Vacía: 1. Falta de contenido. 2. Hembra que no tiene cría. 3. Vana, sin fruto. 4. Que siente la carencia o ausencia de alguna cosa o persona.
A las nueve, con el informe redactado, Leo Caldas subió la calle de la Reconquista, cruzó Policarpo Sanz y se adentró unos metros en la calle del Príncipe, hasta la travesía de la Aurora. Empujó la puerta de madera del Eligio, saludó a los catedráticos y se acercó a la barra.
Necesitaba el vino blanco que Carlos le sirvió.
—¿Cansado?
—Un poco.
—¿Cómo va tu tío?
Chasqueó la lengua y salió con el teléfono a la calle. En una de las mesas del fondo, un perro de Pavlov ya silbaba «Promenade».
—Se encuentra bastante bien —le tranquilizó su padre.
—Perdonad que no haya llamado. No he tenido un minuto libre.
—No te preocupes. ¿Cómo estás tú?
—Cansado —dijo primero, y luego rectificó—. Bien.
—Mañana voy a ir a Vigo hacia el mediodía —le anunció el padre—. Tengo que comprar un pulsioxímetro.
—¿Un qué?
—Un aparato para medir cuánto oxígeno precisa tu tío.
—Ya.
—Si quieres puedo traerte.
—¿Mañana?
—Es viernes —dijo el padre—. ¿No comentaste que ibas a venir el viernes?
El inspector tenía la sensación de que los acontecimientos le atropellaban. Decidió aplazar su decisión unas horas más.
—Te llamo mañana por la mañana para confirmártelo.
—¿Te acordarás?
—Claro —dijo, sabiendo que probablemente mentía.
Volvió a entrar al Eligio y se apoyó en el mármol de la barra, mirando el pequeño cuadro pintado por Pousa, la mujer con el vestido amarillo y los ojos tristes de Alicia Castelo. La hermana del marinero muerto le había llamado esa misma tarde. En el pueblo corría el rumor de que habían detenido a un hombre por el asesinato de Justo.
—Sólo es un sospechoso —le explicó Caldas.
—Pero no es José, ¿verdad? —preguntó ella conteniendo el aliento, y como Caldas no respondía insistió—: ¿Fue él quien mató a mi hermano?
Leo Caldas no encontró el valor para confesarle que debería acostumbrarse también a una vida sin Arias, que aunque no fuese el asesino de su hermano lo había vuelto a perder.
—No.
—Gracias a Dios —murmuró Alicia Castelo antes de colgar.
Tomó la copa y fue a sentarse a una de las mesas pequeñas del fondo. En la de la esquina, el poeta Oroza charlaba con dos mujeres jóvenes.
Con el segundo vino, Carlos le acercó un plato de pulpo con cachelos.
—¿Te sientas? —preguntó Leo Caldas.
Carlos fue a buscar una botella a la barra y recorrió la taberna rellenando las copas vacías.
—Así no me dan la lata —dijo al acomodarse en un taburete, frente al inspector.
Allí permanecieron los dos. Bebiendo. Hablando en silencio. Como su tío Alberto y su padre. Como los viejos de la película que había visto con Alba.