Las siguientes dos semanas se sucedieron como un tornado que arrasó la vida de Arthur. La vorágine había comenzado, como acostumbran a empezar la mayor parte de los acontecimientos importantes, a partir de un hecho sin aparente importancia: una conversación de un minuto con un periodista.
Sin embargo, volviendo la vista atrás, la reacción en cadena se inició en Suffolk en el momento en que su detector de metales comenzó a sonar. Arthur estaba convencido de que se encontraba, en el mejor de los casos, en mitad de una serie de acontecimientos que iban a desarrollarse en cascada. En el peor de los casos, aquello no había hecho más que empezar.
Tal y como él había predicho, un equipo de la Unidad de Arqueología de Suffolk llegó a primera hora del domingo, antes de que él se fuera. Hengst había intentado ahuyentar a los arqueólogos, pero las amenazas de involucrar a la policía habían servido para engrasar los goznes de la puerta. El guarda se había limitado a observarlo todo desde lejos, mientras los miembros del equipo realizaban las labores preliminares y señalaban emocionados los nuevos descubrimientos. Esa mañana no vieron a Harp por ningún lado.
Las piezas enterradas eran, efectivamente, anglosajonas, una mezcla de objetos militares y joyas. Peter Saunders, el jefe del Servicio de arqueología de Suffolk, un erudito larguirucho, calculó, a partir de la densidad de objetos, que iban a encontrar varios centenares de piezas. Y no se equivocó. La excavación duró cuatro días, y cada noche Saunders había tenido la amabilidad de enviarle a Arthur por correo electrónico las fotografías de los objetos desenterrados y limpios. El recuento final ascendió a 663 objetos de oro: pomos de espada, guardas de empuñaduras, aros de vainas, hebillas, piezas de yelmos, accesorios, tiras, tachones, broches, cruces y anillos. Algunas de las piezas, en especial los broches, lucían unas reproducciones preciosas de pájaros, serpientes y lagartos. A juzgar por la mezcla de objetos, Saunders dedujo que un señor de la Anglia oriental, o quizá alguien que lo había saqueado, había enterrado dos bolsas de botín del siglo VIII en un bosque con la intención fallida de recuperarlas.
Arthur, por supuesto, sabía que el tesoro se tasaría en una cantidad nada despreciable, pero la valoración inicial de cuatro millones de libras lo dejó estupefacto. El Consejo del Condado de Suffolk intentó no desvelar el hallazgo hasta que concretaran el momento adecuado para celebrar una rueda de prensa, pero la noticia acabó filtrándose como el agua en un colador y de repente un día Arthur se encontró atendiendo a la llamada de un periodista, un tal Laurence Cole, de The Daily Mail, que ya sabía todo lo que había que saber del caso. El hombre le hizo las preguntas con voz entrecortada, como si tuviera mucha prisa para cumplir con algún plazo.
—Bueno, señor Malory, ¿cómo se siente tras haber realizado el descubrimiento de su vida?
—Es algo increíble. Llevo varios años realizando prospecciones y mis esfuerzos apenas se habían visto recompensados, por lo que no podría ser más feliz.
—¿Me equivoco o es usted el mismo Arthur Malory que se vio involucrado en el luctuoso suceso de Oxfordshire en marzo?
—Me temo que no se equivoca.
—Está pasando una época algo ajetreada, ¿no cree?
—Por desgracia, sí.
—Bueno, parece que ahora se han vuelto las tornas. Trabaja para el doctor Jeremy Harp, ¿verdad?
—Así es. En el departamento de marketing de Harp Industries.
—Sí, tengo una copia del boletín de la compañía en el que aparece un artículo sobre usted. Dice que es usted descendiente del autor de La muerte de Arturo.
—Eso cuenta la leyenda familiar. He investigado mi árbol genealógico, pero no he encontrado pruebas concluyentes.
—Así que un tipo que desciende del hombre que dio fama al rey Arturo ha dado con un tesoro que podría ser originario de la época del rey Arturo.
—Bueno, creo que la mayoría de los expertos opinan que el rey Arturo vivió unos siglos antes que el tesoro de Binford.
—Pero las fechas se aproximan bastante, ¿no cree? Lo importante es la historia, y esta es muy buena. Oiga, el arqueólogo, ese tal Saunders, me ha dicho que el Museo Británico está dispuesto a comprarles el tesoro. ¿Era consciente de que el porcentaje que le corresponde podría ascender a dos millones de libras? Imagino que estará saltando de alegría.
Arthur recordaba perfectamente lo que sintió en ese momento. Se había limitado a expresar su opinión y no se arrepentía, pero habría preferido no armar tanto revuelo.
—No pienso aceptar ni un penique. Este tipo de tesoros pertenecen al país. Forman parte de nuestro patrimonio colectivo. Quizá tenga derecho por ley a recibir ese dinero, pero pienso donar la parte que me corresponde al Museo Británico.
En la pausa posterior, Arthur oyó teclear al periodista a toda velocidad.
—¿Qué opinión le merece el hecho de que cuando informé al doctor Harp sobre la oferta del Museo Británico dijera, y cito literalmente: «Cuanto más, mejor. Sabré invertirlo de manera adecuada en mi finca»?
En ese momento Arthur atisbó un futuro algo espinoso, pero se negó a dar marcha atrás. Dedicó un buen rato a buscar una respuesta lo más diplomática posible.
—Creo que uno debe hacer aquello que, dadas las circunstancias, le permita sentirse cómodo.
—Pero usted no es multimillonario como el doctor Harp, ¿no es cierto?
—¡Claro que no!
—Tampoco es rico, ¿verdad?
—Ni de lejos.
—Sin embargo, va a regalar esos dos millones de libras a su país.
—Oiga, ¿puedo ayudarlo en algo más?
—No, señor Malory. Creo que ya hemos acabado. Que pase un buen día. Pero me parece que tardará un poco en volver a disfrutar de esta tranquilidad.
El artículo de Laurence Cole dio pie a otros, que dieron pie a otras noticias en radio y televisión, que dieron pie a un torrente de entradas en blogs y comentarios en Twitter, y Arthur y su valiente recuperación de un brutal ataque, su tesoro y su altruismo se convirtieron en una serie de memes que se autoperpetuaron y que eclipsaron a todos los demás que aparecieron en las islas Británicas.
Jeremy Harp, por su parte, cambió rápidamente de opinión cuando la prensa lo informó de la intención de Arthur de donar el dinero y anunció que él también lo donaría. Pero el daño ya estaba hecho. Que un multimillonario donara dos millones de libras no era noticia. Que lo hiciera un tipo normal como Arthur desde luego que lo era.
Al principio Arthur se mostró tímido con la atención que le dedicaban los medios, pero a medida que el fenómeno fue ganando fuerza, su vergüenza dio paso al bochorno y, posteriormente, cuando empezó a sufrir verdaderas dificultades para llevar a cabo sus actividades cotidianas, a la irritación. Las llamadas a casa y al trabajo eran constantes, y su número de teléfono móvil y su dirección de correo electrónico también se hicieron públicos.
Para mayor sorpresa de Arthur, se convirtió asimismo en el objetivo de una jauría de paparazzi que lo seguían de sol a sol para tomar las mejores fotografías de aquel atractivo joven. El hecho de que su casa se encontrara en una calle transitada lo benefició. Debido a la falta de aparcamiento, la policía dispersaba a los paparazzi, pero estos se reunían en las calles laterales, merodeaban por la acera frente a su casa, enfocaban los teleobjetivos hacia sus ventanas y lo llamaban para que asomara la cabeza por la puerta.
Entonces empezó a rondarle un desagradable pensamiento por la cabeza: la presencia de los paparazzi facilitaba las cosas al asaltante de la pistola, que podría mezclarse con ellos y acercarse más a él…
Stu Gelfand apareció en el umbral de la puerta del despacho de Arthur y lo obligó a interrumpir su trabajo con la hoja de cálculo que estaba preparando sobre el presupuesto de su departamento.
Stu fijó la mirada en el escritorio inundado de papeles.
—Parece que estás rodeado de pirañas. ¿Va todo bien?
Arthur torció el gesto al oír la voz meliflua de Gelfand.
—Todo bien, Stu, como mis proyecciones. Creo que el año que viene será extraordinario.
—No me cabe ninguna duda. Bueno, si puedo hacer algo para ayudarte, avísame. Ya tengo la presentación lista, de modo que me sobra tiempo.
—Qué amable.
Gelfand sonrió.
—Es lo mínimo que puedo hacer por un verdadero héroe británico.
Jeremy Harp estaba dando buena cuenta de una botella de armañac. Binford Hall era tan grande que por lo general su mujer y él solo coincidían cuando se daban cita. Sin embargo, se sorprendieron mutuamente al chocar de manera fortuita en la cocina cuando él entraba a buscar algunas sobras y ella salía con un té antes de irse a la cama.
Lillian observó cómo se peleaba su marido con el envoltorio de plástico de la pata de cordero.
—¿Quieres que avise a Marie para que te lo caliente? —preguntó—. Seguramente aún estará despierta.
—Soy físico, joder, Lillian. Sé utilizar un microondas.
Ella lo miró con desdén mientras él intentaba programar el horno, pero se cansó y lo apartó a un lado.
—Creo que eres un físico borracho.
Jeremy se dejó caer en una silla.
—Ahora ya sabes lo que se siente al vivir contigo, cariño —murmuró él.
Lillian no replicó, y cuando el microondas pitó, cogió el plato caliente y lo dejó de malas maneras ante su marido.
—Sé que has pasado una mala época —le espetó ella con la taza en la mano, antes de subir a su dormitorio—, pero es muy vil que lo pagues conmigo.
Ahí estaba él, un hombre que siempre había preferido mantenerse al margen de la opinión pública, encajando un sinfín de ataques avasalladores por parte de caricaturistas, blogueros y presentadores de programas de entrevistas, que lo presentaban como el hombre más altivo y ajeno a la realidad de Gran Bretaña, el paradigma de la degradación que afectaba a las clases más adineradas. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que aquel comentario hecho a vuela pluma lo convertiría en una caricatura. Y todo aquello no habría ocurrido de no ser por la postura ridículamente altruista de Arthur Malory. Había albergado la inocente esperanza de que el hecho de dar marcha atrás en su decisión sobre el dinero obtenido por el tesoro serviría para reparar los daños que había sufrido su imagen, pero no fue así. Lo último que quería era publicidad de cualquier tipo. En especial en ese momento.
Clavó el cuchillo en la carne, preso de la ira. Cuando se encontraba bajo los efectos del alcohol, dirigía su ira hacia todos aquellos que lo habían menospreciado a lo largo de su vida. Aunque era más rico que la mayoría de los hombres que frecuentaban los pasillos del poder, no dejaba de ser un nuevo rico que había obtenido su fortuna en el sucio mundo del comercio. No era uno de ellos. Además, procedía del norte del país. Su padre había sido topógrafo, y su abuelo, fontanero.
De pequeño siempre había destacado por su inteligencia más que por su fuerza, por lo que se había acostumbrado a los insultos y a las palizas. Pero el esfuerzo y el ingenio lo habían sacado de la pobreza y le habían permitido entrar a formar parte del selecto grupo de multimillonarios. Esa riqueza le había abierto la puerta de los clubes adecuados, pero en realidad nunca se había sentido aceptado y al final había acabado odiando a esa panda de cabrones engreídos que habían asistido a las escuelas correctas, hablaban con el acento correcto y contaban unos chistes que solo ellos entendían.
Pero él, y no ellos, era miembro del club más exclusivo del mundo, lo que le había proporcionado una plataforma de superioridad interior. Poco después de cumplir los cuarenta, Andris Somogyi, el famoso científico húngaro, se puso en contacto con él para proponerle que se uniera a un extraordinario círculo de físicos del más alto nivel.
En esos momentos, cuando el alcohol se había hecho con las riendas de su cabeza, pensó: «¡Soy un Khem! No lo olvides, Jeremy. No pierdas la perspectiva. Y si encontramos el Grial, me vengaré de todos ellos».
El teléfono empezó a sonar y se vio obligado a regresar bruscamente a aquella cocina en penumbra.
—¡Lillian, el teléfono! —gritó.
No obtuvo respuesta del piso de arriba. Gritó de nuevo, maldijo y finalmente se levantó para responder a la llamada.
—Harp —gruñó.
—Jeremy, soy Andris.
Somogyi no acostumbraba a llamar por teléfono, y Harp tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular los efectos del alcohol que le corría por las venas. Somogyi empezaba a ser mayor y se mostraba menos activo que en el pasado, pero no había perdido su deje autoritario y aún imponía respeto.
—Andris, ¿qué puedo hacer por ti?
El acento húngaro de Somogyi era lento y pesado.
—Me han llegado mensajes de preocupación, Jeremy. He recibido varias llamadas.
—Ya veo.
—No nos gusta que hayas aparecido tanto en la prensa. Ya sabes que no nos agrada que ninguno de nosotros reciba tanta atención. Ganar un premio Nobel, bien. Aparecer en los tabloides por este tipo de cosas, mal.
—He cometido un error, Andris. No debería haber hablado con aquel periodista. Este asunto del tesoro ha sido una distracción estúpida.
—Sí, ha sido una distracción, sin duda. ¿Qué avances has realizado sobre el Grial? Soy un hombre mayor, no tengo todo el tiempo del mundo. Quiero encontrarlo.
—Y yo también. Déjame que te diga una cosa. Durante años me he sentido como el titiritero de Malory. ¿Recuerdas lo que dije cuando entró a formar parte del círculo de Holmes? ¿Cuando averiguamos que era un probable descendiente de Thomas Malory?
—Dijiste que querías conocerlo mejor.
—Sí. Tenía el presentimiento de que un día podría resultarnos útil. Por eso moví los hilos del títere y le ofrecí un trabajo en mi compañía. Por eso seguí moviendo los hilos y espié sus llamadas y sus correos electrónicos. Ahora se ha organizado este revuelo por el tema del tesoro. Pues esto va a darme la oportunidad de mover de nuevo los hilos y darles un fuerte tirón.
—¿Cómo?
—Me duele decir esto, Andris, pero nuestra historia se resume a dos mil años de fracaso. Hemos sido científicos de éxito, pero unos detectives fracasados. Arthur Malory se encuentra en la mejor posición posible para redescubrir lo que descubrió Holmes y seguir adelante con la investigación. La sangre de Thomas Malory corre por sus venas y le hemos infundido el miedo a morir. Lo único que necesita es más tiempo para buscar el Grial. Y voy a aprovechar el fiasco del tesoro para asegurarme de que dispone de todo el tiempo del mundo.
Arthur estaba sentado frente a su ordenador, intentando solucionar un problema de la cadena de producción y distribución de Singapur, cuando Pam llamó a la puerta.
—Martin quiere hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—No me lo ha dicho.
Cuando Ash quería hablar de algo con él acostumbraba a aprovechar los momentos en que coincidían en los pasillos o lo abordaba después de una reunión. Los encuentros para tratar cuestiones importantes siempre se programaban con antelación, por lo que Arthur repasó mentalmente otras posibilidades de camino al despacho de su superior. Quizá había un problema con su presupuesto. O quizá había recibido alguna queja de un cliente y quería transmitírsela en persona.
Ash era un hombre sociable, de modo que su reticencia a establecer contacto visual le advirtió de que se avecinaban problemas.
—¿Qué tal, Martin? —preguntó Arthur, que se sentó a su lado, en el pequeño sofá.
Antes de que Ash pudiera responder, alguien llamó a la puerta y Susan Brent entró en el despacho.
—Siento llegar tarde —dijo. Tomó una silla y también eludió la mirada recelosa de Arthur.
—Una reunión no programada con mi jefe y recursos humanos. Esto no presagia nada bueno.
Ash inspiró aire de un modo muy teatral. Parecía un gesto que había practicado muchas veces.
—Será mejor que lo suelte. Ha habido una reorganización y te afecta a ti.
Arthur intentó armarse de valor.
—De acuerdo…
—La junta quiere que algunos departamentos sean más eficientes, racionalizar ciertos procesos, reducir costes, etcétera. El año que viene podría ser complicado.
—Mis cálculos no dicen eso, Martin. No sé si lo recuerdas, pero firmaste los números que presenté.
Ash parecía un paciente a punto de someterse a una intervención de hemorroides.
—Tal vez no sea especialmente complicado para tu departamento. Se trata de una cuestión que afecta a toda la empresa en general. En cualquier caso, se ha tomado la decisión de fusionar tu departamento con el de Stu Gelfand, que será el encargado de dirigirlo.
Arthur empezó a ponerse rojo de ira.
—¡El grupo de Stu genera un cincuenta por ciento menos de ingresos y cuenta con la mitad de personal en comparación con el mío! Y yo llevo más tiempo en la empresa. ¡Esto es ridículo, Martin!
—Te entiendo, Arthur. Te aseguro que he expresado mi desacuerdo, pero la decisión se ha tomado en las altas instancias.
—¿A quién más vais a despedir?
Ash dirigió la mirada hacia la ventana.
—De momento solo a ti.
—Ya sabes a qué se debe todo esto —dijo Arthur, presa de la ira—. Entiendo que no desees admitirlo, pero salta a la vista que esto es un castigo por el desencuentro público con el doctor Harp sobre el tesoro. Nunca tuve la intención de avergonzarlo y he hecho todo lo que estaba en mi mano para eludir la atención de los medios de comunicación. Tomé una decisión dictada por mi conciencia. Él hizo lo que consideró mejor para sí mismo, lo cual me parece perfecto. Pero esto no está bien, Martin. De hecho, está muy mal.
Susan tomó el relevo de Ash para romper el silencio. Parecía incómoda y tuvo que forzar el tono para fingir profesionalidad.
—Cuando las compañías hacen esfuerzos para controlar los gastos siempre se producen costes humanos, pero puedo asegurarte que los únicos criterios que se han tenido en cuenta para tomar esta decisión son estrictamente económicos y estratégicos.
—Susan tiene razón, Arthur —dijo Ash—. No tengo ninguna prueba de que esta decisión haya partido del doctor Harp. Siempre has contado con su apoyo. ¿Sabías por qué te contratamos?
—Porque leíste un artículo que escribí en la universidad.
—Fue el doctor Harp quien lo leyó y me lo envió. Me dijo que sabía detectar el talento, y tenía razón.
Arthur se inclinó hacia delante.
—No lo sabía, pero eso no cambia nada —replicó—. Es obvio que esto es un castigo por haberle hecho quedar mal.
Susan empezó a echar mano de los tópicos más manidos y Arthur la hizo callar.
—Por el amor de Dios, déjate de paternalismos y de sandeces. Mira, Martin, siempre te he respetado, pero lamento que ahora no tengas el valor necesario para admitir los hechos. Esto es un caso muy claro de despido improcedente y pienso llevarlo a los tribunales.
Susan dejó un sobre delante de Arthur y esbozó una falsa sonrisa.
—Sé que estás muy decepcionado, Arthur, y sé que estás furioso. Es perfectamente comprensible. La compañía desea alcanzar un acuerdo amistoso y evitar cualquier acción legal que solo serviría para distraer a ambas partes y nos impediría seguir adelante sin perder tiempo.
—Escúpelo ya, Susan —le espetó Arthur—. Y ahórrame toda esa jerga de recursos humanos. ¿Qué me ofrecéis?
Susan le explicó las condiciones. Un finiquito equivalente a dieciocho meses de sueldo y una prima con las correspondientes contribuciones al plan de pensiones y el mantenimiento del leasing del coche de empresa durante seis meses. Además de una carta de recomendación. A cambio, él se comprometía a no emprender acciones legales contra Harp ni a menospreciar en público a la compañía.
Arthur negó con la cabeza. Era una buena oferta. Hasta entonces nadie había recibido ese tipo de indemnización. Querían que se fuera sin hacer ruido. Tras un sinfín de vistas en los tribunales, tendría suerte si conseguía la mitad de lo que le ofrecían. Cogió el sobre.
—¿Lo aceptas? —preguntó Susan.
—Lo acepto, pero ambos deberíais sentiros avergonzados de vosotros mismos. ¿Cuándo será efectivo?
—De manera inmediata —respondió Susan. Parecía que quería zanjar la cuestión cuanto antes—. Un guarda de seguridad te espera en tu despacho para supervisar la retirada de tus efectos personales.
—Genial. ¿Por qué no me sacáis una foto para el boletín mientras lo meto todo en una caja? —Cuando llegó a la puerta se volvió—. Adiós, Martin. Siento que haya tenido que acabar así.
—Yo también lo siento, Arthur. De verdad —murmuró Ash sin levantar la mirada de la moqueta.