Arresto: 1. Acción de arrestar. 2. Detención provisional de un presunto reo. 3. Arrojo, resolución, atrevimiento.
Los neumáticos del coche chirriaban en cada curva, pero Caldas no protestó.
—Date prisa —repetía, con el rostro levantado hacia la rendija de la ventanilla y las dos manos agarradas al tirador de la puerta—. Hasta el desvío date prisa.
Estévez redujo la marcha bruscamente e hizo derrapar el coche antes de meterse por el camino angosto que descendía hasta el portalón.
Caldas abrió los ojos.
—Con cuidado ahora.
Doblaron un codo y las luces del coche iluminaron la motocicleta, aparcada en el mismo lugar en que la había dejado su dueño. El carpintero estaba de espaldas, acuclillado, como si realmente inspeccionase la abertura del portalón. Llevaba una linterna encendida en una mano y una herramienta que no supieron identificar en la otra.
Al ser alumbrado por los faros, permaneció un instante inmóvil, como habría hecho un gato. Luego se incorporó y se dio la vuelta.
El inspector miró el rostro cubierto de barba y trago saliva. Su aspecto no era el que había imaginado, pero supo que aquél era el hijo de Rebeca Neira, el hombre que buscaba. Estévez detuvo el coche.
—¿Vamos? —preguntó, retirando el seguro de su pistola automática.
—No te hace falta eso —dijo Caldas.
—¿Está seguro?
—Sí, Rafa, seguro. No le vamos a hacer daño.
Abrieron las puertas y salieron despacio. Las luces del coche seguían encendidas.
—¿Diego Neira? —preguntó en voz alta Leo Caldas.
El carpintero levantó la cabeza, tratando de adivinar quién había pronunciado su nombre, y Caldas vio tensarse todos los músculos de su cuello.
—Diego —repitió—, soy el inspector Caldas, de la policía. Hemos venido a buscarte.
El joven no respondió ni trató de ocultar su rostro de la luz del coche que, con seguridad, le cegaba. Se quedó de pie ante la puerta de madera del jardín, sin hacer siquiera una mueca, con los brazos ligeramente flexionados en posición defensiva.
Los policías avanzaron a la vez hasta colocarse delante del coche.
—Deja en el suelo lo que llevas en la mano, Diego —le instó el inspector, pero el carpintero siguió tan quieto como una estatua.
—¿No has oído al inspector, chaval?
Neira bajó lentamente los brazos, pero en el último momento, en lugar de tirar la linterna al suelo, echó hacia delante su mano y la lanzó con fuerza hacia arriba. En un instante, mientras los policías seguían la trayectoria de la linterna en el aire, Diego Neira rodó por el suelo y desapareció por el hueco del portalón hacia el interior de la vivienda.
Los policías corrieron tras él. Al llegar a la puerta, Caldas se agachó para seguir al chico a través de la brecha. Estévez, en cambio, apoyó las manos en el borde superior y saltó el portalón como impulsado por un resorte.
Cuando el inspector se puso en pie al otro lado, vio a Diego Neira en el suelo. Jadeaba tratando de buscar aire bajo el peso del cuerpo de su ayudante.
—No le hagas daño —repitió.
Esposaron a Diego Neira y, mientras Rafael Estévez lo conducía de vuelta al coche, Leo Caldas se aproximó a Marcos Valverde. El constructor había asistido a la detención del carpintero desde lejos.
—¿Quién es? —preguntó.
—Se llama Diego Neira.
Valverde negó con la cabeza. Aquel nombre no le resultaba familiar.
—Hace muchos años vivía con su madre en Aguiño —dijo Caldas.
Vieron al detenido alejarse en la penumbra, con la mirada baja y las manos unidas a la espalda.
—¿Es hijo de aquella chica? —preguntó finalmente Valverde.
—Sí.
—¿Pero por qué yo? —musitó—. Yo no tuve nada que ver.
—Algo sí.
—Nada —se revolvió, tajante.
—A veces, nada no es suficiente —dijo Caldas—. Usted sabía lo que había sucedido. Pudo enfrentarse, denunciarlo.
Marcos Valverde miró hacia arriba y dio un resoplido prolongado, tratando de liberar parte de la tensión que lo atenazaba.
—¿Enfrentarme? —dijo luego—. ¿Y acabar en el fondo del mar como el capitán Sousa?
Leo Caldas se preguntó si su falta de arrestos no le estaría ahogando tanto como las olas que habían engullido al capitán.
—Vamos a investigar lo ocurrido aquella noche —le informó—. Todavía está a tiempo de contarnos voluntariamente lo que sucedió.
El constructor volvió a resoplar hasta quedar casi sin resuello.
—Mañana iré a ver a mi abogado —dijo al fin—. Tal vez pase a verlos después.