Falso: 1. Contrario a la verdad por error o malicia. 2. Que no es lo que parece. 3. Que engaña o induce a engaño.

Caldas fue a ver al comisario Soto y le puso al corriente de lo que Marcos Valverde acababa de confesarle.

—¿Cómo has logrado hacerle hablar?

—Entendió que tendría que hacerlo antes o después —dijo Caldas—. Sabe que vamos a reabrir la investigación y prefirió declarar sin tener a Arias enfrente. Creo que de otro modo no habría sido capaz. Le tiene pánico.

Soto asintió.

—¿Hablará con el juez? —le preguntó Leo Caldas.

—Hoy mismo —dijo—. ¿Grabaste la declaración?

—Claro —musitó, y sonrió con los labios apretados formando una línea recta.

—¿Cómo vais con Neira? —se interesó el comisario.

Caldas se encogió de hombros.

—Estévez está tratando de sacarle algo, pero por ahora el chico no baja la guardia. Se atribuye las pintadas, pero sigue manteniendo que no está involucrado en la muerte de Castelo.

—¿Tú le crees?

—No.

Caldas pasó por su despacho. Se dejo caer en su butaca negra y se frotó los ojos. A los pocos segundos recibió la visita de Ferro.

—¿Hay noticias del coche?

—No —contestó el agente—. Lo siguen buscando. Vengo por otra cosa.

—Dime.

José Arias tenía antecedentes penales.

—¿Antecedentes?

—Por lesiones —confirmó el agente—. Lo detuvieron en 1995. Destrozó un bar en Baiona. Hicieron falta dos patrullas para reducirlo.

Leo Caldas regresó a la sala de interrogatorios y encontró a Diego Neira con la mejilla izquierda enrojecida.

Se acercó a Estévez y le habló al oído:

—Te pedí que no le pegases.

—Es que no quiere hablar —respondió en un murmullo el aragonés.

Caldas ordenó a su ayudante que se retirase y se sentó frente al chico.

—Acabo de estar con Marcos Valverde —le dijo—. Me ha hablado de la noche en que desapareció tu madre.

Neira le miró a los ojos.

—¿Quién fue?

—Todos son culpables en parte.

—¿Fue él? —insistió.

—No. Fue Arias.

—¿Le creen?

—Sí. Parece que dice la verdad.

El chico volvió a mirar fijamente la pared, como si pudiese atravesarla.

—¿Lo atraparán?

—Claro.

—¿Saben dónde está?

—Creemos que regresó a Escocia. El juez está dispuesto a dictar una orden de detención para traerlo, para que pague por todo cuanto hizo.

—¿Valverde les ha dicho dónde puede estar mi madre?

—Cree que a la entrada del puerto de Aguiño.

—¿En el mar?

—Sí.

Diego Neira le miró. Parecía más tranquilo.

—¿La buscarán?

—Lo intentaremos —dijo Caldas—. Pero no podemos asegurar nada. Ha pasado mucho tiempo.

Luego preguntó:

—¿Teníais una manta oscura con lunas estampadas?

—Era mía —confirmó el chico—. Desapareció la misma noche que mi madre. ¿Por qué lo pregunta?

El inspector no le respondió.

—¿Sabe que llegué a rezar para que estuviese muerta, inspector? —confesó el carpintero—. Cualquier cosa era mejor que pensar que me había abandonado.

Caldas bajó la cabeza y hojeó unos papeles sólo por dejar pasar algo de tiempo antes de volver al asesinato del marinero rubio en Panxón.

—¿Por qué trataste de huir ayer, en casa de Valverde? Ésa no es la reacción de alguien inocente.

—No me gusta la policía, ya se lo he dicho.

Caldas acercó la silla todavía más a la mesa.

—Te voy a contar lo que creo que sucedió: la noche del sábado te reuniste con Castelo. Lo citaste con uno de los mensajes que le habías estado haciendo llegar. Creíste que necesitaba hablar, liberarse, pero se negó a contarte qué le había sucedido a tu madre. Te acercaste al coche con cualquier excusa. Abriste el maletero, sacaste una llave de las que se usan para apretar las tuercas de las ruedas y le golpeaste en la cabeza. Luego le ataste las manos y le registraste los bolsillos. Así te hiciste con las llaves del barco. Esperaste a que recobrara el sentido y lo amenazaste con arrojarlo al mar si no hablaba. ¿Dónde estabais?

Diego Neira no contestó.

Caldas le abrió la puerta una vez más:

—¿Se cayó?

Neira no la cruzó.

—Se confunde de hombre, inspector —murmuró sin apartar la vista de la pared.

—Temías que Castelo hubiese hablado con los otros, y se te ocurrió lo del suicidio para no alertarlos, ¿verdad? De madrugada, fuiste en coche hasta el faro de Punta Lameda. Conocías el sitio. Sabías que allí podrías desembarcar sin testigos. Caminaste hasta el puerto de Panxón cubierto con un traje de aguas como si fueses el Rubio. Llevaste su barco al faro, saltaste a tierra y lo hundiste ocultando tus huellas. Luego montaste en el coche y desapareciste. ¿No fue así?

No contestó.

—¿De quién es el coche? —insistió, buscando un paso en falso—. ¿Quién te ayudó?

Leo Caldas continuó hostigándolo con preguntas hasta media mañana. Luego fueron a buscar al chico para llevarlo frente al juez.

Nadie recogió más fruto que una mirada en la pared y una boca sellada.