Murmullo: 1. Ruido que se hace hablando en voz baja. 2. Conversación en perjuicio de un ausente.
El miércoles, poco después de las ocho de la mañana, Rafael Estévez aparcó frente a la rampa de piedra. Las nasas de Justo Castelo ya no estaban en el espigón.
Salieron del coche, cruzaron la calle y caminaron hasta la lonja. Saludaron a los dos marineros jubilados de la puerta y se asomaron al interior. Hermida y su mujer estaban de espaldas, atentos a los precios que recitaba el subastador al otro lado de la mesa. El enorme marinero del traje naranja estaba apoyado en la pared del fondo. Enarcó las cejas cuando descubrió a los policías y se acercó a la puerta. En la mano traía su bolsa de plástico.
Se detuvo cuando el hombre de las patillas grises interrumpió la puja, y esperó mientras el comprador apartaba dos de las bandejas colmadas de nécoras y entregaba los papeles con los pesos de cada una al subastador, para que anotase en ellos su nombre.
Cuando el subastador señaló las nécoras restantes y tomó aire para proseguir la puja, Arias continuó su camino.
—Tenía previsto acercarme yo a la comisaría esta mañana.
—Así le ahorramos el viaje.
—¿Me acompaña? —preguntó el marinero, levantando la bolsa de plástico cargada de nécoras.
—Claro.
Desde la rampa, entre los carros y las chalupas de los pescadores, todavía podía oírse el murmullo del subastador.
—Vino a casa el mismo sábado —dijo, agachado al borde del agua— y me contó que llevaba semanas sin dormir. No eran sólo las pintadas en el barco, también encontraba notas dentro de las nasas casi todos los días. El Rubio sabía que aquello sólo pararía cuando diese un nombre, y había ido a la oficina de Valverde para encontrar una solución.
—¿Se lo contó él?
Arias asintió.
—Valverde le ofreció dinero. Pero cuando el Rubio le explicó que sólo quería recuperar su tranquilidad, se lo quitó de encima. Le dijo que no podía malgastar el tiempo de sus negocios con él y lo citó aquel sábado por la noche, en su casa.
—¿Para qué fue a verlo a usted?
—No lo sé —respondió—. Para explicarme que estaba decidido a hablar, o para desahogarse… Tenía miedo. Miedo a confesar y miedo también a quedarse callado. Apenas nos habíamos tratado desde el Xurelo, pero el Rubio sabía que yo le entendería. Él le había ayudado a limpiar la casa en Aguiño y a llevar el cadáver de la chica a bordo, pero no era un asesino.
—Siempre supo que no se había suicidado, ¿verdad?
—Lo sospechaba, sí.
El marinero esperó a que la bolsa de plástico estuviera vacía para ponerse en pie.
—¿Por qué huyó? —le preguntó Leo Caldas.
Arias se encogió de hombros.
—Con el Rubio muerto no me podría defender de una acusación. Valverde ya me había amenazado con cargarme lo de esa chica si hablaba. Yo bebía, tuve algunos problemas…, ¿quién me iba a creer?
—Ahora tendrá que declarar.
—Lo sé.
Cuando regresaron a la lonja, la puja había terminado. Arias se dirigió a la oficina acristalada para recoger sus facturas antes de que se marchase el subastador.
—¿Sabe cuándo será el juicio? —preguntó al salir otra vez a la calle.
—Eso ya no es cosa nuestra —contestó Caldas—. Supongo que recibirá una carta con la citación.
Arias torció la boca.
—¿No pensaba quedarse aquí?
—Por ahora sí —dijo el marinero—. Luego ya veremos.
Los policías caminaron hasta la punta del espigón. Aún no había cañas tendidas. Leo Caldas encendió un cigarrillo, se apoyó en el muro y miró el mar que había sepultado a Rebeca Neira. Recordó al niño de Capitanes intrépidos que en la última escena se acercaba con su padre a lanzar flores al agua, a la tumba de Manuel el Portugués. Imaginó a Diego Neira en algún puerto y chasqueó la lengua al verlo solo.
Regresaron hacia el coche y, al pasar frente al club náutico, se asomaron sobre la verja. La puerta corredera del almacén estaba cerrada. Diego Neira no deseaba ser alimento para los rumores y había decidido abandonar el pueblo.
—Vino a casa a recoger el gato y a despedirse —dijo una voz a la espalda de los policías—. Es una pena que se haya marchado. Era un artista.
—Lo sé —dijo Leo Caldas, y sonrió al encontrar el flequillo blanco de Manuel Trabazo—. ¿Vas a salir tan pronto?
—Es que más tarde es posible que llueva —respondió el médico.
—Es posible, sí —corroboró Caldas después de echar un vistazo al cielo.
Rafael Estévez levantó la vista y no vio más que un par de gaviotas revoloteando bajo el cielo azul.
—¿Cómo coño saben que va a llover? —preguntó Rafael Estévez.
Trabazo le miró de soslayo.
—Usted no es de aquí, ¿verdad?
—No. Yo soy aragonés. De Zaragoza.