Justo: 1. Que obra de acuerdo con la justicia y la razón. 2. Que vive según la ley de Dios. 3. Exacto. 4. Apretado o algo estrecho.
Tomaron el desvío hacia Monteferro y luego el camino encajonado entre muros que descendía hasta la vivienda de los Valverde. Dos operarios instalaban un portalón nuevo, idéntico al que descansaba en el suelo con las maderas levantadas en uno de los extremos. Una furgoneta con el logotipo de la constructora de Valverde estaba aparcada a un lado.
Llamaron al timbre y la esposa de Marcos Valverde les salió al encuentro por el camino de grava. Vestía una chaqueta de piel y un pantalón vaquero con los bajos escondidos en la caña de unas botas altas.
—Buenas tardes —dijo Caldas, y ella le saludó con la sonrisa de Alba.
Entre las solapas de la chaqueta, dos ojales dilatadísimos luchaban por contener los botones de su camisa negra.
—Me alegra que hayan venido. Iba a llamar yo para darles las gracias. Marcos me contó lo de anteanoche. Si no llegan a intervenir ustedes, sabe Dios lo que habría ocurrido.
Caldas se encogió de hombros.
—¿Quieren pasar?
—Sí —dijo el inspector, y vio, junto al coche rojo de la señora, el deportivo negro de Valverde—. ¿Está su marido en casa?
Ella señaló algún lugar al otro lado de la vivienda.
—En la parte de atrás, con un empleado suyo. Estamos instalando una alarma. También vamos a comprar un perro —dijo con resignación—. Aunque hayan detenido a ese hombre, me va a costar conciliar el sueño cuando tenga que dormir aquí.
—¿También pasaron la noche de ayer en Vigo?
—Sí —confirmó—. Y hoy nos marcharemos en cuanto terminen de colocar la puerta.
La mujer los condujo alrededor de la fachada de hormigón y se detuvo junto a la cristalera abierta hacia el jardín y la bahía. Había un castaño sin hojas en medio del césped y, bajo las ramas del árbol, un banco de metal. Olía a tierra húmeda y a mar.
Vieron a Marcos Valverde con traje gris y corbata. Conversaba con un hombre joven cerca de uno de los muros que delimitaba la finca. Cuando reparó en la presencia de los policías, hizo una señal a su empleado y regresaron hacia la casa.
Mientras los dos hombres ascendían por la alfombra de hierba, Caldas volvió a dirigirse a la mujer.
—¿Hasta cuándo seguirán en Vigo?
—Hasta que la alarma esté lista —suspiró—. Aunque yo me quedaría siempre en la ciudad.
Caldas asintió.
—Me dijo que va todas las semanas, ¿no? A los conciertos…
—Los sábados, sí —aseguró la mujer, y Caldas intentó que su voz sonase natural al preguntar:
—¿Estuvo en el de hace dos semanas?
—No me pierdo uno desde hace meses, inspector —contestó ella—. Esos conciertos son una medicina para mí.
—Ya.
El constructor les tendió una mano firme mientras su empleado se perdía por el camino hacia la puerta. Apenas quedaba rastro del hombre temeroso al que habían tomado declaración el día anterior en la comisaría.
—¿Han encontrado a Arias? —les preguntó.
—De eso queríamos hablar.
—¿Les apetece una copa de vino? —preguntó la mujer de Valverde.
—No —murmuró Caldas, aunque la necesitaba.
—Déjenme decidir a mí cómo trato a mis invitados —repuso ella, torciendo las comisuras de la boca hacia abajo. Luego entró en la casa llevándose la mirada de Estévez prendida en su pantalón como con un anzuelo.
En lugar de acompañar a la mujer al salón, Leo Caldas comenzó a andar sobre la hierba junto a Valverde. Estévez los siguió a un par de pasos de distancia.
—¿Lo han encontrado o no? —se interesó el constructor una vez más.
—Sí.
Marcos Valverde dio un suspiro de alivio.
—¿Dónde?
—Estaba en Escocia —murmuró el inspector sin dejar de caminar—. Iba a recoger a su hija cuando lo detuvieron.
—Vaya… ¿Pudieron hablar con él?
—La policía británica, sí. Nosotros tendremos que esperar a que nos lo entreguen.
Leo Caldas se detuvo junto al árbol deshojado por el otoño, sacó de un bolsillo el paquete de tabaco y se sentó en el banco de hierro. Valverde se acomodó a su lado.
El inspector encendió un cigarrillo y contempló la fortaleza de Baiona y las olas que rompían frente al faro del cabo Silleiro, ocultando con su espuma la línea del horizonte.
—Una vista bonita, ¿no le parece? —se ufanó Valverde.
Caldas asintió.
—Su esposa me contó en una ocasión que usted tiene el don de conseguir todo aquello que se propone. Hizo fortuna, conquistó a la veraneante sofisticada de Madrid, logró que el propietario de la casa de sus sueños se la vendiese… —enumeró, señalando sin volverse la fachada de cristal—. ¿Sabe su mujer que, en una ocasión, no pudo doblegar la voluntad de una joven llamada Rebeca Neira? Eso no se lo ha contado nunca, ¿verdad?
—¿Cómo?
Valverde se había vuelto a mirarle, pero Caldas no apartó la vista del mar.
—Esa mujer fue sólo el principio —dijo—. Luego vino el capitán Sousa. Él también se enfrentó a usted.
—Espero que tenga pruebas para mantener eso que está insinuando, inspector.
—Tenemos el testimonio de Arias.
—¿De Arias? No me haga reír. Yo le vi golpear al capitán y lanzar aquel fardo al agua antes de estrellar el barco contra las rocas.
—Él no recuerda así aquella noche.
—¿De verdad pretende Arias cargarme esas muertes? Él, que se esfumó tras el naufragio y ahora ha vuelto a marcharse huyendo de ese chico.
—No —le corrigió Caldas—, Arias siempre ha huido de usted.
—¿De mí? —una sonrisa postiza cruzó su rostro—. ¿Un hombre como él huyendo de mí?
—Él conocía su don. Como el Rubio. Ambos comprobaron en la cubierta del Xurelo hasta dónde estaba dispuesto a llegar si algo se interponía en su camino. Por eso permanecieron mudos todos estos años.
—Eso son patrañas. Arias declararía cualquier cosa con tal de librarse de la cárcel. Hasta un niño se daría cuenta de que miente.
—Yo le creo —dijo el inspector—. Y también creo que usted mató a Justo Castelo.
—¿También se lo dijo él?
—No. Eso es cosa mía.
—Pues tiene mucha imaginación, inspector.
Caldas continuaba mirando al frente.
—El Rubio estaba dispuesto a hablar y usted no le iba a permitir que arruinase su vida. Le golpeó en la cabeza y lo lanzó al mar con las manos atadas.
—Está loco, Caldas —protestó, poniéndose en pie—. Voy a llamar a mi abogado.
—Haga lo que quiera.
Valverde miró al inspector y después a Estévez, quien permanecía vigilante, con la espalda apoyada en el tronco del castaño. Los músculos del aragonés se tensaron cuando el constructor se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta para buscar su teléfono móvil.
—¿Cómo se atreven a venir a mi casa a incriminarme en unas muertes sin una sola prueba?
—¿Quién le ha dicho que no hay pruebas? —respondió el inspector sin levantar la voz, consciente de que aquel hablar quedo exasperaba a Valverde—. Tenemos el objeto con el que golpeó a Castelo. Una llave de tubo de las que se emplean para apretar las ruedas de un coche. Apareció entre las rocas, bajo un acantilado —afirmó, extendiendo su mano hacia el oeste—. Ni se preocupó de lanzarla en medio del mar. Al fin y al cabo, ¿quién iba a investigar un suicidio?
—Esa llave no es mía —se defendió el constructor—. Mi coche está en el patio de entrada. ¿Por qué no van a comprobarlo antes de seguir con sus calumnias?
—No se preocupe por eso. Lo comprobaremos todo —le aseguró Leo Caldas—. Pero antes dígame una cosa: ¿vino a verle Justo Castelo el sábado por la noche?
Valverde trató de serenarse. No quería dar un paso en falso.
—Aunque hubiera venido, eso no significa…
—¿Vino o no? —le cortó el inspector.
—Estuvo aquí alrededor de las ocho —concedió—. Para hablar con mi mujer. A veces ella le compraba marisco sin pasar por la lonja, ya sabe…
—Ya —dijo Caldas—. Pero su mujer estaba en Vigo, en un concierto.
Valverde le miró a los ojos. Luego asintió.
—Es verdad. Por eso el Rubio ni siquiera entró en la casa. Se marchó y no volví a saber de él. Sólo supe que el domingo a primera hora lo vieron a bordo de su barco y que el lunes encontraron su cuerpo flotando en la playa.
—No —le corrigió Caldas—. No fue a él a quien vieron en el puerto el domingo. Era usted.
—Yo estuve en mi viñedo desde primera hora —se revolvió—. Había gente trabajando allí. Ellos se lo dirán.
—Le diré yo lo que sucedió: el sábado por la noche, antes de lanzar al Rubio al mar, registró sus bolsillos y se hizo con las llaves de su barco. Por la mañana, cuando Castelo ya llevaba horas bajo el agua, fue en su coche hasta el faro de Punta Lameda. Conocía el lugar porque el capitán solía colocar allí sus nasas. Usted sabía que el sitio era perfecto. Aparcó junto al faro y regresó caminando al puerto, oculto bajo la capucha del traje de aguas. Luego llevó el barco del Rubio hasta la poza y lo hundió para borrar sus huellas y para que a nadie pudiese extrañarle encontrar la embarcación en una cara del monte cuando el cuerpo aparecería en la otra. Después montó en su coche y se marchó a su viñedo, para que los podadores le sirviesen de coartada.
—¿Cree que alguien va a tragarse semejante historia?
—Yo creo que sí —respondió Leo Caldas—. Todo quedó recogido por la cámara de vigilancia de una casa cercana al desvío que lleva a Punta Lameda. En la grabación aparece un coche dirigiéndose al faro. Poco después se ve al conductor regresando a pie hacia el pueblo —dijo, moviendo dos dedos en el aire como piernas—. Y una hora más tarde, aunque aparentemente no ha regresado al faro, el conductor vuelve a estar al volante del coche que se aleja de allí. El coche es un todoterreno de color claro. Un Land Rover de un modelo antiguo con la antena quebrada y un desconchón en la pintura, en la parte de atrás.
Casi al mismo tiempo que Caldas terminaba su relato, comenzó a sonar el teléfono que Valverde sostenía en su mano derecha.
—¿No va a responder? —preguntó Leo Caldas cuando consideró que había oído el timbre demasiadas veces—. Debe de ser de su bodega. Para avisar de que varios compañeros nuestros están en la puerta con una orden de registro. Ya se lo he dicho: queremos comprobarlo todo.
Marcos Valverde miró la pantalla del teléfono y su rostro exhibió la mueca de perplejidad de quien no está acostumbrado a perder.
Caldas se retrepó en el banco y encendió un nuevo cigarrillo.
—¿Cuándo se le ocurrió simular el suicidio de Castelo? —preguntó—. ¿Fue en la reunión de bodegueros, cuando les entregaron las bridas verdes?
Valverde no respondió, pero el inspector continuó preguntando:
—¿Cómo descubrió que ese carpintero era el hijo de Rebeca Neira?
Silencio.
—¿Cuántos carpinteros tiene en nómina? —le interrogó de nuevo, sabiendo que no habría respuesta—. No entiendo cómo no me di cuenta de que usted no necesitaba recurrir a un reparador de barcos para arreglar la puerta de su casa.
Como el constructor no contestaba, siguió hablando:
—Su mujer se asustó demasiado al ver la puerta destartalada. Tendría que haberla alejado de casa con otro pretexto antes de levantar las maderas y llamar al carpintero… Tiene gracia, ¿no le parece? Veníamos a protegerlo a usted, pero salvamos a ese muchacho de acabar como su madre.
Cuando sonó su teléfono, Leo Caldas descolgó.
—Lo tenemos, inspector —le anunció el agente Ferro al otro lado de la línea—. Tenía razón. Está el coche. Es el de la grabación. Falta la llave de tubo. ¿Y a que no sabe qué había en la guantera?
—¿La bolsa con las bridas verdes?
—¿Cómo puede saberlo?
Mientras Estévez esposaba al constructor, Caldas dio una última calada al cigarrillo y lo apagó bajo la suela de su zapato.
—¿Es necesario esto? —preguntó Valverde levantando sus manos esposadas.
—Desde luego —respondió Leo Caldas.
Ascendían por la ladera de césped cuando el inspector, mirando al detenido a los ojos, volvió a hablar en voz baja.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó.
Valverde negó moviendo la cabeza y bajó los ojos al suelo.
—¿Por qué tuvo que matar a la madre de ese chico? —insistió el inspector.
—Lo de su madre fue un accidente —murmuró Valverde.
—¿Y los demás? —quiso saber Caldas; se preguntaba si era posible que por encubrir una muerte accidental alguien pudiese matar a sangre fría—, ¿también fueron accidentes?
—No —dijo con un hilo de voz—. El resto no. Ya se lo dije otras veces: el miedo es libre.
Al pasar junto a la cristalera vieron las copas de vino en la mesa. Una botella se enfriaba en la cubitera. La mujer de Valverde salió a su encuentro, y su sonrisa se desvaneció al ver las esposas alrededor de las muñecas de su marido.
En el equipo de música sonaba la «Canción de Solveig». Parecía una canción gallega.