7

El Land Rover de líneas geométricas de Arthur sufrió la embestida del viento por el lateral mientras avanzaba en dirección norte por la A12, hacia Suffolk. Había salido antes de la hora punta para llegar a tiempo a la cena. El campo estaba empapado de lluvia y las tierras que se extendían más allá de los setos estaban listas para la plantación. Conducía con la ventana un poco bajada para que el interior del vehículo se impregnara del olor a tierra.

Nunca había conocido en persona a Jeremy Harp; lo había visto unas cuantas veces como parte del público cuando Harp bajaba a Basingstoke a dar una de sus charlas de motivación a sus empleados. Lo que sabía de él lo había leído en la página web de la empresa: Harp se había licenciado en física aplicada en Manchester y había realizado uno de los primeros trabajos clave sobre imanes de neodimio. De no ser por él, o eso era lo que se decía, el mundo no tendría discos duros, aparatos de resonancia magnética, servomotores y herramientas sin cable. En los primeros años de su carrera había sido un científico serio, pero ahora que su compañía había madurado Harp había abandonado su papel ejecutivo para dedicar su tiempo a otras actividades, como el coleccionismo de arte.

El GPS avisó del desvío. Binford estaba al este de Bildeston. Era un pueblo diminuto con un puñado de casitas de color pastel y con el tejado de paja, un pub y una oficina de correos con tienda. «Hola, Binford. Adiós, Binford», pensó Arthur al atravesarlo. Binford Hall se encontraba al final de un camino muy estrecho. Si hubiera aparecido otro coche en dirección contraria, se habría visto obligado a detenerse en el arcén. La entrada de la casa era como mínimo modesta: un camino de grava con un pequeño cartel de madera con la advertencia de PRIVADO. Al parecer a los superricos no les gustaba anunciarse.

Después de una curva muy cerrada apareció la verja de la casa. Había una puerta alta de hierro y una valla sólida con carteles que advertían del peligro de electrocución. Cuando Arthur detuvo el coche, un hombre joven vestido con un blazer azul y el pelo rubio y corto salió de una caseta con una carpeta en la mano.

—Hola, señor Malory —dijo secamente, con un fuerte acento afrikáner. Se quitó las gafas de sol y miró el interior del vehículo; parecía estar memorizando el contenido del Land Rover. Cuando finalizó la inspección, volvió a ponerse las gafas—. Anunciaré su visita —dijo.

El camino de grava que había al otro lado de la valla era sinuoso y estaba sembrado de unas piedras de un blanco imposible.

—Joder —murmuró Arthur cuando enfiló el último tramo recto del camino y vio la casa.

Era una mansión espléndida, una obra maestra de ladrillos rojizos, torreones y gabletes, que se alzaba en forma de E, rodeada de un jardín inmenso. Arthur no tardaría en descubrir que era un edificio de principios de la era Tudor, construido alrededor de 1490, aunque sometido a obras de mejora y reforma en varias ocasiones a lo largo de los siglos. Calculó que tenía unas cuarenta habitaciones, pero se quedó corto por veinte. A medida que se aproximaba a la casa fue reduciendo la velocidad del mismo modo que un barco al entrar en una zona de velocidad reducida, por miedo a hacer saltar alguna piedra preciosa del camino.

Arthur aparcó en el patio delantero. Cuando bajó del vehículo se preguntó si sería capaz de encontrar un timbre en las enormes puertas de roble, pero estas se abrieron y salió un hombre bajo y vivaracho que agitaba un brazo a modo de saludo entusiasta.

—¡Hola! —le dijo Harp—. Bienvenido a Binford Hall. ¿Qué tal ha ido el viaje, Arthur?

Al intercambiar los cumplidos de rigor, Arthur tomó nota de las primeras impresiones que le causó su anfitrión. Harp era un hombre rubicundo, tenía la nariz roja, como los bebedores, pero al verlo de cerca se dio cuenta de que a buen seguro era una erupción. Cuando regresó a casa, Arthur investigó en internet y decidió que era rosácea, una enfermedad crónica que al parecer ni tan siquiera un millonario podía derrotar. De hecho, a lo largo del fin de semana no lo vio beber en demasiadas ocasiones. No podía decirse lo mismo de la señora Harp, que siempre parecía tener una copa en la mano.

Harp tenía un largo flequillo blanco y unos ojos inteligentes y brillantes. Con su prominente estómago, cualquier otro hombre habría parecido un gordinflón, pero él llevaba una ropa confeccionada y planchada de manera tan impecable que solo parecía un tipo adinerado. Arthur imaginó que cada vez que se quitaba las prendas que cubrían su pequeño cuerpo, las enviaban de inmediato a la tintorería, e incluso sus mocasines inmaculados, sometidos como estaban a los horrores de la grava del camino, eran enviados al zapatero para que les cambiara la suela.

Harp le hizo un gesto con la mano.

—Entra. Deja la bolsa aquí. Te la llevarán a tu habitación. Si quieres, puedes ir a asearte y luego te enseñaré la finca mientras haya luz. Es maravilloso que estés aquí. Maravilloso. Luego te presentaré a mi mujer.

El recibidor era enorme, revestido con paneles de madera. Tenía una altura de dos plantas, con lo que las visitas se sentían minúsculas. Una elegante escalera conducía a una galería con barandilla. Las paredes estaban cubiertas de retratos y paisajes con marcos muy recargados, y en las escaleras a Arthur le pareció ver la firma de Rembrandt en un retrato de tonos ámbar de un campesino con las mejillas sonrosadas.

Harp debió de seguir la dirección de su mirada.

—Sí —dijo—. Es un Rembrandt. Tal vez te haya confundido el que esté escrito «Rembrant», sin la «d», pero así es como firmaba antes de 1633. Lo compré junto con un De Gelder y un Hals en la misma subasta hace una década. Debería haber comprado más cuando tuve oportunidad. Los maestros flamencos nunca se deprecian.

Arthur reprimió las ganas de preguntar cuánto costaba, aunque estaba convencido de que a Harp le habría encantado decírselo.

Al llegar a lo alto de la escalera Harp señaló un largo pasillo.

—La quinta puerta a la derecha, la que está abierta. Esa es la tuya. Cuando estés listo, baja, danos un grito y hacemos la visita. ¿Te parece?

—Me parece perfecto —respondió Arthur, sorprendido por la magnificencia que lo rodeaba.

Su habitación era grande, estaba bien amueblada y tenía un baño con una gran bañera con patas de león y una ducha de vapor separada. Había incluso un televisor instalado a la altura de la bañera.

Un chico del servicio le llevó la bolsa y regresó al cabo de poco con un carro de bebidas: agua embotellada, jerez y licores de primera calidad. Meditó la posibilidad de tomar un trago, pero quería tener la cabeza despejada cuando se reuniera con el presidente, por lo que cogió el abrigo y bajó para hacer la visita.

Aunque Harp tenía las piernas cortas, caminaba a buen ritmo con las botas de agua, lo que obligó a Arthur a acelerar la marcha para seguirle el paso. Le enseñó la finca, resaltando los hechos más destacados de los antiguos propietarios de Binford Hall, y señaló las principales características arquitectónicas, paisajísticas y hortícolas, soltando los nombres en latín de las plantas con falsa naturalidad. Según Harp, ninguno de sus predecesores en Binford había hecho gala de ninguna habilidad destacable que no fuera la de heredar dinero. No había ni una lumbrera en arte, ciencia, política o negocios. Hasta que llegó él, claro, tal era el subtexto de su discurso. Había comprado la casa a principios de la década de los noventa a un inútil arruinado que podía seguir su linaje hasta el siglo XVI. A decir de Harp, el tipo cogió el dinero y se largó a España, donde se mató en un accidente de coche.

—Dejó Binford convertido en un auténtico desastre, pero el lugar tenía potencial. Me di cuenta en la primera visita. ¿Cuánto crees que me costó reconstruirlo? —preguntó Harp.

—Varios millones, supongo —respondió Arthur.

—¡Diez! —exclamó Harp sacando pecho—. No ahorré en gastos. Ahora mismo diría que es una de las mejores fincas de Inglaterra. Y no es solo la casa y los jardines. Detrás de los establos tenemos casi ciento sesenta hectáreas de las mejores tierras de labranza de Suffolk. Tuve que introducir nuevos métodos de cultivo para que la empresa diera beneficios. Ya sabes, aún no he recibido el premio Nobel de Física, aunque han empezado a correr rumores sobre la lista de candidatos de este año. Si por algún extraño motivo nunca gano el de Física, deberían concederme el de Agricultura. El director de mi granja no para de impartir seminarios sobre nuestros métodos. Sin duda esta es la granja del país que utiliza la tecnología más avanzada.

El sol empezaba a ponerse, pero Arthur distinguió una extensión de tono ámbar oscuro a lo lejos.

—Ahí es donde harás las prospecciones mañana —dijo Harp—. En principio hará buen tiempo.

—Me muero de ganas —dijo Arthur.

—Nos vestiremos elegantes para cenar.

Eso fue lo que Harp le dijo a Arthur al acompañarlo a su dormitorio. Si una americana y una corbata de rayas se ajustaban al concepto de «elegante», entonces Arthur no tendría ningún problema.

El comedor era magnífico: una sala de techos altos de estilo Tudor con una galería para músicos, estandartes heráldicos y un techo decorado con un artesonado muy elaborado. La larga mesa, centrada a la perfección en la inmensa sala, estaba dispuesta para tres comensales; Harp la presidía.

El anfitrión llevaba un traje oscuro con una corbata de seda de color lila, y su mujer lucía un elegante vestido. La señora Harp acudió a la velada con el gesto torcido de alguien obligado a hacer gala de su hospitalidad, pero se alegró al ver a Arthur y se deshizo en elogios sobre sus ojos azules y su frondosa mata de pelo, algo que irritó a su marido.

—Leí las noticias sobre el trágico suceso en el que te viste involucrado y hablé con Martin Ash al respecto —dijo Harp cuando el criado se llevó el primer plato—. Me habría puesto en contacto contigo antes, pero quería asegurarme de que te habías recuperado. ¿Te encuentras bien?

—Ya estoy casi al cien por cien —respondió Arthur—. He vuelto al trabajo y me siento bastante bien, gracias.

—Lamento que tuvieras que sufrir una experiencia tan dura. ¡Adónde irá a parar este país! Los robos descarados están fuera de control.

Arthur se limitó a asentir. No había ningún motivo para corregir a Harp.

—¿Sabes? Encontré el boletín de noticias de nuestra compañía muy informativo —dijo Harp cambiando de tema—. De no ser así, ¿cómo habría descubierto que trabajaba para mí alguien tan interesante como tú?

—No creo que sea alguien tan interesante —intentó corregirlo Arthur.

—¡Olvídate de la modestia! —replicó Harp—. Te licenciaste en químicas en Bristol, eres un hacha en marketing según Martin Ash, desciendes del hombre que puso al rey Arturo en el mapa, estudias historia y eres explorador. Para mí eres un hombre del Renacimiento, Arthur, y me gustan los hombres renacentistas. En eso nos parecemos.

—Gracias, señor.

—No me vengas con esas tonterías de «señor». Llámame Jeremy. También te interesa el Grial, ¿no es cierto?

—Sí, es un tema que me fascina.

—A mí también —dijo Harp cogiendo la copa de vino.

—¿Ah, sí? —preguntó Arthur con entusiasmo—. ¿A qué se debe ese interés?

—No solo de trabajo vive el hombre. Cuando me dedicaba exclusivamente a la física, tenía otros intereses. Este, en concreto, nace de la lectura de La muerte de Arturo de tu antepasado cuando iba a la escuela. La búsqueda del Grial artúrico es muy atrayente, ¿no crees? Es una metáfora que sirve para todo tipo de búsquedas. A lo largo de los años he leído sobre el tema, pero me atrevería a decir que no estoy a tu altura.

—Eso no lo sé, pero no podría estar más de acuerdo con tu opinión sobre el poder de atracción que ejerce —dijo Arthur—, aunque hay personas que dicen que la búsqueda trasciende el significado metafórico.

—¿Eres una de esas personas? —preguntó Harp, que se sirvió carne de la bandeja que le ofrecía el criado.

Arthur esquivó la pregunta.

—Como sabrás, la Iglesia católica considera que el cáliz de la catedral de Valencia es el verdadero Grial, por lo que podría argumentarse que ya se ha encontrado un objeto físico y real.

Harp se rio.

—Pero tú no lo crees, ¿verdad? Tu cara te delata.

—¡Claro que no! —exclamó Arthur—. Es un objeto interesante, de eso no hay duda. Es decir, el cáliz de Valencia data del siglo I y es incuestionable que está hecho con ágata de Oriente Próximo, pero ninguno de los expertos en el Grial que conozco opina que sea el verdadero. Podría seguir hablando del tema —dijo mirando a la señora Harp—, pero me temo que aburriría a tu mujer.

—¡Tonterías! —exclamó Harp—. ¡Es mucho más interesante que hablar del tiempo o de los imanes de neodimio! ¿No crees, Lillian?

La señora Harp se sirvió más vino y esbozó una sonrisa.

—En ese artículo hiciste una declaración que me pareció algo provocativa —prosiguió Harp—. Decías que tenías algunas ideas sobre la posible ubicación del Grial.

—Sí.

—Cuéntame.

—Bueno, no se trata de una investigación personal, sino que pertenezco a un grupo informal de buscadores del Grial. La mayoría de los miembros pertenecen al mundo académico y nos reunimos de manera periódica para intercambiar ideas.

Arthur hizo una pausa para enjugarse una lágrima involuntaria que se le había formado en la comisura del ojo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Harp.

—Lo siento —se apresuró a responder Arthur—. Es que el fundador del grupo y su mujer fueron las personas asesinadas en el robo.

—Ya veo. Es horrible, horrible. —Harp chasqueó la lengua y su mujer lo imitó.

—Andrew Holmes era profesor de historia en Oxford. En los últimos tiempos había logrado un avance importante ya que había descubierto un documento medieval extraordinario.

—¿Ah, sí? —preguntó Harp, que dejó los cubiertos en el plato.

—No debería hablar demasiado del tema. Mi amigo no había publicado sus descubrimientos y no creo que le hubiera gustado que alguien hablara de ello antes de tiempo.

—Puedes confiar en mí, Arthur —le aseguró Harp—. Además, ¿a quién le voy a hablar de esto? Como caballero y como jefe tuyo, te prometo que guardaré silencio.

Arthur miró a la señora Harp.

—No es necesario que te preocupes por mí. No es que os esté prestando mucha atención.

—Continúa —insistió Harp.

—Por desgracia, no creo que nadie pueda llegar a saber lo que descubrió porque el incendio destruyó todos sus papeles. Pero ahí va lo que me dijo. Como sabrás, la búsqueda del Grial pasó a formar parte de la conciencia pública a través de la literatura artúrica. Es cierto que Thomas Malory puso el tema en el mapa en el siglo XV con La muerte, pero todo el mundo sabe que ese libro se basaba en otras obras anteriores.

Perceval o el cuento del Grial de Chrétien de Troyes, La Grant Estoire dou Graal de Robert de Boron y el Parzival de Wolfram von Eschenbach —recitó Harp de manera casi mecánica.

Arthur se quedó en silencio, sorprendido.

—Creo que eres algo más que un diletante —dijo cuando se recuperó de la impresión.

—No, te lo aseguro. Por suerte o por desgracia tengo una memoria fotográfica. Cuando algo entra en mi cabeza, no vuelve a salir de ahí.

—Y que lo digas —dijo la mujer, con un toque de humor.

—Bueno, has citado la troika de los textos más importantes del siglo XII, dos franceses y uno alemán —prosiguió Arthur—. A lo largo de los siglos, antes de que Malory escribiera la obra definitiva, hubo otras versiones, pero la pregunta más importante es ¿por qué aparecen los tres manuscritos con una diferencia de una o dos décadas? ¿Fue una coincidencia? ¿Acaso el primero, el de Chrétien de Troyes, provocó que vieran la luz una serie de imitaciones? ¿Existe otra explicación?

—¿Imitaciones? —preguntó Harp.

—Bueno, quizá no sea la palabra más adecuada, ya que cada obra ofrece su versión de los hechos del Grial.

—Y estás a punto de proponer una explicación alternativa, ¿verdad?

—Por supuesto. Como sabrás, aparte de la catedral de Valencia existen una serie de santuarios que se cree que podrían albergar el Grial.

—Aparte de la teoría propuesta por El código Da Vinci —añadió Harp en tono burlón.

—Oh, venga ya —dijo Arthur entre risas—. Además de Valencia, los que se citan de manera más habitual son: la capilla Rosslyn, en Escocia; Glastonbury Tor, en Somerset; la Isla de Oak, en Nueva Escocia, y el monasterio de Montserrat, en España. Este último tal vez tenga un atractivo especial, ya que los monjes siempre han defendido la idea de que Montserrat es el «Munsalvaesche» que Von Eschenbach cita como castillo del Grial en Parzival. Aunque Montserrat ha sido elegido por un sinfín de buscadores del Grial, Andrew Holmes siempre lo consideró el mejor candidato por diversos motivos históricos. Hace unos meses los monjes de Montserrat permitieron que Andrew accediera a la biblioteca medieval del monasterio. En un volumen que seguramente no había tocado ningún ser humano en los últimos novecientos años, encontró una carta escrita en 1175 y dirigida al abad de Montserrat en la que se le daba las gracias por su hospitalidad durante un peregrinaje. La misiva estaba firmada por tres hombres: Chrétien de Troyes, Robert de Boron y Wolfram von Eschenbach.

Harp tragó saliva.

—¿Los tres estuvieron en el mismo lugar y en el mismo momento? —preguntó—. Increíble. Pero ¿era algo más que una carta de agradecimiento? ¿Había alguna mención al Grial?

—No lo sé. Holmes no había compartido su contenido con el grupo. Aún no había mostrado sus cartas. Creo que pretendía causar el máximo impacto cuando estuviera listo para presentar el estudio. Pero, a juzgar por su lenguaje corporal, sabíamos que estaba más convencido que nunca de que Montserrat era la baza ganadora.

—¿Tenía una copia de la carta?

—Creo que los monjes se la dejaron fotografiar. Pero ha desaparecido. Un día me gustaría seguir los pasos que dio e intentar encontrar la carta. Tal vez lo haga si Martin Ash me da unas largas vacaciones.

—¿Y Holmes no te contó nada más sobre sus últimos avances en la investigación del Grial?

A Arthur le escamó un poco aquella pregunta.

—De hecho, había realizado un gran descubrimiento que lo tenía muy emocionado. Iba a compartirlo conmigo la noche en que lo asesinaron. Me temo que se lo llevó a la tumba.

—Es una pena —dijo Harp—. Tal vez alguien lo redescubra algún día. Creo que…

—Jeremy ¿por qué no lo dejas para mañana? —le suplicó su mujer.

Harp asintió.

—Tiene razón. ¿Por qué no tomamos un poco de pastel y hablamos de algo que nos interese a los tres? Arthur y yo tendremos tiempo de hablar del Grial mañana a la hora del té. ¿A qué hora quieres empezar la prospección?

—Cuanto antes mejor. Ciento sesenta hectáreas es mucho terreno.

—¿Qué esperas encontrar? —preguntó la señora Harp.

—Me conformaría con cualquier cosa que fuera más interesante que una lata de alubias —dijo Arthur—. No muy lejos de aquí, en un campo en Hoxne, un hombre equipado con un detector de metales encontró un tesoro que contenía unas quince mil monedas romanas de oro, plata y bronce. El Museo Británico le pagó unos dos millones de libras. No estaría nada mal encontrar algo parecido.

—Ojalá pudiera acompañarte —dijo Harp—, pero tengo que asistir a una maldita reunión sobre cuestiones agrícolas. El hombre de la caseta, Hengst, estará por aquí si necesitas algo. ¿Te apetece un poco de coñac?

—Por supuesto —dijo Arthur.

Harp dirigió la mirada hacia la galería de músicos vacía, como si estuviera escuchando las melodías entrelazadas de un cuarteto de cuerda invisible.

—Beberemos en memoria de tus amigos.

Arthur empezó a barrer el suelo, cubierto de piedras y terrones de tierra. Era un día soleado, pero a las ocho de la mañana, cuando inició la búsqueda, hacía tanto frío que veía el vaho de su respiración. Sus botas se hundían en el suelo, húmedo, fértil, lleno de promesas: la promesa de una abundante cosecha otoñal de trigo, la promesa de tesoros.

Aunque el hallazgo más importante de la mañana fue una antigua herradura de caballo, Arthur se dio por satisfecho. Era su primera salida al campo desde su hospitalización, y lo embargó un maravilloso bienestar al sentir el viento en la cara y oír el trino de los pájaros. Como un golfista que no se preocupara por el número de golpes, sino que se limitara a disfrutar del tiempo que pasaba fuera, echó a caminar por los campos de este a oeste y luego de oeste a este, con cuidado de no recorrer la misma zona dos veces.

A través de los auriculares oyó el ruido sordo de un motor. Alzó la mirada y vio un todoterreno que se aproximaba desde la casa y se detenía a unos cien metros. El guarda de la caseta se llevó los prismáticos a los ojos, pero Arthur no tenía interés en curiosear. Imaginó que el hombre agradecía tener algo con lo que distraerse en una aburrida mañana de sábado.

A mediodía clavó la pala de jardinero en la tierra para señalar hasta dónde había llegado y regresó al coche para comer los bocadillos que le habían preparado los cocineros de Harp.

A medida que la tarde avanzaba, el brazo y el hombro de Arthur empezaron a resentirse del movimiento de abanico que habían repetido durante todo el día. El sol comenzaba a ponerse. Su escolta se había ido, pero había regresado y lo observaba desde el todoterreno en punto muerto. Arthur había modificado los ajustes del detector de hierro para reducir el número de hallazgos sin valor y había pasado casi una hora desde que había oído algo interesante en los auriculares.

Se encontraba en un lugar alejado, ensimismado en pensamientos vacuos como la bandada de pájaros que sobrevolaba la zona, cuando un pitido lo devolvió a la realidad. Era un tono nítido y agradable, un poco débil. En la pantalla apareció un 64, una buena cifra, un número que incluía metales preciosos. La profundidad de lectura era de alrededor de un metro. Avanzó un poco más y oyó un claro tono doble, también con una lectura de 64. Dos objetos.

Trazó otro arco un poco más al norte del doble tono y de repente estalló una sinfonía de pitidos.

Era la primera vez que la tierra lo llamaba con esa intensidad.

Tras lograr reprimir el impulso de arrodillarse y empezar a cavar con la pala de jardinero, señaló con sumo cuidado los límites de aquel mar de pitidos. Cuando acabó, clavó la pala en el centro, dejó el detector de metales en el suelo y regresó corriendo al Land Rover para coger la pala grande.

Empezó a excavar la capa superficial, comprobando de manera periódica las señales con su detector hasta que excavó un área de unos dos metros por tres. Empezó a dolerle el costado, pero no iba a permitir que el dolor lo detuviera.

Cada palada era del tamaño de un libro. Había colaborado como voluntario en excavaciones arqueológicas y sabía lo cuidadosos y metódicos que eran los profesionales. Cuando ya había acumulado un pequeño montón de tierra, pasó el detector para verificar la ausencia de metal. Regresó al hoyo que había cavado y lo examinó con el detector. La sinfonía era más fuerte.

El hoyo era cada vez más profundo y el montón de tierra extraída, más alto. Arthur había decidido mantener el mismo nivel en toda la excavación en lugar de empezar a abrir pozos. No quería quedar en ridículo por culpa del empleo de una mala técnica en caso de que tuvieran que llamar a un arqueólogo de verdad. Cuando había descendido casi un metro y examinó de nuevo la superficie de tierra fresca, el pitido fue tan fuerte que tuvo que bajar el volumen de los auriculares.

A partir de ese momento tendría que seguir con la pala de jardinero, pensó.

Empezó a extraer capas finas de tierra, eliminando los escombros con las manos e inspeccionando cada palada antes de lanzarla al montón. De vez en cuando la pala golpeaba algo sólido, pero hasta el momento siempre habían sido piedras.

Topó con algo duro, pero en esta ocasión no fue una piedra. Palpó la obstrucción con la mano para comprobar si era más grande que una roca, pero no le pareció que fuera un nódulo de pedernal. No era tan suave como la superficie de un pedernal, ni tan áspera como una matriz calcárea. Y al deslizar el dedo por encima vio un destello de color inconfundible.

¡Oro!

Utilizó un bolígrafo como espátula por miedo a rayar la superficie del objeto con la punta de la pala. Cuando se dio cuenta de que el bolígrafo no le servía, utilizó las uñas. No tardó en desenterrar una pieza plana de oro, del tamaño de su mano, que brilló bajo la pálida luz de la tarde. Escupió en ella para eliminar la tierra pegada y poder ver el complejo grabado que lucía y se quedó sin respiración: una serie de estilizadas figuras zoomórficas refulgían en la superficie áurea.

Parecía la babera de un yelmo, tal vez anglosajón.

Limpió con cuidado la tierra que rodeaba la babera y apareció otra pieza. Al cabo de un minuto Arthur había desenterrado un brazalete trenzado, grueso, dorado y de preciosa factura.

A juzgar por el pitido insistente del detector, había más piezas. Muchas más.

Se puso en pie, miró hacia el todoterreno que estaba aparcado a lo lejos y le hizo un gesto con el brazo a Hengst, el guarda.

Cuando Jeremy Harp volvió por fin a casa, le pidió a Hengst que se metiera en el hoyo para ayudarlo a bajar. Entre los tres ocupaban casi todo el espacio, por lo que el guarda tuvo que volver a salir. Arthur se arrodilló junto a Harp y le mostró la babera y el brazalete.

—¡Extraordinario! —exclamó Harp acariciando la fría superficie dorada de la babera con su gordo dedo índice.

Entonces Arthur lo llevó hasta el extremo del hoyo donde, mientras esperaba a que llegara Harp, había desenterrado otra pieza fabulosa: una cruz pectoral de oro con un granate central en forma de bretzel.

—¿De qué época son? —preguntó Harp.

—Calculo que deben de ser del siglo VII, o quizá del VIII. No soy un experto, pero creo que son anglosajonas. Seguramente las enterraron aquí para esconderlas, y las guardaron en bolsas de cuero o tela que se descompusieron hace tiempo.

—¿Esto es todo o hay más?

—Tiene que haber más. Queda mucha tierra por excavar. Podría haber docenas, quizá centenares de piezas.

—Pues aprovecha mientras aún hay luz. Vamos a ver qué tengo.

Arthur detectó el primer indicio de problemas en ese «qué tengo», de modo que eligió las palabras con sumo cuidado.

—Jeremy, creo que no deberíamos excavar más. Tenemos que llamar a los profesionales.

Arthur vio cómo aquel hombre menudo se ponía tenso. A pesar de que le había pedido que lo tuteara, dirigirse a él como doctor Harp habría sido una elección más acertada. No parecía muy contento con el hecho de que alguien cuestionara sus instrucciones.

—¿Profesionales? ¿A quién te refieres? —preguntó con brusquedad.

—Estoy seguro de que Suffolk dispone de un servicio arqueológico. Todos los consejos de condado lo tienen. Enviarán a un equipo para realizar una evaluación. Y no me extrañaría que en un caso como este vinieran mañana mismo. Puedo investigar si tienen un número de contacto para los fines de semana.

Harp ordenó al guarda que lo ayudara a salir y lanzó una mirada autoritaria a Arthur desde el borde del hoyo.

—Estamos en mis tierras y haré lo que me plazca en ellas. No quiero que unos desconocidos invadan mi propiedad.

Arthur notó que el rostro empezaba a arderle.

—Mire, doctor Harp, me temo que hay que seguir una serie de procedimientos incluso en tierras privadas. Acostumbro a hacer este tipo de prospecciones y estoy bien informado sobre estas cuestiones. La Ley sobre Tesoros de 1996 exige que todos los posibles descubrimientos de objetos antiguos y valiosos, ya sea en terrenos públicos o privados, se comuniquen al juez de instrucción local para que determine si cumple con la definición de tesoro. Y lo mejor sería llamar a los arqueólogos en primer lugar.

—¿Y cuál es la definición de tesoro?

—Objetos de más de trescientos años que contengan al menos un diez por ciento de oro o plata. Estoy seguro de que cumpliremos con los requisitos.

—¿Y si te digo que no llames a los arqueólogos ni al juez?

Arthur respiró hondo.

—Estoy obligado a llamarlos, señor.

Harp parecía un volcán a punto de entrar en erupción.

—Y si el juez y sus lacayos llevan a cabo la investigación, ¿qué sucederá cuando hayan acabado?

—El servicio arqueológico del condado excavará y catalogará el tesoro, y el Comité de Tasación de Tesoros de Londres dictaminará su valor.

—¿A cuánto podría ascender?

—Sería una cifra bastante elevada. No me gusta hacer especulaciones, pero, como le dije anoche, algunos tesoros se han tasado en varios millones.

—¿Y yo sería el beneficiario de esa cantidad?

Arthur decidió mantenerse firme y no ceder.

—Bueno, en realidad ambos seríamos los beneficiarios, señor. Como descubridor del tesoro con permiso del propietario de las tierras, me correspondería la mitad.

Harp echó a andar, enfurecido, pero se volvió un instante.

—Haz lo que consideres más conveniente, Malory. Mi mujer y yo tenemos un compromiso esta noche. Te servirán la cena en la habitación. Convendría que te marcharas a primera hora de la mañana.