Orden: 1. Colocación de las cosas en el lugar que les corresponde. 2. Situación o estado de normalidad o funcionamiento correcto de algo. 3. Aquello que se manda obedecer.

A la una, el coche de su padre se detuvo ante la comisaría. Caldas había avisado al comisario Soto de su intención de adelantar unas horas el fin de semana. Necesitaba distanciarse del caso para poder contemplarlo con perspectiva.

—Estaré en el móvil si hay novedades —le dijo—, aunque poco podremos avanzar esta tarde si no aparece el Land Rover.

El padre sonrió al verlo sentarse a su lado y bajar unos dedos el cristal. También él esperaba una disculpa en el último momento.

—Tu tío Alberto tiene ganas de verte.

Caldas asintió y cerró los ojos.

Los abrió veinte minutos después, cuando su padre preguntó:

—¿Has hablado con Alba?

—No.

—¿Cuándo vas a hacerlo?

El inspector suspiró, y bajó un poco más la ventanilla. Si no fuesen circulando por una autovía a más de cien kilómetros por hora se habría tirado del coche en marcha.

—No lo sé, papá. Ni siquiera sé si voy a llamarla.

—¿Puedes abrir la guantera? —le pidió su padre.

—¿Cómo?

El padre de Leo Caldas extendió el dedo índice.

—La guantera es eso.

—Ya sé lo que es.

—Pues ábrela —le pidió—. Dentro hay un cuaderno azul. ¿Te importa apuntar tu nombre en la última página que veas escrita?

Leo Caldas sonrió:

—¿Llevas ahí el libro de idiotas?

—Sólo cuando voy en el coche.

El inspector abrió la guantera. Aunque su padre seguía refiriéndose a un cuaderno azul, las tapas desgastadas podían haber sido de cualquier otro color.

Lo colocó sobre sus rodillas. Había anotaciones manuscritas justificando la presencia de cada una de aquellas personas en el libro de idiotas. Pasó algunas páginas, y a medida que las fechas avanzaron, los nombres fueron haciéndose más familiares.

Tuvo que cerrarlo al notar los primeros síntomas del mareo. Iba a dejarlo de nuevo en su sitio cuando vio, entre los papeles que guardaba su padre en la guantera, una bolsita de plástico transparente cerrada con un precinto.

—Si no escribes tu nombre lo haré yo —le amenazó el padre, pero Leo Caldas ya no le escuchaba.

Sostenía en alto la bolsa que había encontrado en la guantera, incapaz de apartar la vista de las tiras de plástico que se alojaban en su interior.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Son bridas de ésas que se atan así —dijo su padre, colocando juntas las manos sobre el volante y separando una de ellas de golpe, como si tirase de un extremo.

—¿De dónde las has sacado?

—Es una muestra que nos dieron un par de semanas antes de la poda en una reunión de bodegueros. Para ver si nos resultaba cómodo atar las viñas con ellas. Se supone que verdes son más discretas. Había olvidado que estaban ahí.

—¿Todos los bodegueros recibisteis una bolsa como ésta?

—Todos los que estábamos en aquella reunión.

—Mierda —murmuró el inspector—. ¿Puedes dar la vuelta?

—¿Cómo?

—Tengo que regresar a Vigo —repitió.

No necesitó añadir que era importante.

Desde el coche llamó al comisario Soto.

—Creo que sé dónde está el todoterreno —le dijo—. Vamos a necesitar una orden de registro. ¿Habla usted con el juez?