Arthur salió al jardín con una taza de té y una libreta para disfrutar del sol. Desde que se había despertado, ya sin empleo, las palabras de Sandy Marina no habían parado de resonar en su cabeza: «Lo que necesitamos es un caballero que monte en su caballo y emprenda una verdadera búsqueda del Grial. Un Galahad moderno».
Ahora disponía del tiempo necesario para ponerse manos a la obra. El temporal del tesoro ya había amainado. El presupuesto de su antiguo departamento había dejado de ser una preocupación. Su economía personal disponía de un buen cojín gracias a la indemnización. Y vivía con los nervios crispados mientras esperaba a que el hombre de la pistola reapareciera en su vida.
El Grial iba a monopolizar toda su atención.
Anotó dos cosas en la libreta: «12 de marzo» y «Montserrat».
Tenía que averiguar adónde había ido Holmes el 12 de marzo. Había hablado con el grupo para saber si les había comentado algo sobre su destino ese día (una biblioteca, un museo, un archivo), pero fue en vano. Entonces se le ocurrió que Holmes tal vez le hubiera dicho algo a algún profesor de la facultad de Oxford o del Corpus Christi. Debía recopilar una lista de nombres. Luego estaban los amigos de Ann. Quién sabía, cabía la posibilidad de que su mujer lo hubiera acompañado ese día y se lo hubiera contado a alguna de sus amistades.
Después estaba Montserrat; no era una de las principales prioridades, pero no le costaba nada enviarle una carta al abad para informarle de la prematura muerte de Holmes y para pedirle permiso para examinar de nuevo la carta del siglo XII que constaba en su archivo.
Empezó a hacer llamadas. La secretaria de Holmes accedió a enviarle por correo electrónico los números de contacto de Oxford. El director del laboratorio de microbiología de Ann tuvo la amabilidad de ponerlo en contacto con su mejor amiga en el trabajo y, tras una charla desgarradora que no arrojó ningún tipo de luz sobre el 12 de marzo, le envió una lista de otros amigos para que los llamara.
Al cabo de un par de horas de llamadas muy poco productivas, levantó el campamento del jardín, lavó la taza y subió al segundo piso para ponerse ropa de deporte y salir a correr un poco para despejarse.
Unos cuantos coches en la calle contaminaban el aire primaveral. Tras lanzar una fugaz mirada a ambos lados se convenció de que los paparazzi habían dejado de acosarlo.
Empezó a correr mirando de vez en cuando hacia atrás, en busca de algún fotógrafo o de alguien más siniestro. Durante el trayecto se cruzó con varias madres empujando un cochecito de bebé que se fijaron en sus piernas desnudas y le lanzaron una sonrisa maliciosa. Al cabo de veinte minutos había recorrido un buen trecho de London Road en su circuito gigante alrededor de la ciudad. El ejercicio constante lo sumió en un estado de contemplación.
Respiraba rítmicamente, apoyaba de forma suave el pie, del talón hasta la punta, intentando no hacer caso de las punzadas de dolor que sentía en la caja torácica. Volvió a pensar en Holmes. Aún le costaba hacerse a la idea de que su excéntrico amigo hubiera muerto.
Volvió a revivir lo acontecido aquella noche. Llegó a casa de Holmes, le dio el regalo a Ann, oyó que tendría que esperar hasta después de la cena para saber en qué consistía el gran descubrimiento de Holmes, cogieron el coche para ir al restaurante, dieron media vuelta de forma brusca, volvieron a casa, el intruso, el caos. La noche se repetía en bucle a cada kilómetro que corría. Y en la tercera repetición, mientras avanzaba por Murdoch Road, a punto ya de finalizar el circuito, empezó a pensar en el trayecto en coche al restaurante y en los comentarios maliciosos sobre el GPS de Holmes.
¡El GPS!
Holmes era incapaz de orientarse sin su navegador por satélite. Si el 12 de marzo había ido en coche a algún sitio, ¡la dirección tenía que constar en el TomTom!
Esprintó el último medio kilómetro y cuando llegó a casa se quitó las zapatillas y bebió un vaso de agua del grifo de un trago.
Aún con la respiración entrecortada, llamó a la secretaria de Holmes y le preguntó si sabía qué había sucedido con el coche del profesor.
—Yo también lo he pensado —dijo—. No ha llamado nadie para interesarse por él. Una semana después del incendio, fui a casa del profesor con una de las chicas del departamento, ya sabe, para dejar un ramo de flores, y vimos el coche en la acera, un poco abollado. Nos preguntamos si los bomberos lo habían apartado del camino de la casa la noche en cuestión.
—¿Tenía otro par de llaves en el despacho?
—Sí. Era muy olvidadizo, no con su trabajo, sino con cosas como las llaves, por eso me aseguré de que siempre tuviera otro juego a mano.
—¿Podría pasar a buscarlas? Creo que esa noche olvidé algo importante en el coche del profesor.
Arthur no había querido volver a la casa de Holmes, pero el regreso fue mucho menos traumático de lo que había imaginado, y ello gracias al hecho de que habían retirado todos los escombros. Era difícil que la mancha negra del incendio y el jardín arrasado por la maquinaria pesada despertaran algún tipo de emoción en él.
El coche seguía aparcado en la acera, ligeramente torcido y con una abolladura en la puerta del acompañante, cortesía del cuerpo de bomberos. Arthur miró a su alrededor por si había algún vecino y, tras comprobar que no lo observaba nadie, abrió la puerta del conductor.
El TomTom se encontraba en su soporte y se encendió cuando introdujo la llave en el contacto. La lista de destinos era larga y parecía seguir un orden cronológico, pero no había forma de saber cuál de aquellos lugares había visitado Holmes el 12 de marzo, y eso suponiendo que hubiera ido en coche. Sacó una libreta pequeña y empezó a tomar nota de la lista completa de destinos almacenada en la memoria del aparato.
Una vez de vuelta en casa, Arthur se sentó en el sofá con el portátil. La mayoría de las direcciones eran de Oxfordshire y Londres, salvo alguna de Cumbria, Warwickshire, Escocia, Gales y Devon. Encontró una página web que le permitía averiguar quién vivía en determinada dirección y se puso manos a la obra.
Al principio no pudo reprimir la risa. Algunos de los destinos eran lugares que Holmes había frecuentado durante décadas, incluyendo su propio despacho y sus pubes favoritos. Ann tenía razón: Andrew no tenía ningún sentido de la orientación. Las direcciones de Londres eran principalmente restaurantes y aparcamientos. Una resultó ser la del abogado de Holmes, cuyo ayudante le dijo a Arthur que el profesor no había concertado ninguna cita el 12 de marzo. Una dirección del código postal NW1 correspondía a Christopher Westley, un nombre que no reconoció. Marcó el número y averiguó que era el sobrino de Holmes, un joven que lo mantuvo un buen rato al teléfono con recuerdos de su tío.
Los números de Devon y Cumbria pertenecían a pequeños hoteles y Bed and Breakfast. Arthur se vio obligado a echar mano de sus mejores dotes de persuasión para convencer a los propietarios de los establecimientos de la importancia del asunto y al final logró que le confirmaran que Holmes no se había alojado en ninguno de ellos en los últimos tiempos.
La dirección de Warwickshire era el número 6 de Miller’s Lane, Monks Kirby. El nombre que apareció en los resultados de la página web le cortó la respiración.
Elizabeth Malory.
Una Malory. De Warwickshire. El antiguo condado de sir Thomas Malory.
Se levantó y subió corriendo las escaleras hasta el armario de la habitación de invitados en el que guardaba las cajas con las pertenencias de su padre. Al cabo de unos minutos estaba hojeando la vieja agenda de su padre, llena de Malorys. Pero no había ninguna Elizabeth Malory, y tampoco había ningún Malory en Monks Kirby.
Bajó de nuevo, marcó el número de teléfono que salía en la página web, y aguardó mientras sonaban los tonos de llamada. Estaba a punto de rendirse cuando una débil voz anciana respondió repitiendo el número, una vieja costumbre que recordaba de su juventud.
—Ah, hola —dijo Arthur—. Siento mucho molestarla. ¿Hablo con Elizabeth Malory?
—Sí, soy yo.
—Me llamo Arthur Malory, como usted, pero no la llamaba por ese motivo.
—¿Es usted el joven que apareció en los periódicos? ¿El que donó un tesoro al Museo Británico?
—Sí, soy yo.
—Vaya, pues fue un gesto maravilloso. En ese momento me pregunté si tendríamos algún tipo de parentesco, pero al final no comprobé la genealogía. Debería haberlo hecho.
—Sé que voy a hacerle una pregunta extraña, pero ¿por casualidad conocía al profesor Andrew Holmes de la Universidad de Oxford?
—Oh, por supuesto. Vino a verme hace poco. Déjeme echar un vistazo al calendario. Sí, aquí está. Vino a Monks Kirby el 12 de marzo.
Arthur se imaginó a Holmes anotando la visita en su calendario con una sonrisa. BG. Búsqueda del Grial.
Monks Kirby era un bonito pueblo de Warwickshire, un puntito en el mapa con una población de menos de quinientas personas. Arthur había pasado por allí cerca en otras ocasiones, estaba seguro, pero nunca había atravesado el pueblo. Newbold Revel se encontraba muy cerca. Ningún descendiente de sir Thomas Malory que se preciara habría evitado una visita a Newbold Revel, el antiguo hogar del caballero, aunque en la actualidad era la sede de la Escuela de Formación de Funcionarios de Prisiones.
Durante la visita que había realizado unos años antes, Arthur había logrado concertar una entrevista con el director del Museo de los Servicios de Prisiones, ubicado en los terrenos de la escuela. Cuando comentó su vínculo histórico con Thomas Malory, el director le puso la alfombra roja y le hizo una visita guiada de la casa señorial. En su exterior, la mansión no ofrecía ninguna pista sobre su pasado, la casa del siglo XV que Thomas Malory había conocido. La habían reconstruido en varias ocasiones, en especial durante la época victoriana, cuando se le añadieron las elaboradas cornisas y las balaustradas. Pero el director del museo le mostró los salones de la escuela y las alas donde se encontraban las aulas, así como las antiguas chimeneas dispuestas en forma de H simétrica. El director, por supuesto, no pudo ahorrarse el comentario sobre la ironía de la historia, ya que el hogar de la infancia del caballero, que tantos años había pasado en las cárceles del rey escribiendo La muerte de Arturo, era ahora una joya de la corona del moderno sistema penitenciario del país.
Elizabeth Malory vivía en una finca aislada de Miller’s Lane, no muy lejos de la iglesia de St. Edith. Arthur bajó del Land Rover y estiró los brazos mientras admiraba la amplia construcción de estilo Tudor, con el techo de paja, el enlucido pintado de rosa y las oscuras vigas a la vista, casi negras debido al paso del tiempo. De la chimenea salía un humo de madera aromática que creaba una mezcla perfecta con el olor a flores que impregnaba el aire. El cobertizo del jardín tenía un alero que protegía un montón de leña. Había rosales perfectamente podados dispuestos como centinelas a lo largo del camino que conducía a la puerta de entrada y en torno a la casa. Se arrepintió de no haber ido en verano; el jardín, en su momento de máximo esplendor, debía de ser un mar de colores brillantes.
La mujer que apareció en la puerta era el vivo reflejo de la voz que había oído por teléfono: frágil, mayor y formal. Lucía un vestido con motivos florales y una chaqueta fina de punto mal abrochada: los botones y los ojales no estaban bien alineados. Durante la visita, Arthur se debatió ante un dilema: por un lado no quería decirle que la llevaba mal abrochada por miedo a avergonzarla, pero por otro lado no quería que la anciana se sintiera mal al descubrirlo cuando él se hubiera ido. Al final decidió guardárselo para sí.
La chimenea de la sala de estar calentaba toda la estancia, pero aun así la mujer tenía un pequeño calefactor junto a un sillón desgastado. La casa no tenía calefacción central, pero Elizabeth Malory parecía una mujer dura y resistente y así lo demostró: primero echó más leña al fuego y luego fue a preparar el té y las galletas.
—Tengo ochenta y tres años —le dijo mientras tomaban el té—. ¡Adivine cuánto tiempo he vivido en esta casa!
Arthur fue educado y dio una respuesta.
—No, un poco más —replicó la mujer—. ¡Ochenta y tres años! Nací en el comedor. Justo ahí. No sé por qué no permitieron que mi pobre madre me diera a luz en la cama. Supongo que arriba hacía demasiado frío.
»Hace años investigué a nuestros antepasados, o más bien debería decir que fue mi padre quien merece gran parte del mérito de la investigación —explicó la anciana—. Y es un placer decirle que somos parientes y que ambos descendemos de sir Thomas Malory.
La mujer le ofreció una lúcida explicación, pero el solitario ojal desviaba la atención de Arthur. Era una anciana espabilada que conservaba todas las facultades. De acuerdo con la información que recitó, Thomas Malory se casó con una mujer llamada Elizabeth, tal vez Elizabeth Walsh de Wanlip, en la década de 1440, cuando lo nombraron caballero. Tuvieron dos hijos, Thomas y Robert, y fue este último quien transmitió la línea de sangre, ya que Thomas murió cuando era un niño. Robert Malory se casó con otra Elizabeth, que dio a luz a Nicholas, quien a su vez se casó con Katherine Kyngston.
—Nicholas se convirtió en señor de Newbold Revel, Winwick y Swinford —dijo la mujer—. Como sabrá, de acuerdo con la genealogía oficial, Nicholas solo engendró dos hijas y la línea de sangre de sir Thomas Malory se extinguió antes del siglo XVI.
—Pero eso no es cierto, ¿verdad? —preguntó Arthur.
—No. De lo contrario no estaríamos disfrutando de este té, ¿no cree? —respondió ella con una sonrisa—. La Iglesia era la encargada de mantener los registros de nacimiento, y a principios de 1600 un incendio en la parroquia de Winwick destruyó los archivos.
Arthur asintió.
—Pero en 1930 —añadió el joven— un investigador de Leeds encontró unos registros de matrimonio en Coventry según los cuales Nicholas también tuvo un hijo: John Malory.
—Ese es su linaje —dijo la anciana, que agregó con alegría—: El mío procede de otro hijo, Thomas. Mire, Arthur, mi padre era una especie de genealogista e investigó e investigó hasta que descubrió la existencia de Thomas. Siempre habíamos sospechado que por nuestras venas corría la sangre de los caballeros, y es un orgullo decir que mi padre logró demostrarlo. Sin embargo, debo añadir que siempre le irritaron sobremanera las afirmaciones realizadas por algunos estudiosos en cuanto a que en determinada época sir Thomas Malory se comportó más como un bandido que como un caballero. Algunos dicen que fue un ladrón e incluso un violador. Y llegó a pasar muchos años en la cárcel. ¿Qué opina de ello?
—Me niego a aceptar que fuera un vulgar criminal —dijo Arthur, tajante—, eso habría ido en contra de sus principios de caballero. Creo que existen opiniones alternativas. Era un hombre con enemigos, en especial el duque de Buckingham. Tal vez esos enemigos tuvieran motivos para meterlo entre rejas.
—Bueno, no cabe la menor duda de que tuvo una vida ajetreada.
Arthur se mostró de acuerdo.
—De modo que hay toda una rama del árbol genealógico cuya existencia desconocía. —Se levantó y le dio un beso en la mejilla—. Hola, prima.
A la anciana le encantó el gesto y a pesar de su edad se sonrojó como una joven ingenua.
—Nunca me he casado —dijo la mujer—, por lo que me temo que mi línea de sangre morirá conmigo. Pero su caso es distinto. ¿Me permite que le pregunte si está casado?
—No lo estoy.
—Bueno, es joven. Tiene tiempo de sobra. ¿Más té?
Arthur levantó la taza y la mujer le sirvió. Se fijó en el leve temblor del brazo y ella misma le confesó que eran los síntomas iniciales del Parkinson.
—El matasanos del pueblo quiere que tome pastillas, pero no creo en esas cosas. Cuando empiezas con esos medicamentos es como si confirmaras una profecía que acaba haciéndose realidad por su propio peso, ¿no cree? —Se sentó en el sillón y prosiguió—: Me alegro mucho de haberlo conocido, Arthur. Cuando leí en el periódico lo que había hecho, me imaginé que era un joven excepcional, pero ahora he podido comprobarlo por mí misma.
—Gracias. Para mí ha sido un gran placer conocer a una pariente, más aún siendo de una rama de la familia cuya existencia ignoraba. —No estaba impaciente, pero se animó a preguntarle—: ¿Podría decirme cómo se conocieron el profesor Holmes y usted? ¿Fue él quien se puso en contacto con usted, o sucedió al revés?
La anciana tenía una carta con el membrete de Oxford y se la mostró.
Estimada señora Malory:
Permítame que me presente, soy Andrew Holmes, profesor de historia medieval en Oxford. He emprendido la tarea de ponerme en contacto con el mayor número posible de descendientes de sir Thomas Malory, el caballero del siglo XV que escribió la obra fundamental del rey Arturo, La muerte de Arturo. Soy consciente de que estoy dando palos de ciego, pero si por casualidad es usted descendiente del autor o sabe de la existencia de algún documento o manuscrito que pertenezca a su familia y esté relacionado con sir Thomas que no haya visto la luz antes, le agradecería que se pusiera en contacto conmigo. Estoy escribiendo un libro sobre Malory y cualquier revelación o material nuevo sería maná del cielo.
Atentamente,
Profesor ANDREW HOLMES
Arthur dejó la carta con los ojos empañados.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó la mujer.
—Sí, estoy bien. No sé si lo vio en las noticias, pero el profesor Holmes fue asesinado el mes pasado.
—¡Dios mío! —exclamó la mujer—. Qué horror. ¿Cómo sucedió?
—Entraron a robarle en casa. Fue algo horrible. En fin, la cuestión es que estoy intentando recomponer los fragmentos de su investigación. Siento que estoy en deuda con él y que debo completar su última obra.
—Sí, por supuesto. Era un hombre adorable.
—Deduzco que respondió a su carta.
—Sí, lo llamé de inmediato.
—¿Poseía documentos relevantes?
—Así es. Tenía un baúl en el desván. ¿Quiere saber en qué consistían?
De pequeña siempre se había sentido fascinada por el viejo baúl. Si el desván no la hubiera asustado tanto, con sus abejas, sus excrementos de ratón, el polvo y las aterradoras sombras, tal vez habría jugado más con todo lo que albergaba. Había candelabros y bandejas de plata, prendas viejas de ropa, una o dos biblias antiguas y un fajo de documentos atados con un lazo. Su padre siempre había dicho que el baúl había ido pasando de generación en generación, de Malory a Malory, y que contenía recuerdos del ilustre pasado familiar. Hacía muchos años que no lo examinaba. De hecho, ya no podía subir por la escalera desplegable. La única vez que había deshecho el lazo para inspeccionar los papeles había sido medio siglo atrás, cuando falleció su padre y tuvo que tasar su herencia. Le costó descifrar la mayoría de los documentos, estaban escritos en inglés medieval y con una caligrafía con muchas florituras. Sospechaba que su padre tampoco había podido leerlos. Sin embargo, dedujo que se trataba de una colección de escrituras, documentos legales y cartas. Una de ellas en concreto se le quedó grabada en la mente porque estaba firmada por «Thomas Maleoré, caballero», que era tal y como sir Thomas había escrito su nombre en las notaciones de La muerte de Arturo. Y también recordaba dos palabras que distinguió en el cuerpo de la carta y que le susurró a Arthur con sincera emoción: Excalibur y Grial.
La firma de Thomas Malory en un documento era algo poco común pero no extraordinario. Sin embargo, por lo que sabía Arthur, no existían cartas de su puño y letra. ¡Y a todo eso había que añadir una mención del Grial! Deseó que Andrew Holmes hubiera podido estar allí con él.
—No tengo herederos, Arthur. Pienso donar mi casa y todo lo que contiene a la iglesia de St. Edith. El párroco es de Uganda, pero es un hombre adorable y su mujer y él se han portado muy bien conmigo. Sin embargo, me gustaría darte el baúl. Lo único que tienes que hacer es bajarlo del desván y podrás llevártelo hoy mismo.
Arthur estaba impaciente por aceptar aquel legado, pero respetó el ritmo de la anciana. Antes tenían que acabar el té. Luego la mujer llevó la bandeja a la cocina y avivó el fuego. Y, por supuesto, se negó tajantemente a que le echara una mano. Arthur observó con admiración la deliberada parsimonia con la que realizó todas las tareas y deseó ser tan capaz como ella cuando tuviera su edad.
Cuando hubo acabado, lo acompañó al piso superior, recorrieron un pasillo helado y pasaron frente a tres dormitorios, todos inmaculados y con la cama hecha. Al final de ese pasillo había una cuerda con un mango de madera pulida que colgaba del techo. Elizabeth le pidió que tirara de la cuerda, y Arthur entendió por qué no podía hacerlo ella misma. Había que tirar con bastante fuerza de la trampilla, que se abrió y desplegó una escalera que Arthur abrió del todo.
—Arriba hay una luz —le dijo, y Arthur se adentró en aquel espacio oscuro y gélido—. El arcón está a la izquierda, cerca de la pared.
El desván era tal como lo había descrito: una gruesa capa de polvo lo cubría todo y había varias abejas y moscas muertas mezcladas con excrementos de roedores. El techo no era muy alto, Arthur solo podía permanecer erguido en el centro. Cuando vio el baúl, lleno de polvo y encajado entre otros muebles, se agachó y se desplazó de lado hasta que lo alcanzó.
Estaba muy sucio, pero a pesar de la gruesa capa de polvo era obvio que se trataba de una antigüedad. Otra cosa llamó su atención. Había una serie de pisadas que conducían hasta el baúl, y huellas de manos en la parte superior y en los laterales. Parecían muy recientes, ya que apenas estaban cubiertas por una fina capa de polvo. Eran huellas grandes, no podían ser de Elizabeth. Eran de Holmes, una aparición fantasmal. Y lo embargó una gran tristeza.
El baúl estaba hecho de madera de nogal, medía poco más de un metro de largo y tenía unas bisagras de hierro. No era más que un arcón medieval robusto y práctico. Lo apartó de la pared y lo levantó. Podría cargar con él. La única dificultad al arrastrarlo hasta la escalera fue la nube de polvo que levantó: se le metió en la garganta y le provocó un ataque de tos.
—Siento haberlo ensuciado todo —se disculpó Arthur cuando bajó al pasillo—. ¿Quiere que lo limpie?
—No, bájelo al salón. Iré a buscar unos paños de cocina para no rayar el suelo.
Elizabeth insistió en pasarle ella misma la aspiradora al baúl para eliminar la capa de polvo y se negó a que Arthur moviera un dedo. Sin embargo, cuando acabó sí que dejó que limpiara la superficie con papel de cocina para rematar el trabajo. Después tiró el papel a la hoguera y tomó asiento en su sillón para observar la apertura del arcón.
Lo primero que vio fue la ropa. Sacó todas las prendas una a una y las fue dejando en el suelo. Había un par de viejas botas de cuero, planas como tortitas, increíblemente secas y agrietadas. Otra prenda de cuero doblada e imposible de identificar, tal vez unas calzas. Un chaleco de terciopelo raído, tal vez un jubón. Unas prendas de lino dobladas, del mismo amarillo que unos dientes con manchas de tabaco. Después encontró las biblias, dos exactamente, gruesas y bien encuadernadas. Tras examinar fugazmente los frontispicios, vio que eran de los siglos XVI y XVII, respectivamente. Bajo los volúmenes había objetos de plata. Los candelabros tenían un tamaño considerable, un diseño bastante sencillo y carecían de cualquier tipo de floritura. Los platos, sin embargo, eran otro cantar, y los motivos grabados que reconoció consiguieron que se le hiciera la boca agua: el escudo de armas de Malory, un cheurón sobre un forro de armiño.
Arthur tocó el centro de uno de los platos.
—Nos estamos acercando a nuestro hombre —dijo.
—¿Ve los documentos? —preguntó Elizabeth desde el sillón.
El fajo estaba cerca del fondo del baúl. Era una serie de papeles apergaminados de color crema atados con un lazo desteñido, de aspecto frágil y del color de los huevos de petirrojo. Lo cogió con sumo cuidado.
—¿Puedo examinarlos aquí?
—Adelante —respondió la anciana—. Espero que encuentre el documento del que le he hablado, a ver si entiende algo.
Arthur temía que el lazo se desintegrara entre sus dedos, pero lo deshizo con cuidado y no sufrió ningún daño. El fajo de papeles estaba seco y crujía. Se agachó junto al sillón de Elizabeth para que la anciana pudiera verlo todo. Su experiencia como miembro de los lunáticos del Grial lo había preparado para las dificultades que planteaba la caligrafía medieval. Mientras examinaba las páginas, comprobó que el estilo era muy recargado pero descifrable, aunque algunas palabras estaban muy juntas y lo desconcertaron un poco. No poseía un conocimiento tan profundo de los arcaicos caracteres del inglés medieval, lo que afectó a su capacidad de comprensión. La mayoría de las páginas parecían escrituras, contratos de venta y feudos que no estaban firmados por Thomas Malory. Sin embargo, no tardó en encontrar la carta a la que había hecho referencia Elizabeth.
—Creo que es esta —dijo Arthur.
La mujer la miró.
—Oh, sí, es la que le dejé fotografiar —confirmó la anciana.
No tenía fecha; estaba escrita con una letra muy fluida y amplia y con una tinta que había adquirido un aspecto cobrizo con el paso del tiempo. La gran firma que había al final de la página era tal y como la había descrito ella: «Thomas Maleoré, caballero». A pesar de la maravillosa sensación que lo embargó al posar los ojos en aquel autógrafo tan poco común, lo que más llamó la atención de Arthur fue el destinatario de la misiva, que empezaba con un «Mi querido Waynflete».
¿Podía tratarse de William Waynflete, el obispo de Winchester? Arthur, que había estudiado todo lo relacionado con Thomas Malory, recordaba que Waynflete había sido confidente del caballero. Y era un hecho histórico comprobado que la única copia conocida de La muerte escrita del puño y letra de Malory fue hallada en 1934 por un académico insaciable en un armario cerrado con llave en el dormitorio del director del Winchester College.
Arthur le explicó a Elizabeth quién podía ser el tal Waynflete y siguió leyendo la carta tan rápido como pudo. Y ahí estaba, una referencia a un viaje a Winchester y al tiempo pasado con el obispo. Pero tras las cortesías de rigor, la carta parecía tomar un cariz oscuro. Se mencionaba un gran peligro. Un pergamino que le habían entregado en Normandía, en un lugar llamado Maleoré Sur Seine, que Arthur dedujo que podía tratarse de la actual La Mailleraye-sur-Seine. La persecución de unos hombres malvados, Qem, los llamaba. Un viaje tortuoso hasta una cueva. Una espada. ¡Excalibur!
Esa era la carta que Holmes pretendía mostrarle y que había quedado destruida en el incendio.
Arthur debió de poner una cara rara, porque Elizabeth le puso una mano en el hombro y le preguntó si se encontraba bien.
—No puedo creerlo —dijo con la mirada desorbitada de un hombre que se enfrenta a un ataque de vértigo—. Permítame que le lea esto. Intentaré improvisar una versión algo más moderna. Malory escribe: «Fue una gran alegría veros, apreciado obispo, y compartir la increíble verdad de que mi sangre desciende de la sangre del rey Arturo. Él también fue un orgulloso Maleoré de origen normando. Él también tenía la noble decimotercera costilla. Para honrar al gran rey, os juro que dejaré constancia por escrito de sus nobles hazañas y su gloriosa muerte en un libro que titularé La muerte de Arturo. Es más, apreciado obispo, sabéis que he encontrado la gran espada de Arthur y que con ella tengo a mi alcance la recompensa celestial, el más sagrado de todos los objetos que ha conocido el hombre, es decir, el Santo Grial de Jesucristo. Gracias a vuestra ayuda entiendo mejor el significado de la espada y me entregaré con ardor a la búsqueda del Grial, y rezo para que mis planes no se vean frustrados. Con el fin de evitar que mis enemigos descubran el secreto, he hecho caso de vuestro consejo y he ocultado de nuevo la espada, ya que sin Excalibur no puede descubrirse el Grial. Si soy derrotado en mi búsqueda, me esforzaré en dejar un rastro para que la retome un Maleoré que sea mi descendiente. Espero que esa persona sea un hombre virtuoso y digno de la recompensa. Os pido que recéis por mí para que mi búsqueda tenga éxito y para que pueda devolver el Santo Grial a la Iglesia de Roma».
Elizabeth vio que Arthur se frotaba el lado izquierdo del pecho.
—¿Está seguro de que se encuentra bien? —preguntó.
—Es la costilla de más —dijo—. Todos los hombres Malory la tienen.
Elizabeth sonrió.
—También la tenía mi padre.
Arthur se levantó y empezó a guardar todos los objetos del baúl, como si estuviera en trance.
—Y también el rey Arturo —añadió—. Imagínese, Elizabeth. Descendemos de Arturo, ¡rey de antaño y del futuro!