Algo iba mal, muy mal.
La luz era mortecina, artificial y débil; los sonidos, mecánicos: zumbidos y pitidos.
A Arthur le dolía la cabeza y el costado izquierdo. Tenía la garganta irritada e hinchada. Parpadeó varias veces y enfocó el techo. Paneles acústicos de color hueso. Movió los dedos y notó unas sábanas ásperas.
Estaba en una cama, tendido de espaldas.
Intentó incorporarse, pero se dio cuenta de que tenía los brazos atados a las barandillas laterales. Acto seguido una mujer ocupó todo su campo de visión, una enfermera joven de rostro amable.
—Señor Malory. Se ha despertado. Voy a avisar al médico.
Un médico. ¿Por qué? ¿Dónde estaba? ¿Qué había sucedido?
La enfermera volvió, le soltó las correas y subió la cama. Le ofreció zumo con una pajita. Arthur tenía la garganta muy seca y sorbió con fuerza. Notó una punzada en el pecho y tosió.
—Tómeselo con calma.
—¿Dónde estoy?
—En el hospital John Radcliffe. En la unidad de cuidados intensivos de neurocirugía.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Tres días.
—¿Qué me ha pasado?
—El doctor Singh, que ya viene hacia aquí, responderá a todas esas preguntas.
El médico era un hombre diminuto, llevaba un pijama sanitario azul, tenía un rostro adusto y era obvio que no le sobraba el tiempo. Antes de que Arthur pudiera abrir la boca, vio una linterna en la mano del doctor y notó un fuerte resplandor en los ojos. Después de un breve examen neurológico, de comprobar la fuerza de sus extremidades y su sensibilidad, el neurocirujano ya estaba listo para hablar.
—Ha sufrido una fractura craneal y un pequeño hematoma subdural que he logrado evacuar. Le dejaremos las vendas hasta mañana o pasado mañana. También ha sufrido una lesión, una fractura en una costilla.
—Me duele mucho el costado.
—¿Sabía que tiene un par de costillas más de lo normal?
—Sí.
—Bueno, pues es probable que la de la izquierda le haya salvado la vida, ya que es ahí donde rebotó la bala. De lo contrario le habría alcanzado el bazo y habría podido morir desangrado.
—¿Una bala?
—¿No recuerda lo que sucedió?
—No.
—La amnesia postraumática es una de las secuelas habituales en casos como el suyo. Puede que recupere la memoria de lo sucedido, pero no es seguro. Es imposible saberlo.
—Dígame qué sucedió.
—Preferiría dejarle esa cuestión a la policía. Están impacientes por hablar con usted. Intentaré postergarlo tanto como me sea posible. También inhaló humo, por lo que tuvimos que proporcionarle respiración asistida y sedarlo hasta primera hora de esta mañana. Pero en estos momentos parece que su evolución es muy buena. Creo que podremos trasladarlo a planta hoy mismo.
Arthur pasó las siguientes horas dándole vueltas a la cabeza, intentando rememorar qué había sucedido. Recordó que había ido en coche a ver a Andrew Holmes, llegó, le dio su regalo a Ann, se fueron al restaurante, pero tuvieron que volver antes de tiempo. A partir de ese momento, chocaba con una cortina negra que se negaba a mostrarle nada más.
La enfermera lo preparó para el traslado y le dijo que varios amigos habían intentado visitarlo pero que no habían dejado entrar a nadie. Sin embargo, no recordaba cómo se llamaban.
—¿Alguno de ellos era Andrew Holmes?
La enfermera lo miró.
—No, no me suena ese nombre. Uno de ellos tenía barba —dijo.
—¿Tony Ferro?
—Sí, creo que se llamaba así. Lo acompañaba una mujer alta y muy guapa.
—¿Sandy Marina?
—Sí, seguro. Dijeron que volverían hoy por la noche.
En el momento en que introdujeron su cama en el ascensor para trasladarlo a planta, le vino un recuerdo a la cabeza. La enfermera pareció reparar en la expresión de sorpresa de su cara y le preguntó si se encontraba bien. Arthur asintió. Había recordado un fragmento aislado.
Ann abrió la puerta de casa. Entraron los tres. La sala de estar estaba destrozada. Habían entrado a robarles en casa.
Pero ¿qué sucedió luego?
La cortina negra se cerró de nuevo.
Esa tarde lo trasladaron a una habitación compartida en la que un hombre mayor que él no parecía hacer otra cosa que dormir y llenar la bolsa de orina. El televisor no funcionaba. No había libros ni revistas. Le preguntó a una enfermera si sabía dónde estaban su teléfono móvil y su cartera, pero la mujer le dijo que había llegado a urgencias sin efectos personales. Pidió que le dejaran llamar y esperó a que le activaran el servicio. Intentó de nuevo apartar la cortina negra sin éxito.
Un terapeuta de respiración le visitó para enseñarle un tratamiento que lo ayudara a expulsar la mucosidad de sus pulmones irritados. Mientras soplaba con fuerza por una boquilla para elevar una serie de bolas que debían llegar a lo alto del tubo, le vinieron más recuerdos a la memoria.
Un hombre corpulento en lo alto de las escaleras.
Una pistola.
Preguntas sobre el Grial.
Alterado, Arthur le hizo un gesto al terapeuta para que lo dejara a solas e intentó forzar desesperadamente los límites de su memoria. ¿Qué les había sucedido a Holmes y a Ann? ¿Y sus heridas? ¿Cómo se las había provocado?
Entonces, durante la cena, mientras comía una gelatina, recordó el resto; fue como si estallara una presa y liberara un torrente de imágenes perturbadoras.
Un disparo. Ann desangrándose. Un intento de placaje al desconocido. Otro disparo. Un dolor en el costado, una lucha frenética y primaria por la supervivencia, un dolor horrible en la cabeza.
Y eso era todo. Tal vez acabaría recordando algo más, pero en ese momento le parecía poco probable. Tenía la sensación de haber recordado todo lo sucedido. Aún no sabía si Ann había sobrevivido al disparo. No sabía qué le había ocurrido a Holmes, pero el modo en que la enfermera de la UCI había evitado el contacto visual con él lo inquietaba bastante.
No tardó en obtener las respuestas.
Tony Ferro y Sandy Marina llegaron cuando empezaron las horas de visita, y ambos eran el fiel reflejo de la preocupación y la tristeza. Arthur no los había visto desde la última reunión de los lunáticos del Grial en Oxford, en el Bear Inn. Sandy era profesora de teología en Cambridge, una pelirroja imponente y vivaz que rondaba los cuarenta, con un sentido del humor mordaz y una risa aguda acorde. Tony era como un oso, con barba cerrada y una tripa que sobresalía bajo su omnipresente chaleco de lana. A pesar de que aún no había cumplido los cincuenta, sus prematuras canas le hacían parecer mayor de lo que era. Tanto Sandy como él se acercaron incómodos a la cama, inseguros de qué hacer o decir.
Arthur les pidió que corrieran la cortina que lo separaba de su compañero de habitación y les dijo que cogieran una silla. Viendo su expresión y las lágrimas de Sandy, Arthur comprendió enseguida que Holmes había muerto. Le tendió la mano y ella se la cogió.
—Nos dijeron que tal vez no recordarías nada —empezó Sandy.
—Al principio no recordaba nada, pero ahora ya sí. He recuperado la memoria. Sin embargo, nadie me ha dicho qué les ha pasado a Ann y Andrew. Por favor.
La pareja intercambió una mirada de incomodidad y Tony asintió y carraspeó.
—Quienquiera que fuera el responsable prendió fuego a la casa. Creen que cogió gasolina de la cabaña del jardín de Andrew. Un vecino vio las llamas y logró abrir la puerta. Te encontró cerca del recibidor y logró sacarte a la calle, pero luego no consiguió llegar hasta ellos. Los bomberos encontraron los cuerpos después de apagar el incendio. Los periódicos dicen que ambos recibieron un disparo y que seguramente murieron antes de que el fuego consumiera la casa. Han muerto, Arthur, han muerto los dos.
Los tres lloraron casi en silencio durante varios minutos, hasta que Arthur empezó a toser, lo que le provocó fuertes dolores. Sandy insistió en dejarlo solo hasta que se calmara. Al cabo de un minuto les pidió que volvieran y les preguntó si habían detenido al intruso.
—No —dijo Sandy—. Nos han dicho que la policía no tiene sospechosos. Están buscando a uno o más ladrones.
—¿Ladrones? —replicó Arthur—. No fueron ladrones.
—Entonces ¿quién? —preguntó Tony.
—Había un hombre, pero no era un ladrón. Buscaba el Grial.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sandy, con una mirada a medio camino entre la sorpresa y la preocupación.
—Entró en la casa cuando nosotros ya estábamos de camino al restaurante, pero tuvimos que volver antes de tiempo porque Ann no se encontraba bien. Lo sorprendimos y nos amenazó con una pistola. Había cogido el portátil de Holmes y una de sus carpetas de investigación, que había encontrado en el estudio. Nos dijo que quería los documentos que había descubierto hacía poco.
—¿Qué documentos? —preguntó Tony.
—Holmes me llamó hace unos días para decirme que había hecho un descubrimiento nuevo, algo muy importante. Me dijo que tenía que ver conmigo, lo creas o no, que creía que existía la posibilidad de encontrar el Grial y que necesitaba mi ayuda.
—¿Y ese tipo cómo sabía todo eso? —preguntó Sandy.
—Nos dijo que había otras partes interesadas, esa fue la expresión que utilizó, unas partes interesadas que nos habían pinchado el teléfono.
—¿Quién demonios podría estar interesado en el Grial hasta esos extremos? —preguntó Tony—. ¡Es un maldito objeto histórico y ni tan siquiera sabemos a ciencia cierta si existe! Para nosotros ha sido un deporte, un ejercicio académico maravilloso, tal vez una búsqueda metafórica como no hay otra.
—Si existiera y alguien lo encontrara —lo interrumpió Sandy—, tendría un valor monetario muy elevado.
Tony asintió.
—Pero aun así… ¿Matar por ello cuando ni tan siquiera hay nadie que esté ni remotamente cerca de encontrarlo? Eso no tiene sentido.
—Solo os he contado lo que nos dijo el hombre.
—¿Holmes llegó a enseñarte lo que había encontrado? —preguntó Sandy.
Arthur negó con la cabeza.
—Iba a contármelo después de la cena, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.
—Se quemó todo —dijo Sandy—. Todo. Su maravillosa biblioteca, todos sus papeles. Tal vez nunca lleguemos a saber qué descubrió. Una pequeña tragedia que remata otra mucho mayor.
Alguien llamó a la puerta, tras lo cual dos hombres con traje entraron en la habitación.
—Lamento interrumpirlos —dijo uno de ellos—. Soy el inspector Hobbs, de la Policía del Valle del Támesis, y este es el subinspector Melton. Nos gustaría hablar con el señor Malory, si nos lo permiten.
Sandy se inclinó hacia Arthur para darle un beso y Tony le dio una palmada en el hombro.
—Que te mejores —dijo Tony—. Ya seguiremos con la charla en el Bear Inn cuando estés mejor.
Cuando se fueron, el inspector Hobbs y el subinspector Melton se acercaron a la cama de Arthur.
—Sabemos que ha padecido una experiencia muy dura, señor Malory —empezó Hobbs, que era mayor y tenía el porte de un sepulturero—, y que hasta anoche ha necesitado respiración asistida. En vista de la lesión que ha sufrido en la cabeza, no esperamos que recuerde con claridad todo lo que sucedió, pero nos gustaría saber qué es lo que no ha olvidado.
—Esto es el comienzo de un diálogo, señor Malory —añadió Melton, joven e impaciente—. A medida que pasan los días, las víctimas tienden a recordar más y más, y nos gustaría que nos avisara cuando le vengan nuevos recuerdos a la cabeza ya que…
Arthur lo interrumpió en mitad de la frase.
—Lo recuerdo todo.
—¿De verdad? —preguntó Hobbs.
—No sé por qué, tal vez no sea lo habitual, pero solo he tardado unas horas en recordarlo todo.
Melton sacó una libreta y un bolígrafo.
—Excelente, señor Malory. ¿Por qué no empieza por el principio y nos cuenta todo lo que recuerda sobre los hechos de la noche en cuestión?
Arthur les contó lo sucedido; los ocasionales ataques de tos lo obligaban a hacer una pausa y a llevarse la mano al costado para ejercer presión y controlar el dolor. Mientras hablaba fue asimilando las expresiones faciales de los policías, por lo que no le sorprendió que lo acosaran a preguntas teñidas de escepticismo cuando acabó.
—De modo que usted no cree que el hombre de origen caucásico que entró en la casa —dijo Hobbs— fuera un vulgar ladrón…
—En absoluto.
—A pesar del hecho de que le robó el reloj, el teléfono móvil y la cartera; a pesar del hecho de que cuando entraron en casa vieron que estaba todo revuelto; a pesar del hecho de que no hemos encontrado el bolso de la señora Holmes, ni la cartera ni el reloj del profesor Holmes.
—Sí, a pesar de todo eso —insistió Arthur.
—Ese Grial del que nos ha hablado, ¿es el mismo que aparece en Los caballeros de la mesa cuadrada de los Monty Python?
—¿Me está tomando el pelo? —preguntó Arthur, cuyo humor empezaba a agriarse.
—En absoluto —contestó Melton de un modo poco convincente—. Es que no estoy familiarizado con el Grial y todas esas cosas.
—El Grial es un objeto que despierta fascinación desde hace dos mil años; infinidad de eruditos, dramaturgos y novelistas han escrito sobre él. Yo llevo bastante tiempo estudiándolo, como un mero aficionado, y así fue como conocí a Andrew Holmes.
—¿Sabe si el Grial es real? —preguntó Melton.
—No, claro que no.
—Ya veo —dijo el policía joven, con una sonrisa de desdén.
—Ha dicho que el hombre que asaltó la casa afirmó haber pinchado una conversación telefónica reciente entre usted y el profesor Holmes —intervino Hobbs.
—Nos dijo que los responsables eran las partes interesadas.
—Y ¿quiénes podrían ser esas partes interesadas?
—No tengo ni idea. No nos lo dijo.
—¿Unas personas dispuestas a cometer una serie de graves delitos, incluso asesinatos, en busca de un objeto que tal vez ni siquiera exista? ¿Cree que tiene sentido, señor Malory?
Arthur negó con la cabeza.
—No, pero es lo que nos dijo y, aún más importante, es lo que hizo.
—Las lesiones en la cabeza son un asunto peliagudo, señor Malory —dijo Hobbs con voz solemne—. Basándome en mi dilatada experiencia, le diré que los recuerdos pueden verse muy alterados debido a este tipo de traumas. Y en su caso es aún peor ya que recibió un disparo y sufrió la inhalación de humo. Además, deben de haberle administrado analgésicos, ¿verdad?
Arthur asintió; no le gustaba el rumbo que había tomado la conversación.
—He hablado con especialistas en la materia —prosiguió Hobbs—. La mente puede jugarnos malas pasadas. Usted fue a ver al profesor Holmes por un asunto relacionado con el Grial. Eso es lo que tiene usted en la cabeza, y es comprensible que recuerde los hechos de esa noche a través de ese prisma, ¿no cree?
—Recuerdo lo que sucedió —dijo Arthur rotundamente antes de sucumbir a un ataque de tos.
—Bueno, vamos a pedirle a la enfermera que venga a atenderlo —repuso Hobbs—. Le enviaremos a un dibujante de la policía para que haga un retrato robot del ladrón. Le dejo mi tarjeta en la mesita por si desea cambiar su declaración. Volveremos dentro de un par de días para ver si sus recuerdos de esa noche son diferentes, ¿de acuerdo, señor Malory?
Jeremy Harp recibió a Griggs en la biblioteca y cerró la puerta para impedir que su mujer los molestara.
Griggs se mostraba tan impasible como siempre. Su rostro era un enigma. Harp nunca lo había visto furioso, pero tampoco feliz, triste o frustrado. Era eficiente y mecánico, aunque Harp había esperado que reflejara algún tipo de emoción después del monumental lío de Oxfordshire.
Griggs le entregó el portátil y la carpeta de Montserrat de Andrew Holmes.
—¿Estás completamente seguro de que no te han seguido hasta aquí?
—Estoy seguro.
—¿Dónde has estado los últimos tres días?
—Intentando pasar desapercibido.
Harp había encontrado a Griggs a través de un conocido. Un colega de Suiza, un Khem, se había ido a vivir a Costa Rica al retirarse y había tenido que despedir a Griggs tras unos recortes de personal. A Harp le gustó su perfil y lo contrató. Había dejado el grupo de Protección Especializada de la policía metropolitana y poseía un excelente manejo de las armas. Sin embargo, lo más importante era que tenía dos rasgos que Harp valoraba de forma especial: era inteligente y sabía obedecer órdenes. Lo puso al mando de su seguridad personal y de vez en cuando le encargaba misiones relacionadas con los Khem. Le pagaba bien, muy bien. Por lo que sabía, Griggs tenía un piso en Londres, pero también le proporcionaba alojamiento en una casa de invitados de su propia finca que Griggs utilizaba con frecuencia.
Sin embargo, a pesar de lo mucho que había llegado a confiar en él, Harp siempre se mostraba precavido. A fin de cuentas, Griggs era un empleado. Para la misión actual simplemente le había dicho que el Grial era un objeto de un valor incalculable, uno de los grandes tesoros por descubrir del mundo, y que para Harp, como coleccionista, era una pieza importantísima. Esa información era más que suficiente para que se hiciera una idea clara de su interés.
Le pidió que se sentara en la silla que tenía delante. Griggs juntó sus grandes manos en el regazo.
Harp lo miró con frialdad.
—¿Cómo ha podido suceder algo así?
Griggs se encogió de hombros.
—Volvieron pronto, demasiado pronto. Siempre hay una mínima posibilidad de que me descubran. Pero estaba preparado para cualquier eventualidad, claro.
—Y eso incluía el asesinato.
—Así es. Supuse que era consciente de los riesgos cuando me pidió que entrara en una casa.
Griggs gruñó.
—¿Y Malory?
—Le disparé y le golpeé. Creía que no respiraba. Además, prendí fuego a la casa.
—Aun así sobrevivió.
—Por desgracia, sí. Es culpa mía. Debería haberle disparado otra bala.
—¿Y no pudiste encontrar el resto de los documentos?
Griggs señaló la carpeta.
—Solo los que están ahí. Quizá lo que busca está en su ordenador.
—Ya lo veremos. Dame cinco minutos.
Harp hojeó las páginas con el ceño fruncido y murmurando para sí. Luego encendió el portátil y dedicó varios minutos a buscar entre las carpetas y los documentos.
—La carta de Montserrat es muy interesante —dijo al final—, pero el resto de lo que quiero no está en el ordenador.
—Entonces debió de quemarse.
—¿Era necesario provocar el incendio?
—Es lo que hace un ladrón que mata a alguien y es presa del pánico.
—Bueno, escucha: quiero que sigas pasando desapercibido, como tú dices.
—Tengo que hacer una cosa —dijo Griggs.
—¿De qué se trata?
—Tengo que rematar el trabajo.
Harp se alarmó.
—¿Te refieres a Malory?
—Puede identificarme.
Harp se puso en pie bruscamente.
—En estos momentos, la única posibilidad que tengo de encontrar el Grial reside en Arthur Malory. Tal vez Andrew Holmes tuvo tiempo de contarle algo sobre su descubrimiento. Y aunque no fuera así, si tengo razón en cuanto a Malory, intentará averiguar lo que sabía Holmes y yo lo seguiré de cerca. Es una bendición que no lo mataras.
Griggs se puso en pie y se alzó por encima del pequeño Harp.
—Puede identificarme. A mí, no a usted.
Harp se acercó al escritorio, abrió un cajón y metió varios miles de libras en un sobre grande.
Griggs lo cogió con su manaza y lo sopesó.
—Esto está muy bien, pero no servirá para aliviar mis preocupaciones.
—¿Qué necesitas para borrarlas?
—La Policía del Valle del Támesis tendrá interés en investigar el caso. Este tipo de crímenes tan llamativos no son habituales en su jurisdicción. Han puesto el caso en manos de dos hombres, un inspector y un subinspector. He hecho algunas preguntas. No son polis corruptos, pero sí corrompibles. Mis preocupaciones se verían muy aliviadas si los tuviéramos bien untados.
—¿Y eso cuánto me costaría?
—Diría que unas cincuenta.
—Cincuenta mil libras es mucho dinero.
—Cincuenta para el inspector y cincuenta para el subinspector. Y no me gustaría sentirme menos valorado que ellos.
Harp enarcó las cejas en un gesto teatral.
—A ti ya te pago bastante bien.
—No recuerdo que el asesinato figurara en el encargo de trabajo.
Harp consideró las opciones.
—Te daré el dinero por la mañana.
—Se lo haré llegar a través de un intermediario. Sin nombres. Y ayudaré a la policía de otra manera. Robé unas cuantas piezas de una cubertería de plata, incluida una copa grabada que unos colegas le regalaron a Holmes. Se lo dejé todo, de forma anónima, a un drogadicto. Intentará empeñarlo. Cuando se descubra, la historia del robo cobrará fuerza. Si Malory cuenta lo del Grial a la policía, no le harán caso.
—Lo dejo en tus manos, entonces.
—Aun así, voy a tener que encargarme de Malory.
Harp miró a los ojos a aquel hombre alto.
—Tranquilo, tendrás tu oportunidad. Pero será cuando yo lo diga, no antes. ¿Queda claro?
Griggs tardó en responder más de lo que a Harp le habría gustado.
—Te he preguntado si queda claro.
—Sí, está claro.
Griggs se levantó de la silla.
—¿Puedo preguntarle una cosa, doctor Harp?
—Adelante.
—¿Por qué es tan importante el Grial para usted? Holmes dijo que si alguien lo encontraba acabaría en un museo.
A Harp no le hizo gracia la pregunta. Griggs nunca lo había desafiado, y menos aún había tenido la osadía de tomarse esas confianzas con él. ¿Acaso había cambiado el equilibrio de poder entre ambos por culpa de los asesinatos?
Pensó en cómo responder a la pregunta, y al final se decantó por una opción sencilla.
—No necesitas saberlo para hacer tu trabajo. Pero voy a decirte una cosa: si alguien lo encuentra, el Grial nunca acabará en un museo.