos.
Malory no cedió a las prisas. Siguió cavando, examinó el hoyo y fue lanzando un puñado de arena tras otro por encima del hombro. Por fin, cuando ya empezaban a oír la marea, se levantó con algo en la palma de las manos.
Aleyn acercó la otra antorcha. No cabía la menor duda. Era una espada. La hoja, larga y delgada, tenía el filo irregular, corroído por la acumulación de óxido; una sombra de su antigua gloria. Pero el guardamano, la empuñadura y el pomo conservaban el esplendor inmaculado del día en que fueron creados.
Malory salió del hoyo y le dijo a su escudero que mojara un paño en el mar. El mozo se dirigió a la boca de la cueva y regresó con el paño que siempre llevaba encima empapado de agua de mar. Malory limpió el óxido de la espada. La plata dorada refulgió a la luz de la antorcha.
—¡Admirad! ¡Excalibur! —dijo.
Malory aguzó los ojos para inspeccionar el pesado guardamano; estaba hecho de plata y formaba una cruz con la hoja corroída.
—¿Qué sucede, mi señor? —preguntó Aleyn.
—Tiene una especie de inscripción, pero no la entiendo. No obstante, de una cosa puedo dar fe: creo que se trata de un mensaje que me envía a través del tiempo el gran y poderoso Arturo, rey de los britanos.