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Normandía, 1450

Veinte años era mucho tiempo, para muchos una vida entera en aquel mundo de guerras y asolado por la peste. Veinte años antes había sido un soldado en todo su esplendor: la espada, ligera como una pluma en la mano, la armadura, apenas una leve molestia. Veinte años antes había sido capitán del ejército de Enrique V, que consiguió una victoria tras otra contra los franceses en Caen, Cosne-sur Loire y Meaux, donde su amado rey había muerto de pleuresía a la trágica y joven edad de treinta y cinco años.

Ahora Thomas contaba cincuenta años, muchos más de los que jamás había creído poder alcanzar, y la armadura le pesaba como la yunta de un buey. Cuando montaba a caballo, lo hacía encorvado y no veía el momento de desmontar y pasar la noche en algún lugar seguro, a salvo de los arqueros del conde de Clermont.

Los días de los amos y los señores ingleses de Normandía se acercaban a su fin. Thomas lo sabía y había llegado a convencerse de que no podría hacer nada al respecto. Por motivos del todo incomprensibles, parecía que tal era la voluntad de Dios. Cuando era un soldado joven había ayudado a conseguir el premio de Normandía anunciado por la sensacional victoria contra los franceses en Agincourt ese soleado día de San Crispín. Pero ahora era, como caballero del reino y muy a su pesar, testigo del desenlace de todo aquello. Solo había transcurrido una semana desde la humillante derrota en Formigny, en la que cinco mil ingleses se enfrentaron a cinco mil franceses. Ese día Malory había comandado una gran compañía, pero debido a la mala suerte, a un mal emplazamiento y a la repentina aparición de refuerzos bretones, los ingleses se dispersaron y su comandante murió. Malory cargó con el peso de la ignominiosa derrota y, junto con unos cuantos soldados, encabezó un grupo de hombres heridos que, desangrándose y supurando pus a través de los vendajes de lino, intentaban llegar al santuario de Calais. Si sobrevivían, la marcha hacia el norte los conduciría a cruzar el canal y les permitiría volver a casa. Ya no les quedaba nada más que hacer en esa tierra. Caen y Cherburgo acabarían cayendo, y sus defensores ingleses, convertidos en chivos expiatorios. Y cuando también cayera Calais, habrían perdido toda Normandía.

Malory no habría vuelto a Francia de no ser por las súplicas de Richard Neville, el conde de Warwick, que aunque solo tenía veintitrés años era el señor de Malory y le debía lealtad. Cuando el joven rey, Enrique VI, le pidió a Neville que reuniera un nuevo ejército para repeler una ofensiva francesa en Normandía, el conde obligó a Malory a que regresara al servicio, lo arrancó de su cómoda y próspera vida como caballero y miembro del Parlamento y lo envió al reino de la pólvora, la sangre y la muerte.

El paje de Malory, otrora un joven rebosante de salud y ahora convertido en un hombre que padecía disentería crónica, señaló el cielo oscuro.

—Mirad, mi señor, humo de chimenea.

Malory se irguió en la silla. A pesar de todo, tenía buen porte: era un hombre alto, musculoso, que aunaba la complexión de un guerrero y la compostura y el intelecto de un caballero. La fatiga y las preocupaciones se reflejaban en su rostro, y su barba y su pelo habían perdido su agradable tono juvenil, pero aun así tenía un semblante amable, no belicoso.

—Deberíamos llegar al anochecer —dijo Malory. Se volvió en la silla y se dirigió a los hombres que lo seguían—: ¿Alguno de vosotros sabe cuál es el siguiente pueblo que nos aguarda?

—Maleoré —respondió uno de los hombres—. He estado allí antes. Hay agua. Está junto al río.

Al oírlo, Malory gruñó y se mordió la lengua. Su padre y sus tíos siempre habían dicho que Maleoré era el hogar de los Malory. Había decidido no revelar a sus hombres el incómodo hecho de que por sus venas corría sangre normanda. Después de cuatro siglos en Warwickshire, los Malory eran tan ingleses como cualquiera, pero no había ninguna razón para plantar las semillas de la duda sobre su lealtad. A pesar de que el rey reclamaba la propiedad de Normandía, él se sentía en tierra extranjera. Él era un hombre inglés.

El camino de Malory había empezado con una infancia privilegiada en Newbold Revel, una verdadera escuela de caballeros donde, en cuanto fue capaz de andar, lo sentaron sobre un poni y aprendió a montar agarrando las riendas con una mano y una pequeña espada de madera con la otra. A medida que fue creciendo le enseñaron latín y griego por las mañanas y caza y artes castrenses por la tarde. El capellán de la familia asumió la tarea de iniciarle en las prácticas religiosas. De su madre y su tía aprendió modales y a respetar y admirar a las mujeres. Su padre y sus tíos lo instruyeron en los principios de la vida caballeresca. Cuando por fin estuvo preparado para convertirse en paje, le habían inculcado las siguientes ideas: debía cuidar de sus tierras y sus aparceros, defender a las mujeres a cualquier precio, ser justo y clemente en sus relaciones, luchar contra la maldad protegiendo a la gente normal de la opresión, proteger su fe y su iglesia y por encima de todo proteger a su señor en la batalla con valor y con una devoción inquebrantable.

El joven Thomas maduró muy rápido. A los doce años ya era legalmente responsable de sus propias acciones. A los catorce podían convocarlo como hombre de armas, y eso fue lo que sucedió. En 1414, poco después de tan señalado cumpleaños, se incorporó al ejército de invasión de Normandía del rey Enrique V y de repente se encontró luchando por la conquista de Calais como escudero y lancero en el séquito de Enrique de Beauchamp, el antiguo conde de Warwick, en una campaña tras otra durante ese año y el siguiente. Aprendió lo que se sentía al matar a un hombre y al ver caer a sus camaradas en situaciones de gran violencia. Pero durante los interminables asedios también tuvo tiempo de llevar a cabo otro tipo de actividades, y además aprendió a leer francés.

En octubre de 1415 se encontraba en Agincourt, donde los arcos ingleses habían ganado una batalla contra las fuerzas francesas, superiores en número. Y al cabo de dos años se hallaba en Caen, uno de los últimos grandes bastiones de Normandía que tomaron los ingleses antes de sellar la victoria con el Tratado de Troyes. En Caen oyó hablar de la biblioteca de un noble que albergaba unos volúmenes excelsos que se estaban embalando para que el rey inglés pudiera disfrutar de ellos. A modo de recompensa por sus buenos servicios, el monarca ofreció a Malory la posibilidad de que eligiera cualquiera de los libros; fue entonces cuando Thomas se embriagó con el primer gran sorbo del rey Arturo, ya que pidió una copia bellamente ilustrada de Le Conte du Graal, de Chrétien de Troyes.

Una vez finalizada la guerra, Malory fue eximido de seguir prestando sus servicios en el ejército del rey. Regresó a Newbold Revel para ayudar a su padre con la gestión de las tierras, pero no disfrutó de la vida campestre durante mucho tiempo. Enseguida aprendió que un tratado no era más que un pedazo de papel y al cabo de poco estallaron de nuevo enfrentamientos en Normandía. Así que una vez más se equipó con la armadura y se unió a la contienda en tierras francesas. En esta ocasión, también al servicio de Beauchamp, fue nombrado capitán al mando de una compañía de lanceros, arqueros y hombres armados con hachas. Se encontraba en Cosne-sur-Loire cuando el rey murió, y permaneció al mando de la plaza de armas de Gisors mientras Beauchamp regresaba a Londres para asumir la tutela del nuevo rey infante, Enrique VI. Malory se hallaba en Ruán en la Nochebuena de 1430, cuando la joven guerrera campesina Juana de Arco fue entregada a los ingleses, vendida por diez mil libras tornesas por los borgoñeses que la habían capturado en la batalla.

Beauchamp le había pedido a Malory que lo acompañara a ver a la muchacha en su húmeda celda de la torre de Bouvreuil. Juana temblaba como un ratón con los grilletes, pero conservaba su porte orgulloso y desafiante. Otro noble inglés se hallaba presente, Humphrey Stafford, un joven arrogante que con el tiempo se convertiría en el conde de Buckingham. Esa noche Malory y el futuro duque de Buckingham se declararon enemigos.

—¿Cómo os están tratando, mademoiselle? —preguntó Beauchamp en francés a la prisionera.

Juana enmudeció de ira.

Beauchamp repitió la pregunta y esta vez resaltó su preocupación por su estado de salud.

—¡Vuestros malditos guardas son unos cerdos! —respondió ella—. Han tocado mi cuerpo con sus mugrientas manos. ¿Lo sabíais?

Su descaro hizo enfurecer a Stafford, que la increpó con un lenguaje sumamente ordinario, la llamó mentirosa y desenfundó su daga al aproximarse a ella. Malory apenas podía creer lo que estaba viendo y oyendo. En cualquier otra circunstancia habría sido intolerable ejercer cualquier tipo de violencia contra un prisionero encadenado, pero hacerlo contra una mujer era simplemente inconcebible. Se precipitó para interponerse entre Juana y el noble inglés, y cuando Stafford intentó apartarlo, Malory lo agarró de la muñeca y le golpeó en la mejilla con el dorso de la mano.

Obedeciendo las órdenes de Beauchamp, los guardas separaron a los hombres y Stafford se apartó, hecho una furia.

—Has hecho lo correcto y lo más honrado, Thomas —dijo Beauchamp mientras la joven lanzaba una mirada de agradecimiento al caballero—, pero debes saber una cosa: acabas de ganarte un poderoso enemigo. Y no es alguien cualquiera.

—¿Ah, sí? —preguntó Malory, sin resuello.

—Se dice que practica las artes oscuras.

—¿Qué tipo de artes oscuras?

—Alquimia.

Mientras se aproximaban a las afueras de Maleoré, el paje de Malory preguntó con aprensión:

—¿Opondrán resistencia?

—La mayoría de estos pueblos han enviado a sus hombres a la batalla contra nosotros. Supongo que solo encontraremos mujeres, niños y ancianos, pero lo averiguaremos dentro de poco. Debes estar preparado.

—¿Los quemaremos?

—Si nos tratan con justicia, nosotros haremos lo mismo. De poco sirve destruir un lugar como este. Nuestra misión consiste en llegar a Calais tan rápido como sea posible.

Entraron en la ciudad al anochecer. La calle estaba llena de surcos y desierta, salvo por un chico que, junto a la puerta de una casa, lanzó una mirada furibunda a la variopinta columna de Malory. Thomas encabezaba la compañía; lo seguía un pequeño contingente de soldados a caballo y, por último, los heridos que podían caminar y los camilleros. De pronto un brazo agarró al muchacho, lo arrastró al interior de la casa y cerró la puerta con fuerza.

—Manteneos en guardia —ordenó Thomas a los soldados.

Tomó la precaución de pedirle a su paje que le diera el escudo; lucía su emblema: un cheurón negro sobre un forro de armiño marrón.

A la derecha, cada cien pasos más o menos, unos callejones estrechos conducían al oscuro río. De aquellas callejuelas manaban unos olores fétidos, y el suave murmullo del agua llegaba hasta los visitantes.

—¿Dónde nos detendremos? —preguntó su paje, quejumbroso.

—Aquí no —respondió Malory—. Estas míseras casas no nos proporcionarán cobijo. Debemos buscar un refugio mejor. Tiene que haber una casa solariega.

Al cabo de poco, en lo alto de una loma que dominaba la ciudad, vio una gran casa con una buena vista de las tierras colindantes y el río. A pesar de las pocas horas de sol que quedaban, encontraron el camino que ascendía a la colina. Malory ordenó a sus hombres que se detuvieran en la planicie de hierba que se extendía frente a la gran puerta de roble de la casa. Al igual que la mayoría de las grandes casas de la región, esta había sido concebida como una estructura de defensa: tenía pocas ventanas, que además eran estrechas, y disponía de aberturas para los arqueros. Malory buscó alguna señal de vida, pero no había ganado suelto y la casa estaba a oscuras. Dirigió la mirada hacia los terraplenes, pero estaban vacíos. Empezó a llover.

—¿Queréis desmontar, mi señor? —preguntó el paje.

—Sí.

El paje cogió un escalón que colgaba del caballo de carga y agarró las riendas de Malory mientras el caballero deslizaba la pierna por encima de la silla.

Entonces se oyó un sonido.

Malory se dio cuenta y contuvo la respiración. Era el susurro inconfundible de la muerte atravesando el aire.

La flecha alcanzó al paje en el espacio entre los ojos y la nariz, se hundió hasta lo más profundo de su cráneo y lo mató al instante.

Antes de que Malory pudiera pronunciar la primera orden oyó un aullido en el interior de la casa.

Non! —gritó un hombre.

—¡Replegaos! —bramó Malory bajándose la visera del yelmo—. ¡Fuera del alcance de los arqueros! ¡Rápido! ¡Formad una línea bien espaciada!

Se oyeron voces en la casa y luego otro aullido que les heló la sangre. Los arqueros de Malory bajaron los arcos. Entonces se abrió la puerta lentamente.

—¡Esperad mi orden! —gritó Malory a sus hombres.

Alguien lanzó el cuerpo de un joven de la misma edad que el paje frente a la puerta, y el cadáver cayó al suelo en una postura imposible.

—He dado muerte a este desgraciado —dijo un hombre en francés a través de la rendija—. Le había pedido que no lanzara la flecha. Voy a salir para que podáis verme.

—¡No disparéis! —ordenó Malory, que se volvió para asegurarse de que sus arqueros lo entendían.

Un hombre mayor apareció con una antorcha que iluminaba su demacrado rostro. Iba vestido con una bata holgada. No llevaba espada en la mano ni en el cinto.

—Ingleses —dijo el hombre—, soy el barón Maleoré. Este sirviente no me ha obedecido y ahora está muerto. ¿Dio la flecha en el blanco?

—¡Mi paje ha muerto! —bramó Malory en francés.

—Mil disculpas —gritó el barón—. A pesar de que somos enemigos, este acto supone una ignominiosa deshonra para mí.

—No hemos venido a vuestro pueblo para atacaros, pero me vengaré por la muerte de este muchacho —afirmó Malory.

—Os suplico perdón, caballero —imploró el barón—. Permitidme que dé de comer a vuestros hombres y que os proporcione cobijo. Bebamos y hablemos como hombres, y por la mañana podréis tomar la decisión que más os plazca.

El gran salón estaba casi desnudo. Había sillas tapizadas cerca de la chimenea, unas cuantas alfombras en el suelo y algunos aparadores y armarios junto a las paredes de piedra. Al lado de la chimenea había un montón de madera formado por trozos de muebles rotos. Malory lo entendió todo. La guerra había hecho estragos. El barón solo disponía de unos cuantos hombres sanos, por lo que las reservas de madera habían menguado y se había visto obligado a quemar sus posesiones.

Los hombres de Malory se acomodaron en el suelo del salón. Algunos gruñían de dolor, otros dieron gracias por pasar la noche a resguardo de la lluvia.

—¿Tenéis miel para las heridas? —le preguntó Malory al barón.

—Tal vez un poco. Os daré lo que tengamos.

—¿Y sábanas de lino para vendarlas?

—Mis hijas y sobrinas cortarán las sábanas y atenderán a los hombres tan bien como puedan. Acercaos al fuego, por favor.

El barón llamó al criado para que les sirviera vino.

Malory buscó instintivamente a su paje para que lo ayudara a quitarse la armadura y recordó que en esos momentos le estaban dando sepultura.

El sirviente del barón asistió a Malory, quien, una vez que se hubo quitado el peso de la armadura, tomó asiento y bebió de su copa.

—¿Cómo se llamaba vuestro paje? —preguntó el barón.

—John. Era el hijo de un amigo muy preciado que vive no muy lejos de mis tierras.

—Los designios del Señor son inescrutables —dijo el anciano—. Mi arquero se llamaba Jean. Un Jean por un John. ¿Podríais decirme vuestro nombre, monsieur?

—Soy sir Thomas Malory.

El anciano abrió los ojos como platos y dejó la copa de vino. Repitió el nombre lentamente, imitando la pronunciación inglesa.

—Maleoré —dijo entonces, con la pronunciación francesa.

Malory asintió con un gesto de la cabeza.

—Soy de ascendencia normanda, barón. Según la tradición familiar, nuestros antepasados provenían de esta región, acaso también de este pueblo. En antiguas campañas en tierras normandas no tuve la oportunidad de detenerme aquí, pero ahora sí.

Al barón se le crispó el gesto.

—Antes de continuar, debo haceros una pregunta: ¿poseéis la costilla Maleoré?

Malory sonrió y se tocó el costado, por encima del hígado.

—¿Queréis comprobarlo vos mismo?

El barón se levantó un instante, confundido y emocionado. Malory no sabía cuál de las dos emociones era superior a la otra. Entonces se sentó de nuevo.

—¡Dios mío! ¡Un milagro! —exclamó—. Somos parientes, y sin embargo…

Malory acabó la frase.

—… somos enemigos.

Tras ellos las mujeres de la casa atendían a los heridos y los inexpresivos sirvientes del barón habían empezado a sacar bandejas de pan y queso para los hambrientos soldados.

El barón giró la cabeza al oír el grito de un hombre al que una mujer afable le estaba cambiando el vendaje sucio.

—Mi hija, Marie, es la más habilidosa de la familia. Cuando mi hijo mediano, Phillipe, volvió de París con una herida infectada después de que una bala de cañón inglesa le arrancara la pierna, fue Marie quien cuidó de él el poco tiempo que sobrevivió.

—Lo lamento —dijo Malory—. ¿Y vuestros otros hijos?

El barón lanzó un suspiro.

—No lo sé. Tal vez hayan muerto. Tal vez sean prisioneros. Tal vez sigan luchando. Decidme, Thomas Malory, ¿qué haréis mañana con nosotros?

Malory fijó la mirada en la hoguera.

—No lo sé.

El barón se inclinó hacia delante.

—Si os muestro algo asombroso que concierne a los Maleoré y, por lo tanto, a vos, ¿tendréis piedad de mí y de mi pueblo?

—Depende de lo asombroso que sea, barón —respondió Malory con una carcajada.

—Está relacionado con el Grial de Jesucristo.

Malory logró contener las ganas de decir lo que pensaba. Las fábulas sobre el Grial abundaban. Si tuviera una moneda por cada una, no podría cargar con la faltriquera.

—Si lo que veo me impresiona, tal vez también aplaque mi ira y cambie mis intenciones.

—Pues lo haremos por la mañana. Me llevará un tiempo sacar el pergamino del escondite. Mientras tanto, mi sirviente os ha preparado una cama, la única que tiene sábanas.

Malory se sintió culpable por dormir en una cómoda cama mientras sus hombres lo hacían en el suelo de piedra. La última imagen que le vino a la cabeza antes de dormirse fue la de su paje muerto y tendido en el suelo. Sin embargo, no sería la última vez que pensaría en la muerte durante la noche. Un antiguo sueño lo asaltó. Se encontraba en la plaza del mercado de Ruán en una mañana con un sol rutilante. Era el mes de mayo. 1430. Estaba entre la multitud de ingleses que abucheaban mientras Leparmentier, el verdugo desdentado, ceñía las cuerdas que ataban a Juana de Arco a la estaca. Aquel día Malory pasó desapercibido entre la muchedumbre, pero en el sueño Juana de Arco siempre lo miraba a los ojos sin parpadear mientras las llamas se alzaban a la altura del pecho. Era una mirada sin ira, sin miedo, sin sufrimiento. Se decía que en el momento de su muerte una paloma blanca surgió de las llamas y echó a volar. A decir verdad, nadie había visto nada parecido, pero en su sueño la paloma estaba ahí y daba tres vueltas en círculo antes de alzarse hacia el cielo.

Por la mañana el sirviente del barón ayudó a Malory a vestirse. Sus hombres parecían satisfechos y bien alimentados. Solo uno había fallecido durante la noche a causa de las heridas. El barón, ataviado con unas vestiduras más formales que el día anterior, esperaba a Malory junto a la chimenea.

—Venid, comed y bebed un poco —dijo el barón señalando una bandeja.

—Mostradme el pergamino. Debo tomar una decisión y quiero reemprender la marcha cuanto antes.

—¿Hacia Calais?

—No os lo diré.

—Ah, es secreto, entiendo. Sin embargo, algunos de vuestros hombres han hablado a las enfermeras de la derrota que habéis sufrido en Formigny y de la posterior retirada. No puedo decir que no me alegre de que nuestras tierras hayan regresado a manos de nuestro rey. Sería una verdadera lástima que instigarais un último ataque violento contra nuestro pobre poblado. Espero que el pergamino os haga cambiar de opinión.

Entonces entregó a Malory un antiguo documento de papel de vitela; llevaba tanto tiempo enrollado que no necesitaba lazo o sello para conservar la forma. Con los años se había teñido de un color naranja oscuro. Cuando lo hubo desenrollado, tuvo que sujetar cada extremo con firmeza para impedir que se enrollara de nuevo.

Malory se colocó de espaldas a la hoguera para que las llamas iluminaran el documento. Habían pasado solo unos instantes cuando estalló, frustrado.

—¡No entiendo nada! ¿En qué idioma está escrito?

—Es celta. Creía que los ingleses podíais leer vuestras propias lenguas antiguas.

—Pues lamento deciros que no es así. Tendréis que traducirme qué dice.

El barón parecía alarmado.

—Sé a qué hace referencia porque se trata de un pergamino que ha pasado en mi familia de generación en generación por vía oral, pero yo tampoco soy capaz de leerlo.

Malory dejó que el pergamino se enrollara.

—Entonces no tengo nada más que hacer aquí. Vuestra leyenda oral carece de la menor importancia. Vuestra hospitalidad ha sido admirable, pero no habéis logrado saciar mis ansias de justicia. Vuestra casa está a salvo, pero quemaré el poblado.

—¡Esperad! ¡Por favor! —gritó el barón con desesperación. Se volvió hacia los soldados que había en el gran salón y se dirigió a ellos en inglés como buenamente pudo—: Os lo ruego, hombres de armas, ¿hay alguien entre vosotros que sepa leer la antigua lengua de los celtas?

El silencio inundó el salón.

Entonces se oyó una voz débil al final de la estancia.

—Yo sé.

—¡Poneos en pie! —ordenó Malory.

—No puedo.

Malory y el barón buscaron al hombre y lo encontraron sobre un lecho de paja. Llevaba un vendaje que le cubría el vientre, y a pesar de que era nuevo ya habían aparecido las primeras manchas de sangre. Vestía ropa de lancero.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Malory.

—Godfrey, mi señor.

—¿De dónde eres?

—Soy de Cornualles —respondió el hombre con voz débil—, de Penryn.

—¿Cómo te hirieron?

—Una espada francesa. Creo que voy a morir, mi señor.

—Eso solo Dios lo sabe.

—No quiero discutir con un caballero, pero estoy convencido de que no volveré a ver Penryn.

—Ya lo veremos —dijo Malory—. ¿Por qué sabes leer la lengua de los celtas?

—Antes de convertirme en soldado fui novicio en Saint Michael’s Mount, en Bodmin. Aprendí latín. Y las antiguas oraciones celtas. Puedo intentar leer lo que me ordenéis, si con ello os satisfago.

—Dime, Godfrey de Penryn, ¿por qué abandonaste el monasterio?

—Me expulsaron por fornicador, mi señor.

Malory reprimió una sonrisa y le tendió el pergamino. El barón pidió una vela para que el soldado pudiera leer mejor. Godfrey lo desenrolló y empezó a examinarlo.

—Tal vez no entienda todas las palabras, mi señor, pero sí la mayoría. Puedo leerlo.

—Adelante —le ordenó Malory—. Tradúcelo a medida que leas, pero hazlo en voz baja para que no te oiga nadie más.

Godfrey empezó, con voz baja pero clara.

—«Yo, Gwydre hijo de Arthwyr, que gobierna a los britanos como su rey, ofrezco de este modo a Dios mi testimonio fiel y completo. He sido herido de gravedad. Moriré antes de que pueda regresar a casa y deseo ser enterrado en el castillo Maleoré, donde nació mi padre. Mis huesos serán testigos de mi noble nacimiento. Aquellos que los examinen encontrarán mis costillas reales, que suman dos más que las del resto de los mortales y ascienden al mismo número que las del rey Arthwyr. Seguí las órdenes de mi padre y partí hacia tierras extranjeras, como el caballero Gwalchavad hizo antes que yo. Él no pudo traer a casa el Grial de Cristo, y tampoco he podido yo por culpa de la traición. Sin embargo, llegué a verlo con mis propios ojos y por tanto sé que las palabras grabadas en la espada de mi padre son ciertas. No viviré para ver de nuevo al rey y tal vez él no viva para ver el Grial. Rezo para que mi hermano Cyngen lo encuentre. Si no lo consigue, dejo este pergamino para los herederos de Arthwyr. Espero que alguien lo halle si así lo quiere el Señor. Para encontrar el Grial primero hay que encontrar la espada de Arthwyr escondida en el castillo de Tintagel, que fue el castillo de Uther Pendragon, padre de Arthwyr. Arthwyr la enterró en lo más profundo de una gran cueva marina, cerca del signo de la cruz. Que un hombre noble, digno y de sangre real encuentre la espada, y con ella el Grial. Que Dios así lo quiera».

A medida que Godfrey leía el pergamino, el barón asentía con movimientos enérgicos, como si recordara la leyenda que le habían contado de pequeño. Malory, por su parte, permaneció inmóvil como una estatua junto al soldado herido.

Cuando Godfrey acabó, Malory le cogió el pergamino de las manos.

—No quiero que hables jamás de esto. ¿Lo entiendes? —le preguntó.

—Al igual que Gwydre, yo también estoy a punto de morir, mi señor —dijo Godfrey con un deje de dolor—. Mi lengua guardará silencio hasta la eternidad.

Malory asintió y le cogió la mano en un gesto de gratitud. Entonces el barón y él se retiraron hasta la chimenea, y Malory arrojó el pergamino a las llamas, gesto que consternó al barón.

—Pero ¿por qué? —preguntó el anciano.

—Nadie más debe verlo. El hombre al que esperaba Gwydre ha llegado. Soy yo. Por mis venas y las vuestras fluye la sangre de un rey, y no uno cualquiera. ¡Quién lo iba a decir! ¡Arturo, el mayor de todos los reyes! ¿Lo sabíais?

El barón asintió con solemnidad.

—Decidme —se apresuró a añadir Malory—, ¿alguno de vuestros antepasados emprendió el viaje para encontrar la espada?

—No que yo sepa. Si existe, se encuentra en la extraña y lejana tierra de nuestros enemigos. Si algún Maleoré lo hubiera intentado, creo que habría fracasado.

—Es mi tierra —dijo Malory—. Para mí no es extraña ni desconocida. No fracasaré. Dios quiera que pueda encontrar la espada y, con ella, el Grial. Será mi búsqueda, como las que emprendieron los antiguos caballeros que lo intentaron antes que yo. —Cogió al anciano de la mano y dijo—: Ahora nos iremos, barón. Voy a tener piedad de vos y de vuestro poblado. Espero que vuestros hijos regresen pronto. Me marcho en paz.

Al anciano se le empañaron los ojos.

—El destino nos ha unido, caballero, y rezaré con todas las fibras de mi cuerpo para que tengáis éxito en vuestra búsqueda, para mayor grandeza de los Maleoré y para mayor grandeza de Dios.