La facultad de Historia de Oxford se encontraba en George Street, apartada de la calle principal, en un edificio con el tejado a dos aguas que en el siglo XIX había albergado el City of Oxford High School for Boys, la escuela a la que asistió T. E. Lawrence, que habría de convertirse en el afamado Lawrence de Arabia.
En el pasado Arthur se había reunido con Holmes en la facultad, pero nunca se había encontrado con Maddie. La mujer, de cara redonda y vestida con un jersey holgado, lo recibió en su cubículo y le ofreció una taza de té preparado con su hervidor eléctrico personal. Cuando empezó a hablar de Holmes se le empañaron los ojos y Arthur no tardó en darse cuenta de que su amigo había sido su profesor favorito.
—¿Cómo se encuentra, señor Malory? —preguntó Maddie—. El profesor hablaba maravillas de usted.
—Voy mejorando poco a poco, gracias. Regresaré al trabajo el lunes.
—Estoy segura de que lo ayudará a no pensar en…
Se le entrecortó la voz y Arthur acudió en su rescate.
—Estoy convencido de que así será.
Al final decidió ir al grano. Le dijo a Maddie que Holmes iba a hablarle de un descubrimiento muy reciente relacionado con el Grial. ¿Sabía a qué podía referirse?
—Me temo que no —respondió la mujer—. Acostumbrábamos a hablar de cuestiones del departamento, no de asuntos académicos. De vez en cuando le pasaba al ordenador algún manuscrito, pero ninguno en los últimos tiempos.
—¿Llevaba una agenda de sus reuniones o viajes?
—Tenía una pequeña agenda personal que siempre llevaba encima. Él mismo gestionaba sus viajes y citas. No acostumbro a encargarme de esos temas de la facultad. Sé que la policía preguntó por una agenda hace unas semanas y que buscaron en su despacho, pero no encontraron nada, por lo que imagino que la llevaba encima o que la tenía en casa.
—¿No tenía ningún otro registro de sus planes?
La mujer tomó un sorbo de té.
—Tenía un calendario de escritorio en el que anotaba algo de vez en cuando, creo.
—¿Puedo verlo?
—No tengo permiso —dijo Maddie—. El jefe de departamento aún no ha decidido qué va a suceder con su despacho.
Arthur le dedicó la más cálida de sus sonrisas, y los reparos de Maddie se desvanecieron.
—Venga. Supongo que eso no le hará daño a nadie. La policía dijo que ya habían examinado todo lo que necesitaban.
El despacho estaba ordenado y bien organizado, con etiquetas escritas a mano en las carpetas y los cartapacios. En el calendario solo había unas cuantas anotaciones. La primera que le llamó la atención fue dolorosa, del día de su muerte.
«Cumpleaños de Ann/Cena cum Arthur».
Examinó las semanas anteriores. Había referencias a reuniones de la facultad o citas con estudiantes. Solo una de las entradas tenía cierto interés. El 12 de marzo había una nota muy tentadora.
«Día fuera. ¡BG!».
—¿Sabe dónde fue este día? —le preguntó a Maddie señalando la fecha en cuestión.
—No tengo ni idea.
—¿Se le ocurre alguna forma de averiguarlo?
La mujer negó con la cabeza.
—La única otra persona que podía saberlo era la señora Holmes, y ya no podemos preguntárselo.
—Si hubiera tomado un tren o un avión, ¿lo habría reservado él mismo?
—Imposible. Era un negado para esas cosas. Me habría encargado yo, pero no hice ninguna reserva.
—De modo que debió de ir en coche.
—Es lo más probable.
—¿Sabe quién podría ser BG?
—Me temo que no. Y no conozco a ningún profesor de la facultad u otro colega cuyo apellido empiece por G.
Arthur lanzó un suspiro y le pidió algo más. Lo hizo en un tono de voz tan lastimero que la mujer se limitó a asentir. Le concedió diez minutos, cerró la puerta al salir y lo dejó a solas. Se puso manos a la obra de inmediato y empezó a registrar los cajones y los archivadores; las etiquetas escritas con la clara letra de Holmes le ayudaron. Sin embargo, cuando volvió Maddie, que había sido generosa con el tiempo, no había encontrado nada sobre la carta de Montserrat y, aún peor, nada sobre la noticia que Holmes quería darle.
Después de dar un paseo por el antiguo patio del Corpus Christi College para despejarse la cabeza, Arthur regresó al aparcamiento. Cuando estaba a punto de entrar en el Land Rover tuvo de nuevo la sensación de que lo observaban; tras volverse bruscamente y examinar el entorno, se sentó al volante y regresó a Wokingham lleno de inquietud.
Su regreso a Harp Industries fue más difícil de lo que había previsto. Lo embargaba la sensación de que había estado de baja mucho más tiempo del que en realidad había transcurrido. Gente que no lo conocía demasiado le lanzaba miradas furtivas e incómodas, y los que eran colegas y amigos más cercanos le prodigaban más atención de la que quería. Cuando llegó a su despacho se había cansado de responder tantas veces a las mismas preguntas de la misma manera.
Su ayudante administrativa, Pam, lo recibió con una actitud más despreocupada, pero ya se había puesto en contacto con él dos semanas antes para empezar a preguntarle por algunas cuestiones relacionadas con el trabajo y para programar reuniones.
—¿Café? —le preguntó.
—Sí, por favor, pero por extraño que parezca he empezado a tomarlo con azúcar. Debe de haber sido el golpe en la cabeza.
—Pues azúcar. Martin viene hacia aquí. Me pidió que lo avisara en cuanto llegaras.
Martin Ash apareció al cabo de poco en la puerta de Arthur con una sonrisa de oreja a oreja y un par de sobres. Tenía poco más de sesenta años y era un ejecutivo consumado, capaz de pasar de un tono paternal a otro más autoritario. Ese día era todo simpatía y amabilidad.
—Nos alegramos mucho de volver a tenerte entre nosotros, Arthur —dijo sentándose en una silla.
—Muchas gracias por venir a verme al hospital. Creo que ese día me estaban haciendo una resonancia.
—Estábamos preocupadísimos. Te he traído una postal de bienvenida firmada por todos los miembros de la división de imanes.
Arthur le echó un vistazo y la dejó en la mesa.
—Estoy listo para volver a ponerme manos a la obra. Es la época de cierre de presupuestos y sé que tengo que empezar a trabajar ya mismo para cumplir con los plazos previstos.
—No quiero que te fuerces más de la cuenta. Has pasado por una experiencia muy traumática. Mientras estabas de baja le he pedido a Stu Gelfand que se ocupara de esos asuntos. Creo que ha empezado a trabajar con tus directores para poner al día los números.
Stu Gelfand dirigía la división de imanes del sector consumo. Arthur dirigía la división industrial, que era mucho más grande. Existía una clara rivalidad entre ambos para hacerse con el puesto de Ash cuando este se retirara, y Arthur no quería que Stu metiera la nariz en su departamento.
—Tendré que enviarle una cesta de fruta a Stu —comentó Arthur.
—Una cosa más. He recibido una carta del doctor Harp por mensajero que quiere que te entregue en persona. Aquí la tienes.
—Ignoraba que supiera quién soy.
—Arthur, creo que ahora todo el mundo te conoce.
Jeremy Harp tenía una copa de armañac en las manos. Estaba en el Boodle’s, su club de Londres, cuando un camarero se acercó y le comunicó que su invitado había llegado.
—Hazlo pasar —dijo Harp meneando la copa.
Raj Chatterjee entró con una gran sonrisa y admirando con mirada atenta el oscuro y suntuoso interior del salón.
—Hola, Jeremy —dijo—. Siempre había querido ver cómo era este lugar por dentro.
—Pues ya lo has conseguido. ¿Un trago?
—Un agua con gas —le pidió al camarero—. ¿Podrías lograr que me admitieran? —preguntó Chatterjee con una sonrisa radiante.
Harp sabía que era imposible. Era difícil que aceptaran la solicitud de un bengalí por mucho que fuera profesor numerario del Instituto de Física Teórica de Berna.
—Ya veremos, Raj. De momento puedes consolarte con el hecho de que ya perteneces a un club mucho más exclusivo.
Chatterjee asintió con un movimiento enérgico de cabeza.
—¿Has venido a dar una conferencia? —preguntó Harp.
—Sí. Esta noche imparto un seminario y mañana presento un estudio.
—Bien, pues me alegro de que hayas encontrado un momento para que nos veamos.
Chatterjee se puso serio.
—Bueno, dime, ¿de qué se trata?
Harp miró a su alrededor para asegurarse de que nadie se había sentado en alguno de los sillones más próximos.
—Por suerte, el asunto Holmes no ha provocado secuelas. No parece que la policía esté siguiendo ninguna pista. Creo que Griggs está a salvo.
—Esto ha sido un gran contratiempo, Jeremy —le espetó Chatterjee.
Harp abrió las manos en un gesto de indefensión.
—¿Qué quieres que te diga? Griggs me aseguró que fue inevitable. Al menos parece que ha sabido eliminar cualquier rastro que pudiera delatarlo.
—Pero Malory sigue con vida.
—Por suerte.
—Malory podría identificar a Griggs y, si él se fuera de la lengua, estaríamos en una situación muy vulnerable.
—Soy consciente de todo eso. Nadie se ha arriesgado más que yo. Y Griggs también es consciente de su propia vulnerabilidad. He tenido que ofrecerle un sustancioso incentivo para que no eliminara a Malory aún.
—No soy el único que cree que no debemos subestimar la gravedad de la situación. Griggs nos ha metido en un buen apuro.
El tono de su colega hizo que a Harp le temblara el labio.
—Comparto esas preocupaciones —dijo intentando controlar su ira.
—¿Cómo puedes tener la certeza de que Malory emprenderá la búsqueda del Grial?
—En un mundo cuántico la certeza es un concepto esquivo, Raj. Pero estoy bastante seguro de que reaccionará de manera enérgica. Malory sabe que Griggs le sigue la pista. La otra noche fingió que pretendía atropellarlo. Sabe que la policía no contempla otra opción de lo sucedido en casa de Holmes que no sea el robo. Y sabe que el Grial es una pieza clave en el asunto. Estoy seguro de que cree que la única forma de quitarse de encima a Griggs, el único camino que puede conducirlo a la salvación, es encontrar el Grial, si puede encontrarse, y mostrarlo al mundo. Y créeme, no dejaremos de presionarlo para que no se duerma en los laureles.
—Pero cuando llegue el momento adecuado habrá que eliminar a Malory —insistió Chatterjee.
—Por supuesto. Está viviendo de prestado y nosotros somos el banco. Griggs también.
Chatterjee asintió con la cabeza.
—¿Se ha recuperado ya lo bastante para retomar el rastro?
—El otro día Griggs lo siguió hasta Oxford. Fue a la facultad de Historia. Supongo que examinó la oficina y los papeles de Andrew Holmes, pero sabemos que los últimos documentos no estaban ahí. Al menos es una señal de que ha empezado la búsqueda.
—¿Aún tienes pinchado su teléfono?
—Por suerte mandé retirar el micrófono del aparato de su despacho antes de que la policía investigara la posible intervención de las líneas. En estos momentos no podemos arriesgarnos a instalar nuevos micrófonos, aunque Griggs quería intentarlo.
—Pero entonces ¿eso es todo? ¿Ahora toca esperar?
—Ya sabes que la pasividad no forma parte de mi carácter. Le he enviado una carta a Malory.
—¿Que has hecho qué?
—Le he enviado una carta. Una bonita nota escrita a mano con mi papel personal.
—Bromeas.
—No. Nunca nos hemos visto cara a cara y quiero conocerlo mejor. Lo he invitado a que participe en la búsqueda de un tesoro.