Cuando regresaron a la habitación del hotel, Arthur se sentó en una cama y Claire en la otra, ambos con un vaso de whisky del minibar. Arthur empezó a contarle lo que le había pasado en las últimas semanas. Le salió una narración muy clara y lineal. Cuando hacía presentaciones en la empresa y en conferencias siempre se metía al público en el bolsillo, y también lo consiguió en esta ocasión. Claire escuchó embelesada el relato sobre la subcultura de los lunáticos del Grial, que él consideraba como muy propia, el trágico suceso en la casa de Andrew Holmes, la sensación de que lo estaban siguiendo y de que se había convertido en el objetivo de unos asesinos, la exasperante falta de cooperación de la policía, su injusto despido por haber menospreciado involuntariamente al presidente de la empresa y, en último lugar, el descubrimiento que había realizado ese mismo día en Warwickshire. En el transcurso de la charla Arthur averiguó que Claire había leído La muerte de Arturo en la escuela y que de pequeña había mostrado un interés pasajero por el mundo del rey Arturo, pero su fascinación por la ciencia reemplazó al rey de los britanos.
—Y eso es todo, no hay más —dijo Arthur al final.
—Es increíble —repuso Claire—. Nuestras vidas, bueno, no teníamos nada en común y de repente hemos encontrado un vínculo que nos une a algo tan increíble como el Santo Grial.
—Es de locos.
El whisky escocés del minibar se había acabado, así que Arthur se decantó por el coñac.
—Tengo que comprobar el horario de los trenes —dijo ella—. Debo volver mañana.
Arthur no hizo caso del comentario, cogió el viejo baúl y lo puso sobre la cama.
—¿Y si le echamos un vistazo? La noche es joven. —Vio que a Claire se le iluminaron los ojos ante aquella posibilidad.
Abrió la tapa y con sumo cuidado dispuso el contenido en todas las superficies planas de la habitación. Las prendas de ropa, los objetos de plata y las biblias quedaron desterradas a sillas y mesas. Los pergaminos ocuparon el lugar de honor en la cama.
Encontró la carta dirigida a Waynflete y se la leyó a Claire en voz alta. No había dejado de pensar en la misiva desde que abandonó Warwickshire. Era algo más que un descendiente de sir Thomas Malory. Si lo que decía la carta era cierto, ¡también era descendiente del mismo rey Arturo! La cadena de revelaciones era mareante. No era de extrañar que Holmes lo hubiese llamado tan emocionado. La mayoría de los eruditos opinaban que las pruebas de que el rey Arturo era algo más que un mero personaje mitológico fruto de la imaginación para satisfacer las necesidades de la cultura medieval popular eran, cuando menos, endebles. Si existió un rey Arturo en el siglo VI, no aparecía en los escritos de los pocos historiadores casi contemporáneos: Gildas en el siglo VI, Beda en el VIII o Nennio en el XIX. El rey Arturo no asomó la cabeza por las páginas de los tratados históricos hasta que Geoffrey de Monmouth, en 1136, escribió en su Historia Regum Britanniae: «E incluso el célebre rey Arturo recibió una herida mortal; y cuando lo trasladaron desde allí a la isla de Ávalon para curarse de las heridas, entregó la corona de Bretaña a su pariente Constantino, el hijo de Cador, duque de Cornualles, en el quingentésimo cuadragésimo segundo año de la encarnación de nuestro Señor».
Le explicó las implicaciones a Claire: de repente se confirmaba que el rey Arturo era real y con ello se asentaban las bases de un árbol genealógico que no solo situaba en el siglo XV a un Thomas Malory en su linaje, sino también a un Arthur Malory en el siglo XXI.
Si Arthur hubiera podido pedir un deseo, habría pedido conversar con Holmes sobre la carta. Holmes había parecido muy confiado al hablar con él por teléfono, pero en la carta no había nada que asegurara que iban a encontrar la espada, y mucho menos el Grial.
Dejó la carta y empezó a hojear los documentos que aún no había examinado. Los resultados fueron decepcionantes. Los demás pergaminos, uno tras otro, no eran más que papeles legales de los Malory de los siglos XVI y XVII: escrituras, testamentos, documentos de ventas de tierras y similares.
Pero al pasar una página todo cambió.
—Vaya, aquí hay algo.
—¿Qué es? —preguntó Claire.
Arthur reconoció de inmediato, tanto en la carta que tenía en la mano como en la siguiente, el inconfundible garabato de Thomas Malory que había visto en la misiva a Waynflete.
—Es otro documento escrito por Thomas Malory.
Se disculpó por guardar silencio mientras lo examinaba. Solo tardó unos segundos en comprender lo que había descubierto.
La primera edición del libro de Malory, La muerte de Arturo —Le Morte Darthur según la ortografía del francés medio que había utilizado el autor—, fue publicada por el impresor londinense William Caxton en 1485, catorce años después de la muerte de Malory. En su momento se creyó que Caxton había recibido el manuscrito de manos de Malory o de un escriba, tal vez una recopilación de relatos artúricos, y que los había compilado en un único volumen, al que añadió un prefacio que, a primera vista, fue escrito por el propio impresor. Durante mucho tiempo se consideró que este prefacio era un documento inusual, pues tras explicar la necesidad de ensalzar las virtudes de un gran cristiano como el rey Arturo, se adentraba en una descripción detallada y del todo innecesaria del número de capítulos que contenía cada uno de los veintiún libros del volumen.
Puesto que el manuscrito Winchester de La muerte de Arturo, la única copia escrita de puño y letra por Malory, carecía de esta introducción, existían motivos sobrados para creer que el prefacio había sido obra de otra persona, probablemente Caxton.
—Necesito una copia de La muerte —dijo de pronto Arthur, a quien le vino a la cabeza la imagen del montón de cenizas en el que debía de haberse convertido su propio libro.
—Tal vez abajo tengan un ordenador —apuntó Claire—. Estoy segura de que puedes consultarlo en línea.
—Tengo el portátil en mi bolsa.
Saltó de la cama y se maldijo al comprobar que el ordenador se había quedado sin batería. Lo enchufó y compró un bono de veinticuatro horas de wifi en la página web del hotel.
Clicó en la primera versión completa de La muerte que apareció en los resultados de la búsqueda y fue directo al prefacio.
Leyó en voz alta:
—«Lo he dividido en veintiún libros, y he capitulado cada libro como sigue a continuación, por la gracia de Dios. El primer libro tratará de cómo Uther Pendragon engendró al noble conquistador rey Arturo, y contiene veintiocho capítulos. El segundo libro trata del noble caballero Balín, y contiene diecinueve capítulos. —Y seguía así hasta la última frase—: Son, en suma, veintiún libros, los cuales contienen en total quinientos siete capítulos, como más claramente sigue a continuación».
Examinó de nuevo el pergamino. Ahí aparecía la peculiar numeración de libros y capítulos, con la caligrafía de Malory:
Et para comprender el contenido de este volumen dividido en XXI libros et capitulé cada libro de esta guisa, por la gracia de Dios. El primer libro tratará de cómo Vther Pendragon engendró al noble conquistador rey Arturo, et contiene XVIII capítulos. El segundo libro trata del noble caballero Balín, et contiene XIX capítulos.
Arthur cotejó el pergamino con el prefacio de Caxton.
—Es casi literalmente idéntico. Esto significa que es probable que fuera Malory, y no el impresor, quien escribió el prefacio.
—¿Y eso es importante? —preguntó Claire.
—No estoy muy seguro. Cuando menos es interesante desde un punto de vista histórico.
Arthur pasó al siguiente pergamino, que supuso el broche de oro.
Leyó la carta en voz alta para que Claire conociera su contenido, pero se imaginó que Holmes también lo escuchaba.
—«¡Ay!, mis enemigos, esos hombres impíos que se hacen llamar los Qem, han logrado impedir que emprenda mi viaje para encontrar el Grial. Ahora soy viejo y demasiado débil. Sin embargo, al encerrarme en una celda durante todos estos años me han concedido el beneficio del tiempo y Dios me ha bendecido con la habilidad de narrar cabalmente las historias de mi ilustre antepasado, el gran y noble Arturo, rey de los britanos. Rezo para que el Maleoré que me suceda encuentre este pergamino y emprenda la búsqueda del Santo Grial. Para encontrarlo, ese hombre deberá hallar en primer lugar la espada de Arturo que yo mismo he encontrado y que he escondido para ponerla a salvo de manos malvadas. Aquel que quiera hallar el Santo Grial debe ser un hombre de fina inteligencia, virtuoso y de corazón puro. El escondite de la espada se puede encontrar en el prefacio de La muerte de Arturo acompañado del relato en sí, siempre que uno se muestre tan atento como los sacerdotes que cuidan de los Sacramentos en las verdes tierras de Warwickshire que se mencionan en el Libro Domesday escrito durante el reinado del rey Guillermo I. He concebido este rompecabezas para que esta búsqueda esté a la altura del heredero que posea este tratado y que tenga el temperamento y la gracia de Dios para encontrar el más sagrado de entre todos los objetos sagrados; a saber: el Grial de Cristo».
Arthur dejó los pergaminos en la cama, con la mirada perdida. «A esto se refería Holmes», pensó.
—Es como si te hablara directamente a ti —dijo Claire en voz baja.
Entonces Arthur se dio cuenta. Esa era su búsqueda. Lo había sido desde el momento en que se había enfrentado al intruso que los amenazaba con la pistola.
—Tengo que hacer una llamada —dijo.
Telefoneó a casa de Tony Ferro y se disculpó por molestarlo tan tarde.
—Tony, no creerás lo que he encontrado en Warwickshire, o, mejor dicho, lo que hemos encontrado.
—¿Hemos?
—Holmes estuvo aquí antes.
Tony era un académico muy serio que se abstendría de formular ningún juicio hasta haber examinado los documentos en persona. Justificó su decisión sacando a colación una elaborada falsificación de un manuscrito medieval que le había costado el trabajo a una colega demasiado crédula. Pero Arthur se dio cuenta de que hablaba con dos Tony: el chico impaciente y emocionado por la noticia, y el historiador riguroso que debía proteger su reputación. Al final de la conversación, el chico se impuso al historiador.
—¿Puedes venir a la facultad mañana? Por el amor de Dios, Arthur, si es auténtico, ¿eres consciente de lo que significa? No solo es la confirmación más fehaciente jamás hallada sobre la existencia del rey Arturo, sino un vínculo real, y no mitológico, con dos elementos vitales de las leyendas artúricas: Excalibur y el Grial. Necesito un trago para calmarme.
Mientras Arthur hablaba por teléfono, Claire se había tumbado de costado y lo observaba desde la cama. Parecía que tenía sueño.
—¿Podrías coger un tren a última hora? —le preguntó Arthur a Claire cuando colgó.
—¿Por qué?
—Porque me gustaría que conocieras a Tony Ferro. Acompáñame a la universidad. Está cerca de la estación de Saint Pancras.
—Vale, ¿por qué no? —respondió ella, lo que a Arthur le proporcionó una sensación de alivio.
—Duerme un poco —le dijo—. Tengo que volver a mi casa.
Sabía perfectamente lo que encontraría cuando llegara a casa. Los bomberos aún estaban en el lugar, remojando las paredes derruidas y negras. Aun así, al ver sus posesiones reducidas a cenizas lo embargó una sensación irreal y un dolor inmenso.
Se presentó ante el subinspector jefe, que lo reprendió por haber abandonado la escena, y se vio obligado a inventarse el cuento de que había huido presa del pánico, se había refugiado en casa de un amigo para beber y comer algo, y que ahora había recuperado la calma necesaria para volver.
—Ha tomado la decisión correcta, señor Malory; de lo contrario tendría que enfrentarse a una investigación muy seria. ¿Notó olor a gas antes de la explosión?
—No.
—¿Había tenido algún problema con su cocina de gas?
—Ninguno.
—Entiendo. Un transeúnte llamó para avisar de que había detectado un fuerte olor a gas procedente de su casa.
—Eso me ha dicho la policía.
—¿De modo que ha hablado con la policía?
—Sí, los llamé yo mismo.
El bombero le dio una tarjeta.
—El inspector Hobbs ha estado aquí y nos ha dicho que deseaba hacerle algunas preguntas.
—Como le he dicho, ya hemos hablado.
Arthur decidió no mencionar el cóctel molotov ni el disparo. Si lo hacía, lo acosarían varios días con preguntas escépticas. Y Hobbs ya le había hecho pasar por algo muy parecido. Además, tenía asuntos más importantes que atender.
—Nuestro investigador ha encontrado pruebas preliminares de residuos de queroseno en la zona del salón. ¿Puede decirnos algo al respecto?
—Tenía una lámpara de queroseno decorativa —dijo Arthur con un hilo de voz.
—Entiendo. El inspector Hobbs también nos ha informado de ello. Al parecer, vino a verlo hace poco. Sin embargo, hoy no había utilizado la lámpara, ¿verdad?
—No.
—Bien, gracias por atender a nuestras preguntas. Tal vez nos interese ponernos en contacto con usted en el futuro, por lo que le ruego que nos facilite su número de teléfono móvil. Y le sugiero que llame al número de emergencias de su compañía aseguradora para que empiecen con todos los trámites. Es usted un hombre afortunado. Esto podría haber acabado mucho peor.
Cuando Arthur regresó al hotel, la habitación estaba a oscuras y Claire dormía en su cama. A la luz del teléfono móvil vio su ropa en una pila ordenada. Se desvistió y se metió en la cama en calzoncillos. Antes de que el sueño se apoderara de él, prefirió pensar en la bonita mujer desnuda que dormía a un par de metros de él antes que en las ruinas de su casa ennegrecida.
El despacho de Tony Ferro en el departamento de lengua y literatura inglesa se encontraba en el complejo laberíntico del University College de Londres, en Bloomsbury. Era poco más grande que un armario, y el corpulento académico tenía un aspecto cómico encajonado tras su escritorio.
Arthur presentó a Claire, y Tony reaccionó con uno de sus típicos comentarios:
—¿Por qué yo nunca me encuentro a una atractiva francesa esperándome en la puerta de casa como caída del cielo? El mundo no es justo. En fin, examinemos los pergaminos. Apenas he dormido.
Arthur y Claire observaron a Tony en silencio durante diez minutos mientras este leía los documentos de cabo a rabo y los examinaba con lupa. Cuando acabó, levantó la cabeza y miró a su amigo con seriedad.
—¿Y bien? —preguntó Arthur.
Tony dio unos golpecitos en el escritorio con las gafas de leer cerradas y lanzó un profundo suspiro. Arthur no se había dado cuenta de que llevaba tanto tiempo conteniendo la respiración.
—Es el momento más importante de mi vida —dijo al final—. Para ser políticamente correcto tal vez debería decir de mi vida académica, pero, entre tú y yo, esto es mejor que el nacimiento de mis hijos, que fueron unos momentos algo menos agradables. Creo que estos documentos son auténticos. No tengo ninguna duda. El papel es correcto, la tinta es correcta, la gramática y la sintaxis son correctas. He tenido la oportunidad de estudiar la firma de Thomas Malory en el manuscrito Winchester y esta firma de la carta a Waynflete es idéntica. Lo único que lamento es que Holmes no esté aquí para disfrutar de este momento con nosotros.
Arthur asintió.
—A mí me pasa lo mismo.
—No sabía que fueras un mutante —dijo Tony tras lograr contener las lágrimas.
Arthur enarcó una ceja.
—¿Una costilla de más? —preguntó Tony—. Ponte de pie y déjame verla.
—Ah, eso. ¿De verdad?
—Por supuesto. Considéralo una parte primordial de la investigación. Levántate la camisa. Si lo desea puede apartar la mirada, señorita Pontier —dijo Tony guiñándole un ojo.
Arthur se puso en pie y le mostró el costado.
—¿Y si entra alguien? —bromeó.
—Le diré que estoy enamorado de ti.
—Prueba el otro lado —indicó Arthur—. Este aún me duele un poco.
Tony se inclinó sobre el escritorio y le palpó el costado izquierdo, por encima del hígado.
—Parece una especie de protuberancia, corta y gruesa —dijo Tony—. Qué raro, ¿verdad?
Arthur volvió a sentarse.
—Eso me han dicho.
—Tenemos que publicar esto —decidió Tony tras una pausa elocuente—. Es fundamental. La elección más lógica sería la revista que dirige Sandy. Tenemos que hablar del tema con ella y con Aaron cuanto antes, y también con el resto del grupo, claro.
Arthur negó con la cabeza.
—Frena. Lo publicaremos, o, mejor dicho, lo publicarás a su debido tiempo. Es tu carrera, no la mía. Te cedo gustosamente los focos. Solo quiero disponer del tiempo necesario para buscar con calma la espada y el Grial.
—¡Por supuesto! —exclamó Tony—. Tendrás todo el tiempo que quieras. Ya sabes que el mundo académico tiene su propio ritmo. Cuando llegue el momento de escribir el artículo pondré a Holmes como autor principal. A fin de cuentas es él quien merece toda la gloria. Pero no te engañes y pienses que podrás pasar desapercibido, amigo. Te has convertido en el ojito derecho de los medios de comunicación porque eres un buen chico. ¿Puedes imaginarte lo que sucederá cuando el mundo descubra que el rey Arturo existió de verdad, que eres su descendiente y que, como él, tienes una costilla de más? Te canonizarán, colega. ¡Y tarde o temprano veremos tu cara en sellos y trapos de cocina!
—Joder, Tony, no voy a preocuparme de todo eso ahora. De momento me voy a dedicar a esto, y tengo que ponerme en marcha antes de que aparezca de nuevo el tipo de la pistola.
—Me preocupa tu seguridad —dijo Tony—. Han sucedido cosas muy extrañas. Lo de tu casa ha sido espantoso.
—Intento tomar precauciones.
—¿La policía no te ha ayudado?
—Peor aún. No puedo demostrarlo, pero tengo la sensación de que van a por mí. He decidido romper el contacto con ellos.
Tony negó con la cabeza.
—Esto no me gusta. En absoluto. Si necesitas un lugar donde alojarte…
—Gracias, pero no.
—¿Has encontrado el sentido a las pistas de Malory? ¿El prefacio de La muerte? ¿El Libro Domesday?
—Aún no. Acabo de empezar. Pero necesito un ejemplar del Domesday, ¿tienes alguno a mano?
Tony tenía más de uno y le prestó un grueso volumen de tapa blanda que pesaba como un ladrillo.
—Estoy a tu disposición como asesor. Yo y los demás del grupo —dijo Tony—. Considéranos tu división de expertos.
—Lo haré. ¿Te lo puedes creer? Voy a emprender la búsqueda del verdadero Grial.
—Es increíble pero cierto, ¿no? Holmes tenía razón. Es tu búsqueda. ¿Puedo hacer una copia de las cartas para examinarlas con mayor detenimiento? Las pondré a buen recaudo.
Los tres se dirigieron a la sala de fotocopias que había al final del pasillo; no había nadie.
—¿Qué opinas de esos Qem a los que menciona Malory? —preguntó Tony, que depositó el primer pergamino en el cristal de la fotocopiadora con sumo cuidado.
—Nunca había oído hablar de ellos. ¿Y tú?
Tony cogió la primera copia.
—Cuando mencionaste ayer la palabra, hice una búsqueda de homónimos relacionados. Q-E-M, Q-U-E-M, K-E-M y K-H-E-M. «Khem» significa «negro» en egipcio, es lo único que averigüé. No existe nada ni nadie con ese nombre en ninguna de las bases de datos de historia medieval. Es algo intrigante a juzgar por los problemas con la justicia que tuvo Malory. Es decir, no cabe la menor duda de que el hombre tuvo muchos enemigos.
—¿Y qué papel vas a desempeñar tú en esta historia? —le preguntó Tony a Claire.
—¿Yo? Bueno, no lo sé. Tengo que volver a Francia.
—Qué pena —dijo Tony.
Arthur y Claire salieron a la soleada calle y echaron a andar hacia Saint Pancras.
Arthur había estado esperando ese momento, durante toda la mañana no había dejado de darle vueltas a lo que iba a decirle, y al final le salió todo de forma precipitada.
—Sé que es mucho pedir, pero me gustaría que te quedaras. Solo durante unos días. Me vendría bien tu ayuda, alguien con quien debatir las ideas.
—Arthur, yo…
Pero él no dejó que acabara la frase.
—Claire, apenas nos conocemos, pero no quiero dejar que te vayas tan fácilmente.
Ella respiró hondo y agachó la cabeza, sonrojada.
Arthur insistió.
—Sé que es un poco raro, pero no te estoy pidiendo una cita, sino que emprendas una aventura conmigo. ¿Te quedarás un par de días más? Si vuelve a producirse la menor situación de peligro, te envío a casa.
—Pero si ni siquiera tengo ropa…
—Ya somos dos.
Claire levantó la vista y asintió con la cabeza.
Aquel «sí» le levantó el ánimo a Arthur y le planteó un pequeño y feliz dilema. ¿Debía estrecharle la mano? ¿Darle un apretón en el hombro? ¿Besarla? Ninguna de las opciones lo convencía, por lo que se limitó a murmurar «Fantástico» y cambió de tema para decidir cómo solucionar el problema de la ropa.
Se dirigieron al Marks & Spencer de Covent Garden y Arthur no tardó demasiado en reunir un práctico vestuario. Cuando acabó, fue a buscar a Claire a la sección de ropa para mujeres. Como hacen la mayoría de los hombres, se mantuvo en un discreto segundo plano mientras ella elegía la ropa interior, pero la acompañó de nuevo cuando llegó el momento de comprar el resto: ropa, calzado y abrigo. Claire eligió las prendas rápido, sin demasiados miramientos. Se las mostró a Arthur con un gesto burlón para que diera su visto bueno, y él asintió con la cabeza, sonrió y levantó el pulgar.
Arthur disfrutó de esa pausa —una hora de despreocupación como no la había tenido desde hacía tiempo— observando cómo Claire se movía entre los percheros como la bola de una máquina de pinball.
Al llegar a caja, Arthur insistió en pagarlo todo y Claire accedió a regañadientes. Después, al pasar por la sección de maletas, se les ocurrió comprar un par de bolsas con ruedas para transportarlo todo más fácilmente.
Regresaron al aparcamiento de Bloomsbury con las bolsas y volvieron al hotel. Arthur no dejó de mirar por el retrovisor durante todo el trayecto para comprobar que no los seguía ningún vehículo sospechoso. Claire le envió un correo electrónico a su jefe en Modane para pedirle unos días de vacaciones. Al llegar a Cantley House se puso un suéter nuevo. Cuando salió del baño, Arthur percibió el leve aroma de un intenso perfume. No la había visto comprar ninguno, por lo que supuso que tenía un frasco en el bolso y se alegró de que hubiera decidido echar mano de su arsenal.
Pidió unos bocadillos al servicio de habitaciones y se pusieron manos a la obra: Arthur cogió los documentos clave del baúl y ambos tomaron posición en las camas recién hechas. Arthur leyó de nuevo en voz alta la que consideró la sección más importante del pergamino más importante:
Para encontrarlo, ese hombre deberá hallar en primer lugar la espada de Arturo que yo mismo he encontrado y que he escondido para ponerla a salvo de manos malvadas. Aquel que quiera hallar el Santo Grial debe ser un hombre de fina inteligencia, virtuoso y de corazón puro. El escondite de la espada se puede encontrar en el prefacio de La muerte de Arturo acompañado del relato en sí, siempre que uno se muestre tan atento como los sacerdotes que cuidan de los Sacramentos en las verdes tierras de Warwickshire que se mencionan en el Libro Domesday escrito durante el reinado del rey Guillermo I.
—¿De modo que eres un hombre de fina inteligencia, virtuoso y de corazón puro?
—Quizá solo sea dos de esas tres cosas.
Claire sonrió.
—¿Cuál de esas cualidades te falta?
—Será mejor que lo decidas tú. ¿Qué sabes del Libro Domesday?
—He oído hablar de él, pero debo admitir que no formaba parte del plan de estudios de las escuelas francesas.
Arthur le alargó la copia de Tony.
—Tuyo —le dijo.
Claire agarró el pesado volumen y, lanzando un gruñido, lo abrió por una página al azar y leyó algunos fragmentos.
—Dios mío, pero ¿qué es esto? Parece el libro más aburrido jamás escrito.
—Es un poco árido, como leer las cuentas de una compañía.
—Pero parecen las cuentas de todo un país, ¿no?
—Un país del siglo XI en el que podías contar los cerdos, las vacas y los arados.
Arthur le pidió que se lo devolviera. No sabía por dónde empezar. Eran mil quinientas páginas abarrotadas de información con un cuerpo de letra que lo obligaba a forzar la vista incluso a él, que era joven. Claire cogió el portátil para buscar una versión en línea.
El libro fue una creación de Guillermo el Conquistador, que en 1085 decidió que debía conocer la riqueza exacta de su reino. Para acometer la tarea envió a sus inspectores reales y funcionarios por toda Inglaterra para que registraran la extensión de tierras que correspondía a cada condado, cuántas tierras y ganado poseía el rey y qué derechos anuales le correspondían. Fue un proceso meticuloso que se llevó a cabo con rapidez y eficiencia, recopilado y transcrito en dos grandes volúmenes de pergamino, Great Domesday y Little Domesday, por un único escriba de Winchester que los escribió con un latín administrativo abreviado y estilizado. Se dice que el censo fue tan exhaustivo que ningún buey, vaca o cerdo escapó a los auditores del rey.
El monarca se tomó los manuscritos con la mayor seriedad y al cabo de poco empezaron a referirse a ellos como los libros Domesday, una referencia a «Doomsday», el día del Juicio Final en el que los cristianos averiguarán su destino. Por aquel entonces, como en el momento presente, las únicas certezas eran la muerte y los impuestos. De hecho, el rey Guillermo confirmó que el suyo era un país próspero, con vastas propiedades de tierra, y que sus barones y arzobispos le debían unas cuantiosas rentas todos los años.
Arthur abrió el libro distraídamente y posó la mirada en la entrada referida al poblado de Malden, en Surrey.
—Esto es apasionante —dijo cuando acabó de leerla.
MALDEN VIEJO. Robert de Watteville vasallo de Richard Hearding vasallo del rey Eduardo. Entonces se valoraron sus tierras en 8 hides, ahora 4. Dispone de tierra para 5 arados. Posee 1 arado, y 14 villanos y 2 siervos con 4 arados. Hay 1 capilla y 3 esclavos, y 1 molino que da 12c y 4 acres de prados. De los pastos, 1 cerdo de 7 cerdos. De estas tierras a un caballero le corresponde 1 hide y 30 acres, y tiene 1 arado y 1 villano y 1 siervo y 1 acre de prado. El total era de 7 libras; ahora es de 6 libras y 12 chelines.
Después de buscar en varios glosarios logró descifrar la entrada, que decía que Robert de Watteville, el vasallo sajón en 1086, trabajaba las tierras de la aldea Malden cedidas por Richard Hearding, que a su vez las había recibido en arriendo de Eduardo el Confesor, rey hasta la invasión normanda de 1066. Las propiedades de Malden se habían tasado anteriormente en 8 hides de tierra, unos 960 acres, pero cuando se hizo el censo ascendían a tan solo 4 hides. Watteville era el amo de su arado y de los frutos del trabajo de 14 campesinos. Dos pequeños terratenientes poseían una modesta extensión de tierra y tenían sus propios arados y cerdos, uno de los cuales correspondía a Watteville anualmente. Malden tenía una capilla y tres habitantes sin tierras. Había un molino que pagaba 12 chelines al año a Watteville por el arriendo y 4 acres de tierras de pastoreo. Un caballero no identificado controlaba poco más de un hide de tierra y tenía algunos jornaleros. El valor de las tierras de Malden había sido de 7 libras en 1066. En 1086 se tasó en 6 libras y 12 chelines.
Arthur hojeó el libro, iba leyendo una entrada tras otra de cada pueblo y no tardó en quedar sepultado bajo el alud de cifras y datos áridos. ¿Cómo iban a entender semejante cantidad de información? ¿Por qué Thomas Malory había decidido utilizar ese libro como vehículo para ocultar su secreto? ¿Y cómo había accedido a él? Tras una generación o dos en el tesoro de Winchester, el Libro Domesday, guardado en un baúl de tachuelas de hierro, había sido transportado al palacio de Westminster por el rey Enrique II, donde pasó los siguientes seiscientos años. De modo que Malory por fuerza tuvo que obtener permiso de un alto funcionario de la corte del rey Enrique VI para acceder a él.
Claire dejó el portátil y le pidió el pergamino. Lo leyó para sí, entrecerrando los ojos.
—Mira, este tipo, Thomas Malory —dijo la chica—, estoy segura de que era lo bastante inteligente para escribir un bonito libro como La muerte de Arturo, pero por lo que sabemos no era matemático ni nada parecido.
—¿Adónde quieres llegar?
—A que estoy convencida de que su rompecabezas, su código secreto o como quieras llamarlo no es tan sumamente complicado. Solo hay dos elementos: el prefacio y el Libro Domesday. Lo más importante es saber que ambos son imprescindibles. Es lo que viene a decir esta carta dirigida a ti a través del tiempo.
—De acuerdo —dijo Arthur—, pero ¿por dónde empezamos? ¿Por el prefacio o por el Libro Domesday?
—No lo sé.
Arthur y Claire se quedaron en la habitación el resto del día y hasta bien entrada la noche leyendo el Libro Domesday y La muerte de Arturo y repasando los pergaminos. Arthur llenó su libreta de notas y ambos intentaron hallar algún tipo de vínculo, pero todos sus esfuerzos los condujeron a un callejón sin salida. Al final la fatiga pudo con ellos. Bajaron al restaurante del hotel a cenar y luego trabajaron un poco más hasta que empezaron a adormecerse.
Mientras Claire estaba en el baño preparándose antes de irse a dormir, Arthur se desvistió y se metió en la cama. Fingió no mirarla cuando salió vestida con un camisón sencillo y corto, muy de colegiala. Ella le lanzó una sonrisa fugaz, casi avergonzada, y se metió en la cama. Cuando apagaron la luz, Arthur pensó en Claire, que estaba tumbada en la cama de al lado, pero no tardó en perderse en un laberinto de sueños, una extraña amalgama del Camelot de Arturo, el Libro Domesday de Guillermo el Conquistador y su propia casa en llamas.