Cuando sonó el timbre, Andrew Holmes cogió su portafolios de cremallera y bajó corriendo la escalera. Tiró la carpeta al sofá, con tan mala puntería que pasó de largo y cayó detrás del asiento. Se maldijo a sí mismo, pero la dejó donde estaba y fue a ver quién llamaba a la puerta. Ya la recogería después de cenar, o se lo pediría a Arthur, que era más joven y ágil. No había decidido si le hablaría de las nuevas cartas antes de mostrárselas, o si se las haría leer sin decirle nada del tema. Hiciera lo que hiciese, iba a ser un momento épico.
Arthur estaba en la puerta con una amplia sonrisa y un paquete envuelto con papel de regalo para Ann.
—Ah, justo a tiempo —dijo Holmes—. No te imaginas las ganas que tenía de que llegara este momento. Sírvete algo de beber mientras cojo las llaves e intento que Ann se dé prisa.
Al cabo de poco, Holmes se puso histérico porque no encontraba las llaves del coche. Empezó a murmurar que estaba convencido de que tenían que estar en casa porque hacía solo dos horas que había vuelto de la facultad en coche.
—¡Soy demasiado joven para estar tan senil! —exclamó lo bastante alto para que Arthur se estremeciera.
—¿Estás buscando las llaves? —le preguntó su mujer desde el piso de arriba.
—Claro que sí, caray.
—Están junto al hervidor, donde las has dejado.
Ann apareció con un bonito vestido verde, perfecto para una velada de primavera. Entró en la cocina mientras Holmes se guardaba las llaves en el bolsillo y saludó a Arthur con un gesto alegre de la mano, pero él enseguida se dio cuenta de que no se encontraba bien. Daba la sensación de que avanzaba con pasos poco seguros y que tenía que apoyarse en el bastón con más fuerza que de costumbre. Además, parecía que había perdido peso desde la última vez que la había visto.
—No sé por qué las he dejado aquí —murmuró Holmes con voz distraída.
—Piensa en todo el tiempo del que dispondrías para hacer otras cosas si las dejaras en el recibidor al llegar a casa. Si lo sumaras, seguramente equivaldría a un día entero.
—Muy graciosa.
—Siento que te veas mezclado en nuestros problemas domésticos —le dijo Ann a Arthur.
—No te preocupes —contestó este al tiempo que le entregaba el paquete envuelto—. Me alegra poder celebrar tu cumpleaños con vosotros.
—No era necesario que te molestaras. —Ann dejó el regalo en la mesa de la cocina—. Te daría un abrazo, pero me temo que tengo un virus.
—¿Un virus? —preguntó Holmes—. ¿Cómo es posible que una microbióloga no sea un poco más precisa?
—De acuerdo —dijo Ann lanzando un suspiro—. Un enterovirus.
Holmes soltó un gruñido.
—¿Estás segura de que no es Eloise?
Ann trabajaba en el laboratorio de investigación de la universidad, pero estaba de baja debido a un brote de su esclerosis múltiple, que le había provocado debilidad en una pierna y leves mareos. Era una de esas personas optimistas incapaz de llamar a la enfermedad por su nombre, por eso había decidido bautizarla con otro más alegre.
—No, no es Eloise —aseguró.
Holmes asintió y examinó el regalo.
—Parece un libro.
—Y lo es —admitió Arthur. Era un libro de fotografías de jardines ingleses, un tema que sabía que a Ann le interesaba—. Puedes abrirlo ahora o dejarlo para luego, como quieras.
—Más tarde —dijo ella—. Después de cenar. Prefiero disfrutar de las expectativas.
Holmes hizo tintinear las llaves como señal para que se dirigieran al coche.
—Tú también vas a tener que esperar, Arthur. Te mostraré mi descubrimiento después de cenar, cuando regresemos. Expectativas.
Holmes miró a Ann por encima de sus estrechas gafas con aire de preocupación.
—Tienes un color de piel muy parecido al de tu vestido. ¿Estás segura de que quieres salir?
—Es mi cumpleaños, no pienso perderme la celebración. ¿Sabes lo difícil que es lograr que te comprometas para salir a cenar?
Cuando salieron había empezado a ponerse el sol y caía la noche. Cinco minutos después de que se hubieran ido, un hombre salió de un coche aparcado en la misma calle, no muy lejos de la entrada. Griggs se acercó al lateral de la casa y abrió la verja que daba al jardín trasero con la naturalidad propia de quien vuelve al hogar tras la jornada laboral. Era alto, de hombros anchos y con el pelo corto. Llevaba una chaqueta de cuero entallada que se ajustaba a su abdomen plano. Tenía el rostro curtido, de pendenciero, pero era lo bastante atractivo como para atraer al tipo de mujeres que le gustaban.
No había alarma antirrobo. Lo sabía por una visita de reconocimiento previa. El jardín trasero quedaba bien protegido de las miradas de los vecinos. Cogió una piedra de un lecho de flores y golpeó con suavidad uno de los cristales, que se hizo añicos con un tintineo musical. Introdujo la mano enguantada por el agujero y giró el pomo.
El haz de luz de una linterna podía despertar más recelos que una habituación iluminada, así que decidió encender y apagar las luces a medida que recorría las distintas habitaciones de la casa. Las del piso de abajo carecían de interés: una sala de estar, el comedor, la cocina y una salita para ver la televisión. Tardó unos cuantos minutos en arrasarlas. Lo hizo con desgana: tiró lámparas, vació cajones y rompió unos cuantos objetos de porcelana sin hacer mucho ruido. Entonces subió al piso de arriba y encontró de inmediato lo que estaba buscando.
Arthur se acomodó en el asiento trasero del coche de Holmes y se sintió como un actor que asistía a una representación con dos personajes. Holmes y su mujer parecían interpretar la típica escena doméstica de un viejo matrimonio.
—¿Siempre tienes que tomar las curvas tan rápido? —preguntó ella—. Ya sabes que a mi estómago no le sienta nada bien.
—Tendrían que construir carreteras más rectas.
—Sí, por supuesto. Menudas ideas se te ocurren.
El GPS instalado en el salpicadero anunció una curva.
Ann señaló el aparato.
—Hace veinte años que vivimos aquí y hemos ido una docena de veces a ese restaurante. ¿Cómo es posible que necesites este trasto para llegar hasta allí?
—No te casaste conmigo por mi sentido de la orientación —replicó Holmes—. Pero echo de menos aquellos días ya lejanos en los que te sentabas con el mapa y me reprendías a gritos, graznando como un cuervo.
—Me atrevería a decir que te orientaba mejor que este Tom.
—Creo que se llama TomTom.
De repente Ann se llevó las manos al estómago y lanzó un leve gemido.
—Esto no puede seguir así —dijo Holmes—. Lo siento, pero voy a pedirle al TomTom que nos lleve de vuelta a casa.
Holmes tenía un amplio estudio que había nacido de la unión de dos dormitorios. Como daba a la parte delantera de la casa y se encontraba muy por encima de los setos, Griggs corrió las cortinas antes de encender una lámpara. Miró el reloj. Teniendo en cuenta los varios metros de estanterías que había, la multitud de archivadores y las montañas de libros y papeles, aquello iba a ser como buscar una aguja en un pajar.
En primer lugar fue hasta el escritorio y desconectó el portátil del cargador. Una rápida búsqueda le permitió encontrar uno de sus objetivos: una carpeta en la que se leía «Abadía de Montserrat – Los Tres Amigos», escrito con la pulcra caligrafía de Holmes. La carpeta contenía notas escritas a mano, un manuscrito mecanografiado con la indicación de «borrador» y varias fotografías.
—Uno conseguido; ya solo queda otro —dijo Griggs para sí mismo frunciendo los labios.
Griggs no estaba teniendo suerte: no conseguía culminar la misión. Vació los cajones del escritorio en el suelo como habría hecho un ladrón. Para dar más verosimilitud a la escena, se guardó un sobre lleno de euros y otras monedas internacionales de los viajes de Holmes al extranjero. No sabía si su segundo objetivo estaba dentro de una carpeta, una libreta o entre papeles sueltos, pero lo único seguro era que no estaba en el escritorio. Empezó a buscar en los archivadores con la esperanza de que Holmes y compañía disfrutaran de una cena larga y sin prisas.
De pronto oyó el portazo de un coche y, antes de que pudiera mirar entre las cortinas, el ruido de la puerta delantera de la casa. Mantuvo la calma, era algo que llevaba en los genes, pero se maldijo entre dientes porque los planes se habían torcido. Por suerte tenía un plan B. Con Griggs siempre había un plan B. Lo activó mentalmente cuando se abrió la puerta.
Arthur fue el último en entrar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Nos han robado! —exclamó Ann.
Los tres se quedaron mirando el desorden que reinaba en el salón.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo Arthur—. Puede que aún estén en la casa. Llamaré a la policía desde el coche.
Pero antes de que pudieran salir, Griggs apareció en lo alto de la escalera y sacó lentamente la pistola que llevaba en la cintura del pantalón, una Bersa del calibre 40, una pequeña arma de fabricación argentina, su favorita entre las pistolas que podían pasar desapercibidas. Bajó la escalera despacio y sin dejar de apuntar a Ann, para aumentar el efecto psicológico.
—Los tres. Diríjanse a la sala de estar. Ahora.
Arthur tuvo enseguida la certeza de que ese hombre no era un vulgar ladrón. Mostraba demasiada serenidad, demasiada seguridad en sí mismo. Los ladrones no tenían ese aire arrogante. Se asustaban. Al estar protegido detrás de Ann y Andrew, pensó que podría llegar a la puerta, pero en ese caso el hombre tal vez hubiera disparado. De modo que obedeció y entró en la salita, seguido del intruso.
Holmes respiraba con cierta dificultad; la amenaza de una posible reacción violenta lo había sumido en un estado de desconcierto.
—Mi mujer no se encuentra bien. Tiene que sentarse.
—Pues siéntese —le ordenó Griggs.
—Coja lo que quiera, pero luego váyase, por favor —le dijo Ann.
Griggs no le hizo caso y apuntó a Arthur.
—Usted es Arthur Malory.
La afirmación hizo que a este se le aflojaran las rodillas.
—¿Cómo lo sabe?
—Sé mucho de usted. —Utilizó el arma como puntero con un gesto despreocupado y luego señaló a Holmes—. Y también de usted.
—¿Quién es usted? —preguntó Arthur.
—Eso no importa.
Holmes se dio cuenta de que el hombre sujetaba su portátil y la carpeta de los Tres Amigos con la mano libre.
—¿Por qué quiere todo eso?
Griggs volvió a hacer caso omiso de la pregunta.
—Necesito una cosa más —dijo—. Si me la dan, me iré tranquilamente. Si no, las cosas se pondrán feas.
—¿Qué? ¿De qué se trata? —se apresuró a preguntar Holmes.
—Quiero todo lo relacionado con Malory y el Grial. Documentos, notas, todo el material que haya reunido.
Holmes le lanzó una mirada de incredulidad pero no dijo nada.
Arthur lo había oído perfectamente, pero quería que lo repitiera.
—¿Qué ha dicho?
—Hemos escuchado su llamada telefónica, no se moleste en negarlo.
—¿«Hemos»? —preguntó Holmes—. ¿A quién demonios se refiere?
—A las partes interesadas.
Aquello no tenía sentido. Los únicos interesados en el Grial acostumbraban a ser eruditos, lectores, incluso el público profano. Pero no gente armada que pinchaba teléfonos y entraba a robar en casas.
—¿Quiénes son esas partes? —preguntó Arthur—. ¿Y por qué están interesadas en el Grial? ¿Y en mí?
—No me hagan perder el tiempo. ¿Dónde está el material nuevo?
—No está aquí —respondió Holmes.
—Miente. —Apuntó a Arthur con la pistola—. Ya se lo ha mostrado, ¿no es así?
Arthur le lanzó una mirada furiosa y se negó a contestar.
—¡No se lo des, Andrew! —exclamó Ann—. Le hemos visto la cara. Si se lo das, nos hará daño.
Holmes la miró con tristeza y sin esperanza.
—Haga lo que haga, saldremos perdiendo.
Griggs movió la cabeza con un gesto que no presagiaba nada bueno.
—No voy a darle otra oportunidad —dijo—. Pórtese bien y entrégueme todo lo que le pido.
—Váyase, por favor —le suplicó Holmes con voz cansada—. No llamaremos a las autoridades. No es algo tan importante. No es más que una antigua reliquia que acabará en un museo si alguna vez se encuentra. No vale la pena herirnos.
—Se equivoca. Es muy importante —replicó Griggs. Dejó el ordenador y la carpeta en una mesa y cogió un cojín del sofá—. Última oportunidad, ¿va a decírmelo?
—¡No! ¡Váyase! —le espetó Holmes en tono desafiante.
Griggs pegó el cojín al cañón de la pistola y se oyó un disparo sordo. Durante unos segundos nadie se movió. Entonces Arthur vio la mirada de desconcierto reflejada en el rostro de Ann cuando su vestido empezó a teñirse de rojo.
Holmes se volvió hacia ella, y en ese instante Arthur se dejó llevar por el instinto más que por una decisión premeditada. En su época había sido un buen jugador de rugby, así que se abalanzó contra el desconocido con la intención de placarlo a la altura de la cintura, antes de que pudiera disparar otra vez, y tirarlo al suelo.
Pero no salió como esperaba.
Antes de alcanzarlo, oyó una detonación, vio el fogonazo del cañón y sintió un dolor atroz en el costado. Pero aun así no se detuvo: empotró al hombre contra la pared y tiró un cuadro. Sin hacer caso del dolor, intentó derribar al intruso, pero aquel tipo parecía estar pegado a la pared y no pudo tirarlo al suelo.
Sabía que era cuestión de segundos antes de que volviera a dispararle, por lo que decidió apartarse un poco, lo suficiente para alcanzarle la cara y clavarle los pulgares en los ojos.
Cuando Griggs le golpeó en la cabeza con la culata, el repentino dolor le cortocircuitó el sistema nervioso. Bajó los brazos y perdió la visión, reemplazada por un destello resplandeciente, como si lo hubieran obligado a mirar el sol directamente.
El dolor del golpe no fue atroz. Apenas tuvo tiempo de ser consciente de ello cuando el sol se puso y la oscuridad cayó sobre él.