5

Arthur se despertó con el alegre trino de los pájaros que cantaban frente a la ventana de su habitación y bajó las escaleras medio dormido para encender la cafetera. Mientras el café caía gota a gota, salió por la puerta trasera para ver el aspecto de la naturaleza. Caía una lluvia fina y el jardín se mostraba fecundo y rebosante de flores.

A medida que la fractura de cráneo, la costilla y los pulmones irritados fueron mejorando con el paso del tiempo, pudo empezar a aumentar su nivel de actividad. Siempre había estado en forma (le gustaba correr, ir en bicicleta, caminar por el campo con su detector de metales) y la reciente inactividad tampoco lo había sumido en la decrepitud. Con el visto bueno de su médico, había empezado a correr un poco, pero sin forzar demasiado su maltrecha caja torácica.

Tenía una acogedora casa de tres plantas en una calle bastante bulliciosa de Wokingham. El ruido de la circulación nunca había supuesto una molestia porque solo lo oía cuando tenía que levantarse temprano entre semana, pero después de pasar un mes entero en casa había empezado a pensar en la posibilidad de buscar un lugar más tranquilo.

Era su primera casa y se ajustaba a sus necesidades como si fuera una especie de Ricitos de Oro: no era ni muy grande ni muy pequeña. Utilizaba la habitación de menor tamaño de despacho y había decorado la planta baja con muebles clásicos. Sus padres habían fallecido al cumplir los sesenta: su padre, Arthur, de una enfermedad del corazón, y su madre de cáncer. Ahora que ya no estaban y que no tenía hermanos con los que compartir recuerdos, le gustaba esa sensación de familiaridad, de disfrutar del mismo salón y el mismo comedor en los que había crecido. Llenó las estanterías con volúmenes que había recopilado su padre: historia, geología, arqueología y libros de viaje, además de una buena colección sobre temas artúricos que él mismo había complementado con sus propias adquisiciones.

De vez en cuando compartía la casa con una novia, pero solo hasta cierto punto. Nunca había estado comprometido, jamás había permitido que nadie se instalara de manera definitiva y, tal y como señalaban sus amigos, mostraba una falta de entusiasmo crónica hacia el compromiso. Su última novia había sido algo más tajante el día en que rompieron.

—Eres un maldito narcisista, Arthur, ¿lo sabías? —le espetó.

—¿Es narcisismo sentir pasión por mi trabajo y mis aficiones? —replicó él.

—¡Sí, si siempre los antepones a mis deseos!

—Siento que no me entusiasmara ir de crucero por el Caribe. No es el ambiente que más me va, me temo.

—Lo único que te importa es tu ambiente. Lo siento, pero pasar el día excavando en el barro en busca de tesoros y tener que aguantar tus aburridos discursos sobre los amigos del rey Arturo… Eso tampoco es mi ambiente.

Arthur la miró con frialdad y replicó a ese último reproche:

—Tal vez las cosas habrían sido diferentes si estuviera enamorado de ti.

Las palabras de despedida de la chica fueron bastante desagradables, y con razón.

Desde el jardín, Arthur oyó el timbre. Se limpió los zapatos en el felpudo, atravesó la casa y cogió el bate de críquet que tenía junto a la entrada; luego acercó la cara a la mirilla que había instalado en la puerta. Al ver que era el inspector Hobbs, con su gesto adusto, dejó el bate y abrió la puerta.

—¿Podría concederme un minuto, señor Malory?

—Adelante. ¿Un café? Acabo de poner la cafetera.

—No, gracias.

Entraron en la sala de estar de Arthur. Hobbs no se quitó la gabardina y miró a su alrededor.

—Tiene una casa bonita —dijo.

—Gracias.

Se fijó en una lámpara de queroseno roja que había en el aparador y la cogió.

—Qué bonita. ¿Es una antigüedad?

—No, es moderna. Es útil tenerla a mano cuando hay un corte de luz. ¿En qué puedo ayudarlo?

Hobbs dejó la lámpara en su sitio.

—Hemos investigado una serie de robos cometidos en Oxford y alrededores y quería mostrarle las fotografías de los posibles sospechosos para comprobar si alguno de ellos fue el hombre que lo atacó.

Arthur negó con la cabeza y dejó la taza de café.

—No sé cuántas veces voy a tener que decírselo. No fue un robo.

—Se lo agradezco y hemos tomado nota de sus declaraciones oficiales. Sin embargo, debemos atenernos a los hechos. Desde un punto de vista puramente científico, estamos convencidos de que la casa del profesor Holmes fue asaltada. En la universidad se han producido más robos. Estamos trabajando con la teoría de que el autor podría ser el responsable del robo que se perpetró en su despacho de la universidad y que podría haber obtenido la dirección de su casa entonces.

—Mire, yo… —intentó decir Arthur, pero Hobbs lo cortó.

—Es más, un vendedor de antigüedades de Reading recibió unos objetos de plata que despertaron sus sospechas y llamó a la policía. Hemos comprobado que pertenecían al profesor Holmes y hemos identificado al hombre que intentó venderlos, un drogadicto que estaba internado en un centro de desintoxicación la noche de los hechos. Sin embargo, hemos averiguado que los obtuvo de un delincuente que a su vez los había obtenido de otro. Esa cadena de escoria nos ha conducido a un callejón sin salida, pero no hace sino reforzar nuestra teoría de que lo sucedido fue un robo.

—Sigue sin tener en cuenta el Grial —dijo Arthur, que no parecía frustrado, tan solo cansado.

—Francamente, la idea de que este crimen atroz esté relacionado de algún modo con el Santo Grial me resulta descabellada. La cuestión no es lo que usted desea oír, sino la verdad. Y ahora, ¿le importaría echar un vistazo a las fotografías de esos sospechosos de robo? También están las de los drogadictos que he mencionado.

Arthur lanzó un suspiró y examinó las fotografías. No le sorprendió que ninguno de los sospechosos fuera el hombre al que había visto.

—Quiero que le quede claro que ninguno de estos hombres guarda el menor parecido con el retrato robot policial —dijo Arthur.

—Lo entiendo. Como sabrá, hemos publicado el retrato en los periódicos y no hemos recibido ninguna pista fiable.

—¿Me está diciendo que mi versión de lo sucedido esa noche no le merece ninguna credibilidad?

—Solo digo que recibió un golpe muy fuerte en la cabeza.

—¿Se ha tomado al menos la molestia de buscar pruebas sobre el posible pinchazo de mis teléfonos o de los de Andrew Holmes?

—Pues sí, y no encontramos nada.

—De acuerdo, muy bien —dijo Arthur, irritado—. Si me disculpa, tengo otras cosas que hacer.

Hobbs se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo al ver el bate de críquet.

—¿Aún cree que lo están observando, señor Malory?

—¿Por qué iba a molestarme en decirle lo que creo?

—Muy bien, como quiera. Si desea hablar conmigo, tiene mi tarjeta.

Después de dedicar el día a la jardinería, Arthur decidió aprovechar las energías que aún le quedaban. Se puso la ropa de deporte y salió a la fría oscuridad. Apenas circulaban coches, pero aun así prefirió ser precavido y no bajó de la acera. En los últimos tiempos su lugar favorito para correr era el parque que había cerca de Langborough Road, no muy lejos de su casa.

Notaba una punzada de dolor en el costado cada vez que pisaba con el pie izquierdo, pero intentó no hacer caso de las molestias y disfrutar del agradable aire nocturno.

Al tomar Fairview Road le pareció notar la presencia de un coche que se acercaba por detrás, por lo que siguió su camino sin bajar de la acera. Para llegar al parque tenía que cruzar Fairview, una tarea fácil incluso de día, ya que se trataba de una calle muy tranquila. No venían coches de frente y el que se acercaba por detrás parecía haberse detenido. Sin embargo, cuando estaba en mitad de la calzada oyó el rugido de un motor y vio unos potentes faros.

Un coche grande se dirigía hacia él y no iba a frenar.

Arthur miró por encima del hombro. Lo único que veía eran los faros, como los ojos de un depredador nocturno.

Hizo lo único que podía hacer. Se impulsó con el pie derecho e intentó saltar para llegar a la otra acera. Se oyó gritar a sí mismo.

El coche no lo embistió por muy pocos centímetros.

Rodó por el suelo y se detuvo sobre el costado derecho, en la hierba del parque.

El coche huyó sin detenerse, dobló a la izquierda por Gipsy Lane y desapareció mientras el rugido del motor se alejaba.

El dolor de la costilla fisurada le cortó la respiración. Se tendió de espaldas con una mueca y miró las estrellas.

Una mujer salió corriendo de la casa número siete.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Eso creo.

—Le he oído gritar —dijo ciñéndose la bata al pecho—. ¿Qué ha sucedido?

Arthur se incorporó a pesar del dolor.

—Casi me atropella un coche.

—Hay muchos gamberros estúpidos por aquí —respondió la mujer—. ¿Ha logrado ver la matrícula?

—No.

—¿Quiere que llame a la policía? ¿Necesita una ambulancia?

—No, estoy bien. —Se puso en pie y se llevó la mano al costado para hacer presión y mitigar así el dolor—. Vivo en Crescent Road, puedo apañármelas solo. ¿Hay cámaras de seguridad en esta calle?

—No. Creo que con todos esos niños en el parque debería haber alguna, pero el ayuntamiento tiene otras prioridades. ¿Está seguro de que se encuentra bien? No me costaría nada llamar a la policía.

—No. Me temo que sería una pérdida de tiempo. Pero gracias, ha sido muy amable.

La mujer cerró la puerta y Arthur emprendió el camino de vuelta a casa, mirando a su alrededor y aguzando el oído por si se aproximaba otro coche.

Intentó imaginar el aspecto del conductor y le vino a la mente el hombre corpulento de rostro curtido y pelo corto que lo había estado acechando en sueños.

Entrar en el Bear Inn fue como hacerlo en un velatorio. Tony Ferro vio a Arthur en cuanto cruzó la puerta, y cuando este logró abrirse paso entre la multitud hasta la mesa ya lo esperaba una pinta de cerveza.

El Bear Inn era el pub favorito de Holmes no solo porque servía la mejor cerveza de la ciudad, sino porque era el más antiguo de Oxford, algo que siempre tenía importancia para un historiador. Además, estaba cerca de su facultad, el Corpus Christi College. Siempre que los lunáticos del Grial se reunían, lo hacían en ese pub, y esa noche no iba a ser distinta, salvo por el doloroso hecho de que Holmes había muerto.

Alguien había colocado una fotografía del profesor en la barra. Reflejaba a la perfección su peculiar encanto, con el mentón prominente, su frondosa mata de pelo, la pajarita de seda, su americana de cinco botones y un bastón con empuñadura de marfil que había utilizado bastante en los últimos tiempos para que su mujer se sintiera menos acomplejada por el suyo. Curiosamente, el bastón era una de sus pocas posesiones que había sobrevivido al incendio. Un vecino, tal vez el mismo héroe que había salvado a Arthur de las llamas, lo había encontrado en la acera entre los escombros, abandonado por los bomberos después de vaciar las habitaciones delanteras antes de que la casa se derrumbara. Ahora descansaba en una de las mesas del pub, convertido en un objeto triste y melancólico como no había ningún otro.

Al ver la fotografía de Holmes, Arthur intentó reprimir en vano un sollozo. El profesor siempre había querido que Arthur se sentara frente a él en el pub para poder entablar conversación más fácilmente. En una de sus reuniones soltó: «¡Después de cuatro pintas, si entrecierro un poco los ojos, cuando miro a Arthur me parece estar viendo a sir Thomas Malory, ese viejo bribón, en carne y hueso!». En otra ocasión dijo: «Si alguna vez acabo el libro que estoy escribiendo sobre sir Thomas, te encargaré el prólogo».

«¿Y qué iba a escribir yo?», preguntó Arthur.

«No lo sé —dijo Holmes entre risas—, ¿qué tal algo sobre por qué la fascinación por el rey Arturo parece ser un rasgo hereditario?».

Tony les abrió paso hasta la mesa del grupo. Aaron Cosgrove se puso en pie y dio un fuerte abrazo a Arthur, que hizo una mueca de dolor. Cosgrove era un lingüista australiano que daba clase en Reading y que mostraba cierta inclinación por los chistes malos.

—Apártate un poco, Sandy —le indicó a Sandy Marina—. Deja sitio a Arthurus Rex.

Sandy movió los posavasos de las cervezas para dejar sentar a Arthur.

—Me alegra ver que te has recuperado y que tienes buen aspecto —dijo, y le dio una palmada en la pierna.

Arthur no podía apartar la mirada del bastón de Holmes. Los diminutos ojos de rubí engastados en la curiosa cabeza que daba forma a la empuñadura estaban sucios de hollín.

Sandy siguió la mirada de Arthur y acarició el bastón.

—Le pedimos al dueño del pub si podía guardarlo aquí.

No fue necesario que añadiera nada más. Esa sencilla frase lo decía todo. Iban a continuar reuniéndose como grupo y Holmes seguiría en su corazón.

—Por Andrew y por Ann —dijo Tom levantando su vaso.

—Por Andrew y por Ann —repitieron todos.

Arthur se bebió media pinta de un trago, aturdido aún por el hecho de que Holmes, esa fuerza de la naturaleza, ya no estuviera entre ellos. La fuerte cerveza tenía un efecto medicinal.

Los demás miembros del grupo mostraron un afable interés por el estado de salud y emocional de Arthur. La mayoría solo conocían la versión oficial de los hechos: que los tres habían sorprendido a un ladrón y a continuación se había producido la tragedia. Arthur se limitó a responder con monosílabos y un gesto adusto y les dijo que pensaba volver pronto al trabajo. En lo que a él respectaba, la velada estaba dedicada a Arthur y Ann, no a él.

Tony se enjugó una lágrima antes de que desapareciera en su bigote. Llevaba su típico jersey sin mangas que escondía su abultada tripa, y en honor de los fallecidos lucía la corbata del Corpus Christi College que, medio en broma, Holmes le había regalado un año por Navidad, a él que precisamente era de Cambridge. «Te regalo esta corbata para fastidiarte, Tony, ya que sé que tu amor por Oxford no tiene límites. Espero que la guardes en el fondo de un cajón y que solo te la pongas en caso de que tengas que acudir a mi funeral».

Aaron reparó en la corbata, señaló las paredes del pub cubiertas de vitrinas con antiguas corbatas de las diversas facultades y le preguntó si también querría exponer la suya.

—No, creo que me la quedaré —dijo Tony.

Todos pronunciaron palabras mesuradas sobre el horror de lo sucedido, la trágica pérdida de dos personas excepcionales.

—¡Todos sus libros y sus documentos! Qué desastre —exclamó Dennis Lange, un viejo autor artúrico.

—Y a mí qué me importan los malditos libros. Yo quiero que vuelva Holmes —dijo alguien.

—Dennis tiene razón al lamentar la pérdida de los libros —replicó Arthur—. Andrew habría dicho lo mismo. La gente muere, pero los libros perduran.

Dennis apuró la pinta y esbozó una sonrisa para agradecerle el apoyo.

—Bueno, supongo que nunca conoceremos las conclusiones de Andrew sobre el Grial y Montserrat —dijo Aaron, que retomó el hilo de un tema tratado en la última reunión del grupo—. Imagino que su manuscrito se ha convertido en cenizas o que estaba almacenado en un disco duro destrozado por las llamas.

—Quizá el Grial no quiera ser encontrado —comentó Sandy.

—Todos estamos muy ocupados —dijo Aaron—, pero algún día uno de nosotros debería ir a Montserrat y buscar la carta de Holmes para comprobar si hay fuego detrás del humo. —En cuanto pronunció esas palabras se dio cuenta de lo desafortunado de su comentario, murmuró algo en tono de disculpa y se ofreció a pagar la siguiente ronda.

—Todos nos sentamos en torno a nuestra mesa redonda y hablamos y bebemos ad náuseam —dijo Sandy al levantarse para echar una mano a Aaron con los vasos—. Lo que necesitamos es un caballero que monte en su caballo y emprenda una verdadera búsqueda del Grial. Un Galahad moderno.

Arthur se dio cuenta de que Sandy lo miraba fijamente.

Tony se levantó para ir al baño y Arthur lo siguió. Cuando su amigo salió del lavabo, Arthur lo arrastró hasta la salida trasera para poder hablar a solas con él.

—Tony, sabes que no quiero revelar los detalles de lo sucedido esa noche a todo el grupo, ¿verdad?

—Te entiendo. Sandy y yo no se lo hemos contado a nadie.

—No he parado de darle vueltas al tema.

—No me cabe la menor duda.

—La policía no cree nada de lo que les he dicho. Piensan que es todo producto del trauma que sufrí. Para ellos no fue más que un allanamiento de morada de alguien que decidió entrar por el jardín.

—Es una vergüenza —masculló Tony.

—Sigo sin entender cómo ha podido suceder algo así. Ignoro el motivo que puede llevar a alguien a cometer semejante atrocidad para encontrar el Grial.

—A no ser que esas personas estén convencidas, más que cualquiera de nosotros, de que existe de verdad.

Arthur asintió.

—Y a menos que lo consideren un objeto sumamente importante. Tony, creo que alguien intenta matarme.

Tony parecía consternado.

—¿Estás seguro? ¿Has visto a alguien?

—Al principio tan solo tenía la sensación de que me vigilaban cuando conducía, en el aparcamiento del supermercado, ese tipo de cosas. Pero hace unas noches salí a correr y alguien intentó atropellarme.

—¿Lo has denunciado a la policía?

—¿De qué habría servido? No logré ver la matrícula, no hubo testigos y no había cámaras de seguridad en la calle. Ya sabes que creen que estoy loco.

—¿Y qué piensas hacer?

—No he dejado de darle vueltas al asunto, pero no sé qué hacer. ¿Por qué no va a regresar el asesino a rematar la faena? Soy el único testigo de un doble asesinato.

—Al menos eso sí que lo habrá entendido la policía.

—Sí, pero están convencidos de que fue un robo que salió mal y creen que el Grial es un producto de mi mente confusa. Me han dicho que me proporcionarán protección cuando reciba una amenaza clara, pero también han dejado caer que es poco probable que un yonqui que entra a robar en una casa, incluso uno que ha cometido un asesinato, se atreva a eliminar a un testigo. Mira, Tony, si creyera que el hombre que entró en casa de Andrew era un simple ladrón, lo aceptaría y seguiría adelante con mi vida. Pero hay algo más. Lo sucedido tiene que ver con el Grial. He estado a punto de morir por culpa del Grial. Y ahora creo que es lo único que podría salvarme.

—¿A qué te refieres?

—Holmes averiguó algo, y eso era lo que buscaba el hombre que entró en su casa. En un momento dado me preguntó si Holmes ya me había dicho de qué se trataba. Creen que Andrew me había revelado su descubrimiento. Yo estaba convencido de que eso me proporcionaría cierta protección, al menos hasta que trataron de atropellarme. Sé que lo volverá a intentar, y tarde o temprano lo conseguirá. Lo sé.

—Caray, Arthur.

—Aunque las posibilidades sean remotas, creo que el único modo de estar a salvo es hacer lo posible por encontrar el Grial y, en caso de lograrlo, anunciar su descubrimiento públicamente. Desde mi punto de vista, es la única forma de neutralizar a las partes interesadas de las que habló el ladrón. Tengo que encontrar el Grial y descubrir la identidad del asesino. De lo contrario, el grupo acabará bebiendo también en mi memoria.

—¡Ni tan siquiera sabemos si existe, Arthur!

—Pero alguien cree que sí.

—¿Cómo puedo ayudarte?

—En el fondo soy un profano en la materia, Tony. Necesitaré la ayuda de un verdadero estudioso. Pero tendremos que ir con cuidado. No quiero involucrarte más de la cuenta.

—Por supuesto. Haré todo lo que pueda.

—¿Sabes si Holmes tenía una agenda donde apuntara las citas?

—No tengo ni idea. Habla con la secretaria de su departamento. Se llama Madeleine. Él la llamaba Maddie. Te enviaré su número.

—Gracias.

—Y ten cuidado, por el amor de Dios. No quiero perder a otro amigo.