Arthur regresó de Warwickshire y aparcó el coche en casa cuando empezaba a ponerse el sol. Estaba a punto de bajar para coger el viejo baúl de Elizabeth, que había puesto en la parte trasera del Land Rover, cuando vio a alguien sentado en los escalones de su casa, una mujer que debía de rondar la treintena.
Sus miradas se cruzaron. La chica tenía unos ojos grandes e inquisitivos y una melena fina y rojiza que se mecía al viento. Se puso de pie y se subió el cuello de su abrigo desabrochado para protegerse del frío. Antes de que se tapara, Arthur atisbó unos vaqueros ajustados y un jersey ceñido.
Cuando bajó del Land Rover, la chica lo llamó.
—Disculpa, ¿eres Arthur Malory? —Tenía acento francés.
—Sí. —Por algún extraño motivo le pareció una grosería preguntar quién era ella.
La chica no podría haber adoptado un gesto más serio.
—Me llamo Claire Pontier —dijo—. Me pregunto si podríamos hablar un momento.
Arthur sonrió sin motivo aparente.
—¿Sobre qué?
Claire miró hacia la carretera. Parecía un poco asustada.
—He venido a advertirte de que tu vida corre peligro. Hay gente que quiere matarte.
A Arthur se le borró la sonrisa de la cara y decidió dejar el baúl en el coche.
—¿Por qué no entramos en casa? —le preguntó.
Arthur colgó el abrigo de Claire y le preguntó si le apetecía beber algo.
—Un té. —Entonces negó con la cabeza—. Mejor un whisky, si tienes.
—¿Qué te parece las dos cosas? Primero un té y luego whisky.
—Sí, ¿por qué no?
Arthur la observó desde la cocina. Estaba sentada en el sofá con las piernas y los brazos cruzados en una postura defensiva. Vio que leía los lomos de los libros que tenía en las estanterías. Su fino jersey de cachemira parecía una segunda piel. Tenía una figura tan bonita que casi le cohibía estar a solas con ella.
Regresó a la sala de estar con la bandeja del té. Claire tomó un sorbo del suyo sin leche ni azúcar, y sonrió cuando Arthur añadió ambas cosas al suyo.
No llevaba maquillaje, tal vez solo un poco de brillo de labios, ya que los tenía bastante húmedos para un día tan seco y ventoso. Un vaporoso pañuelo verde, del mismo color que sus ojos, se perdía en el escote del jersey. El té, o el ritual del té, parecía haberla relajado. Descruzó las piernas y se acomodó en el sofá, a punto de empezar a hablar.
Pero de pronto se oyó un ruido de cristales rotos y un fogonazo cegador.
Arthur y Claire se levantaron como un resorte y derramaron el té al alejarse de las llamas. Él la agarró del brazo para arrastrarla a la parte posterior de la sala de estar, y entonces se detuvo para observar la escena con incredulidad. El cóctel molotov había entrado por el ventanal delantero y había prendido fuego de inmediato a las cortinas y la alfombra. Al cabo de unos segundos, el sofá en el que había estado sentada Claire empezó a arder.
—¡Por aquí! —gritó Arthur.
La arrastró hacia la cocina, donde cogió su maletín, y se dirigieron al recibidor, que por el momento no había sucumbido a las llamas, aunque avanzaban rápidamente y ya habían engullido gran parte de la sala de estar. Arthur tuvo el aplomo de coger el bolso y el abrigo de Claire mientras ella abría la puerta.
Fue entonces cuando vio un Vauxhall negro frente a su casa. Su primer pensamiento fue que un buen samaritano se había detenido para ayudarlos, pero entonces vio una pistola que los apuntaba desde la ventanilla entreabierta del conductor.
Se oyó un ruido sordo y la lámpara de la entrada explotó en mil pedazos, rociándolos con una lluvia de cristales. Claire se agachó y gritó, pero Arthur tuvo el arrojo de arrastrarla por los escalones para ponerla a cubierto tras su Land Rover.
Un vecino salió de su casa y gritó que había llamado a los bomberos. Acto seguido, el Vauxhall se marchó a toda velocidad.
—¡Estamos bien! —le gritó Arthur a su vecino—. No hay nadie más dentro. —Metió la mano en el bolsillo para coger las llaves del todoterreno y le dijo a Claire—: No podemos quedarnos aquí.
No tuvo que convencerla. Los dos entraron en el Land Rover. Arthur dejó caer el maletín en el asiento trasero y metió la marcha atrás.
—¡Sí, apártalo de la casa! —gritó el vecino, pero cuando vio que se iban los llamó, confundido.
Arthur tenía la respiración entrecortada.
—Joder, mi casa. ¿Estás bien?
Claire también resollaba.
—Sí. ¿Adónde vamos?
—No tengo ni idea.
—Han intentado matarnos —dijo Claire, que empezó a temblar bruscamente.
Arthur le agarró el brazo para intentar calmarla.
—Ahora estamos a salvo. Déjame pensar en lo que podemos hacer.
Se acercaban a London Road y debía tomar una decisión. Dirigirse hacia el este era una opción tan válida como decantarse por el oeste, de modo que al final pusieron rumbo a Bracknell.
—¿Quiénes? —preguntó Arthur.
—¿Qué?
—Has dicho que «han intentado» matarnos.
—No lo sé.
—Pero has venido hasta mi casa para advertirme…
—No es algo que pueda explicar tan fácilmente.
De repente Arthur vio algo por el retrovisor y soltó una palabrota.
—¿Qué pasa? —preguntó Claire, asustada.
—El Vauxhall nos está siguiendo.
Claire se volvió y murmuró algo que parecía una oración en francés.
Arthur pisó el acelerador, cambió al carril de la derecha y adelantó a varios coches que avanzaban más lentamente.
El Vauxhall lo imitó y le siguió el ritmo.
El viejo Land Rover de Arthur circulaba a gran velocidad y a cada golpe de volante Claire y él notaban cómo se les clavaba el cinturón en el pecho. Había tráfico en la A329, era la hora a la que la mayoría de la gente volvía del trabajo, pero aun así avanzaban rápido. Arthur intentó poner distancia entre ellos y el Vauxhall cambiando de carril continuamente; hacía sonar el claxon y gesticulaba airadamente con la mano cuando se interponía en el camino de otros vehículos.
—Tengo el móvil en la bolsa —dijo Arthur, que se aferraba con fuerza al volante—. ¿Puedes utilizar el tuyo para llamar a emergencias?
—Se me agotó la batería mientras te esperaba —dijo ella mirando hacia atrás—. ¿Quieres que salte al asiento trasero y coja el tuyo?
—¡No! No te quites el cinturón. Es demasiado peligroso.
—¿Qué llevas ahí detrás?
—Un baúl antiguo.
—No, me refiero a la máquina.
—Es un detector de metales.
Arthur siguió adelantando a coches durante tres kilómetros; siempre que encontraba algún tramo con circulación más fluida superaba los ciento diez kilómetros por hora. Tras un par de adelantamientos peligrosos, logró poner dos vehículos entre el Vauxhall y ellos; no paraba de lamerse los labios y de mirar por el retrovisor.
—Quiero que apuntes el número de matrícula, pero no lo distingo bien. ¿Tú lo ves? —preguntó Arthur.
Claire se volvió.
—No lleva matrícula delantera —dijo.
—Joder.
Al cabo de dos minutos vieron la rotonda de Skimped Hill un poco más adelante. Solo un coche los separaba del Vauxhall.
—Agárrate —le dijo Arthur—. Conozco esta zona.
Al llegar a la rotonda, Arthur puso el intermitente y cambió al carril de la derecha. El Vauxhall hizo lo mismo.
Acto seguido, Arthur dio un volantazo hacia la izquierda y estuvo a punto de chocar con un coche, lo que provocó la reacción furibunda del conductor, que hizo sonar el claxon. El Vauxhall no tuvo tiempo ni espacio para tomar la salida a la izquierda. Mientras Arthur aceleraba vio por el retrovisor que su perseguidor volvía a dar la vuelta a la rotonda.
La entrada del cine Odeon se encontraba un poco más adelante, a la derecha. Arthur frenó haciendo chirriar los neumáticos y entró en el aparcamiento.
Estacionó en el primer sitio libre que encontró y apagó el motor.
—¿Te gusta el cine? —preguntó.
—Sí. Sobre todo ahora —respondió Claire.
Abrió la puerta trasera del coche, tapó el baúl y el detector de metales con una manta y cogió su maletín. Acto seguido, Claire y él se dirigieron hacia el cine y Arthur compró dos entradas para la primera película en cartel. Se sentaron cerca de una salida de la oscura sala e intentaron recuperar la calma. La película ya había empezado, pero no le prestaron atención. En lugar de mirar la pantalla, Arthur estaba atento por si aparecía el conductor del Vauxhall, pero no entró nadie más. Miró a Claire, que estaba sentada en una postura rígida, con los brazos cruzados como dos barras de acero.
—Es la peor primera cita de la historia —le susurró al oído.
Claire o no lo entendió o no le pareció gracioso, porque no apartó la mirada de la pantalla.
Esperaron durante una tensa hora. Entonces Arthur le dio un golpecito en el hombro y ambos salieron. Se movieron con cautela entre los coches del aparcamiento hasta que Arthur vio su vehículo. Examinó la zona en busca del Vauxhall y luego aún esperó varios minutos antes de subir al Land Rover.
Encendió el motor.
—Tenemos que ir a algún sitio donde podamos hablar.
Claire miró la hora.
—Pensaba coger el Eurostar para volver a Francia esta misma noche.
—No creo que llegues al último tren.
—Entonces ¿adónde vamos?
—Me temo que ya no tengo casa. Déjame llamar a la policía primero. Conozco un lugar donde podemos comer algo y charlar.
Arthur cogió la tarjeta del inspector Hobbs que guardaba en la cartera y llamó al número de móvil. Contestó el propio inspector. A juzgar por el ruido de fondo, parecía que estaba en un pub.
Le contó de un tirón todo lo que había pasado. Hobbs le preguntó si estaba bien y le dijo que tenía que hacer una llamada.
Arthur arrancó el coche y siguió en dirección a Wokingham.
—¿Qué te ha dicho el policía? —preguntó Claire.
—Aún nada. Tenía que hacer una llamada.
Hobbs lo llamó al cabo de poco.
—He hablado con los bomberos. Al parecer un transeúnte llamó para avisar de que notaba olor a gas antes de la explosión. Están investigando el asunto como si se tratara de una explosión de gas. Por desgracia ha arrasado su casa. ¿Había tenido algún problema con la cocina o la caldera?
—¡No! ¡Escuche, alguien ha lanzado un cóctel molotov por la ventana! Estoy seguro de que el jefe de bomberos encontrará rastros del combustible.
—Si no recuerdo mal, señor Malory, tenía una lámpara de queroseno en la sala de estar.
—¡Eso tal vez sea cierto, pero alguien me ha disparado! Y luego me ha seguido.
—Nadie ha informado de que se produjeran disparos.
—Porque ha debido de usar silenciador.
—Es todo muy misterioso.
—No me gusta su sarcasmo, inspector. Alguien me ha seguido.
—¿Tiene el número de matrícula?
—Era un Vauxhall negro. Bastante nuevo. Pero no tenía placa de matrícula delantera.
—Ya veo. ¿Por qué no acuden a comisaría a prestar declaración? Podemos quedar en Reading.
La pregunta sobresaltó a Arthur.
—No he dicho que estuviera con alguien.
—¿Ah, no? Creía que sí. Bueno, entonces ¿por qué no viene a Reading, señor Malory?
Arthur colgó de inmediato y apagó el teléfono.
—¿Qué sucede?
Arthur siguió conduciendo, agarraba el volante con fuerza.
—Algo no va bien.
Al cabo de diez minutos se detuvo en los terrenos del hotel Cantley House, en Wokingham. Lo había utilizado para reuniones de trabajo y conocía bien el lugar. Era una antigua casa de campo reformada, escondida en una zona boscosa, y su aislamiento le gustó.
El hotel no tenía muchas reservas y no le costó conseguir dos habitaciones.
—Preferiría no pasar la noche sola —le susurró Claire al oído. Cuando Arthur le dirigió una mirada burlona, la joven francesa añadió—: No me malinterpretes. Estoy nerviosa, eso es todo.
Arthur cambió las dos habitaciones por una con dos camas y pidió que les llevaran artículos de tocador.
La dejó sola en la habitación y fue a buscar el viejo baúl.
Al regresar oyó que corría el agua en el baño. Cuando Claire salió, le preguntó por el voluminoso objeto.
—No quería dejarlo en el coche.
—¿Qué hay dentro?
—Creo que ambos tenemos una larga historia que contarnos —dijo—. ¿Tienes hambre?
—Sí, mucha.
El restaurante del hotel estaba casi vacío. Se sentaron a una mesa para dos junto a una pared de ladrillos rústica. El camarero les tomó nota y Arthur pidió una buena botella de tinto. Ambos tomaron la primera copa como si fuera un medicamento.
—Siento que hayas perdido tu casa. Es horrible.
Arthur tomó otro sorbo a medida que iba asimilando la realidad de la situación.
—Mis libros. Los álbumes de fotos familiares. Los papeles de mi padre. Todo… —Se contuvo antes de perder la compostura ante ella—. Lo siento.
—Tranquilo. No puedo creer que hayas podido mantener la calma hasta ahora. Yo estoy destrozada y no he perdido mi casa ni mis posesiones.
—Bueno —dijo Arthur recuperando la serenidad—. ¿Por qué no me cuentas por qué estás aquí?
Claire parecía algo indecisa.
—Esto no es fácil —dijo bajando la mirada—. No acostumbro a hacer estas cosas.
—¿Te refieres a venir a Inglaterra, presentarte en casa de un desconocido, que te lancen un cóctel molotov, te disparen y te persigan por London Road? Espero que no.
El comentario de Arthur logró arrancarle una sonrisa.
—En fin, esta es mi historia: tengo novio. Bueno, ahora es ex novio. Tal vez él no lo sepa, pero es mi ex.
—Pobre.
—Hace poco empecé a desconfiar de él. Siempre se había mostrado muy abierto. Hablaba con sus amigos delante de mí, no se desconectaba de sus cuentas de correo ni borraba la lista de llamadas. Y yo me comportaba igual con él. Nuestra relación empezó hace cuatro años, y era muy buena. Pero todo cambió hace dos semanas, cuando de un día para otro empezó a recibir llamadas extrañas y siempre se iba a otra habitación o salía fuera para atenderlas. Comenzó a desconectarse de su cuenta de correo personal. Su registro de llamadas del móvil estaba vacío…
—Lo sabes porque lo controlabas.
Claire levantó el mentón.
—No soy fisgona por naturaleza. No lo había hecho nunca, pero Simone sufrió un cambio tan brusco… Además, empezó a mostrarse distante, ensimismado, quizá un poco irascible. Y no quería hablar de lo que le preocupaba. De modo que supuse que tenía una aventura con otra chica. Son cosas que pasan. Es algo inherente a la naturaleza humana, pero quería estar segura. No me gustan los triángulos. Es algo que no va conmigo.
—Y yo que creía que eras francesa.
La risa de Claire sonó acompasada.
—Esa supuesta indiferencia hacia las aventuras amorosas es un tópico. Como los ingleses y su estoicismo. —Volvió a ponerse seria—. Por algún motivo, tuve más valor para espiarlo en el trabajo que en casa. De modo que la semana pasada decidí hacerlo.
—¿Trabajáis juntos?
—Sí, ambos trabajamos en Modane.
—¿Perdón?
—Disculpa. Es normal que no conozcas la empresa. A veces doy por sentado que toda la gente con la que hablo se dedica a la física.
—¿Eres física?
—Sí. ¿Te sorprende?
Arthur no era en absoluto sexista, pero se dio cuenta de que esa era la impresión que había causado su pregunta.
—Bueno, no. Bueno, quizá un poco.
—¿Otro estereotipo? ¿Una idea preconcebida sobre el aspecto que debería tener una física?
—En realidad para mí es una idea concebida. Trabajo con muchos físicos y ninguno de ellos se parece a ti.
—¿Eres físico? —preguntó Claire, que contraatacó con la misma pregunta.
—Estudié química, pero trabajo en una empresa que se dedica a la física. Imanes de neodimio.
—Ah, física práctica. En el laboratorio de Modane nos dedicamos a la física teórica, la física de partículas.
—Decías que la semana pasada lo espiaste.
—Sí. Sabía su contraseña porque se la había visto introducir muchas veces. Es mi nombre, lo cual no es muy buena idea por motivos de seguridad, pero lo considero un gesto bonito. En fin, la cuestión es que entré en su cuenta de correo mientras estaba en una reunión e hice una búsqueda rápida de la otra mujer, pero no encontré a una mujer, sino a un hombre.
—Estoy seguro de que no has venido hasta aquí para decirme que tu novio es gay.
Claire no hizo caso del comentario.
—El hombre se llama Chatterjee, ¿te suena?
La respuesta fue negativa.
—Este tipo le reenvió un correo electrónico de otra persona cuyo nombre no recuerdo. El mensaje contenía tu nombre, dirección, número de teléfono, número de pasaporte y la matrícula de tu coche.
Arthur dejó la copa y la sonrisa desapareció de su cara.
—¿Qué más decía el mensaje?
—Hablo de memoria. Lo único que escribí fue tu nombre y dirección. Decía algo así como «existen motivos para creer que Arthur Malory ha emprendido la búsqueda del Grial a partir de la información obtenida de Andrew Holmes». No estoy segura de que ese fuera el nombre exacto.
—No pasa nada, sigue.
—El mensaje acababa con la frase: «Estamos siguiendo a Malory y nos ocuparemos de él cuando llegue el momento adecuado».
A pesar de que hacía calor en el comedor, Arthur sintió un escalofrío. Se sirvió más vino y tomó un trago.
—¿Le preguntaste a tu novio por el correo electrónico?
—¿Cómo iba a hacerlo? No tenía derecho a leerlo. Lo único que podía hacer era… No sé, vigilarlo, a falta de una palabra mejor. Reevaluarlo desde un punto de vista distinto. ¿Había algún aspecto de su vida que ignoraba? ¿Alguna afiliación?
—¿Había hablado alguna vez del Grial?
—No, nunca. Por lo que sé, ni siquiera le interesa la historia. Y tampoco es un hombre religioso.
—¿Es francés?
—No, italiano.
—¿Y ya está? ¿Solo recibió ese mensaje? —preguntó Arthur.
—Hace dos días Simone fue de compras y dejó el portátil en el piso. Volví a entrar en su cuenta de correo electrónico y vi que había recibido otro mensaje de ese tal Chatterjee y que estaba marcado como urgente. Cliqué en el mensaje, pero estaba codificado, solo se veían símbolos raros. Había que desencriptarlo, algo que yo no podía hacer, por lo que decidí volver a marcarlo como mensaje nuevo. Pero fui incapaz de dejar de pensar en el tema y te busqué en Google. Entonces vi que eras un buen hombre, que habías donado el tesoro, y me sentí con la obligación de advertirte.
Arthur se preguntó si Chatterjee era una de las «partes interesadas» de las que había hablado el hombre de la pistola.
—¿No te habría sido más fácil llamarme?
—Este tipo de noticias no se pueden dar por teléfono.
—Supongo que no le dijiste que venías a verme, ¿verdad?
—Claro que no. Discutimos por su comportamiento de los últimos días, algo que en apariencia no estaba relacionado con los mensajes de correo electrónico, aunque yo sabía que existía algún tipo de vínculo. Le dije que quería tomarme un descanso para ir a ver a mis padres a Toulouse. Me cogí unos días libres y vine aquí.
—Siento todo por lo que has pasado hoy.
—Bueno, no ha sido muy agradable. Pero ¿qué podíamos hacer?
En ese momento llegó el camarero con la comida.
—Nunca he estado en Modane —dijo Arthur cuando el camarero se fue.
—Es un pueblo muy pequeño, aislado, y al estar en los Alpes resulta bastante pintoresco. Está rodeado de cumbres cubiertas de nieve, incluso en verano. Pero el único motivo por el que vivo ahí es el laboratorio.
—Parece un lugar extraño para un laboratorio de física.
—No, al contrario, es el lugar perfecto. Un túnel de mil ochocientos metros atraviesa la montaña de Fréjus, situada entre Francia e Italia. El laboratorio está enterrado, cerca del centro del túnel, por lo que se halla aislado casi por completo y de forma natural de los rayos cósmicos, que son el principal enemigo en la búsqueda de las partículas subatómicas raras.
—¿Como los neutrinos? ¿Ese tipo de cosas?
—Sí —respondió Claire—. Exacto, ese tipo de cosas, muy bien.
—Como te he dicho, soy químico, pero Harp Industries se dedica a la física y de vez en cuando leo algunas de las revistas que recibe la empresa. ¿En qué estás especializada?
—¿Yo? En materia oscura. Simone y yo formamos parte del equipo EURECA, que está realizando un experimento para buscar materia oscura.
—He oído hablar del tema —dijo Arthur—, pero no me atrevería a decir que entiendo en qué consiste.
—En realidad, nadie sabe a ciencia cierta qué es la materia oscura, pero tal vez tenga la oportunidad de explicarlo en el futuro. No es un tema que se preste a charlas informales.
—Pero aún no la habéis encontrado, ¿no? —preguntó Arthur.
—No, pero confío en que obtendremos resultados dentro de poco.
—¿Y qué harás cuando lo logréis?
—Seguramente me emborracharé. Pero…
—Pero ¿qué?
—El problema con Simone lo complica todo. No sé cómo vamos a seguir trabajando juntos. Ni tan siquiera estoy segura de conocerlo.
—Ojalá pudiera darte algún consejo —dijo Arthur.
—Estoy segura de que se solucionará de un modo u otro. Cambiando de tema, me da la sensación de que la llamada a la policía no ha servido de gran cosa.
—No confío en ellos. Estoy involucrado en un asunto algo complejo.
—¿Tiene algo que ver con el Grial?
—Sí.
—¿Y el baúl también?
—Sí.
—Ya te he contado mi historia —dijo Claire—. ¿Me cuentas la tuya?