Golpe: 1. Encuentro violento y repentino de dos cuerpos. 2. Infortunio o desgracia inesperada. 3. Ocurrencia ingeniosa en una conversación. 4. Admiración, sorpresa.
El teléfono de Quintáns no había dejado de comunicar cuando Estévez detuvo el coche frente al puerto. Se bajaron y se dirigieron al Refugio del Pescador. Había partidas en marcha en todas las mesas próximas a la ventana. Leo Caldas vio al fondo, tras la barra, al camarero que le había recordado cómo iba vestido Castelo su última tarde en el bar.
—Buenas noches, inspector.
Caldas quiso saber si conocía al chico de la silla de ruedas.
—Sé a quién se refiere, inspector. No es del pueblo. No lleva más de unas semanas por aquí.
El inspector Caldas se acercó a una de las mesas. El lobo de mar jugaba al dominó con otros tres marineros. Le miró de soslayo, tal vez temiendo una represalia por la burla de la mañana. La gorra de capitán ocupaba una esquina de la mesa.
El inspector esperó mientras los restallidos de las fichas de dominó se aceleraban en el mármol, y cuando se acallaron preguntó:
—¿Saben dónde puedo encontrar a un chico que baja a la playa en silla de ruedas?
—¿Con un perro? —respondieron todos, como si la descripción no hubiese sido suficientemente clara, y Leo Caldas se preguntó cuántos chicos irían a la playa en silla de ruedas en aquella época del año.
—Sí —contestó.
—No es de aquí —dijeron de nuevo a coro.
—¿Pero saben dónde puedo encontrarlo?
Se miraron entre ellos.
—Hace un rato andaba por ahí —apuntó uno señalando la cristalera.
Otro se volvió e interrumpió la partida de la mesa vecina.
—¿Sabéis dónde vive el chaval inválido, el que pasea por la playa con la silla de ruedas?
Las cuatro voces que respondieron también exigían más concisión.
—¿El del perro?
—Ése.
Uno de los hombres se rascó el mentón con el canto de una ficha.
—Creo que tiene alquilada una de las casas de Pepe O Bravo —dijo, dejando luego el cuatro doble de un golpe en la mesa.
—¿Eso dónde es? —preguntó Caldas.
Todos respondieron a la vez:
—¿Conocen el cementerio?
Los policías regresaron al coche.
—¿Sabrás llegar?
—Claro —dijo Estévez, y el inspector marcó una vez más el teléfono de Quintáns.
Había dejado de comunicar.
—Soy Leo.
—Te llamé hace un rato a la comisaría.
—Lo sé —dijo Caldas.
—Diego Neira estuvo trabajando hasta hace tres años en Ares. ¿Te lo dijo Olga?
—No mencionó el nombre del pueblo, pero me habló del accidente —dijo el inspector—. Creo que ya lo tenemos localizado. Llamo para darte las gracias.
—¿Ya lo tenéis?
—Sí —confirmó Caldas—. Estamos yendo a buscarlo. ¿Sabes que esta tarde hizo un agujero en el portalón de una casa para poder entrar en ella con la silla?
—¿Con qué silla?
—¿No va en silla de ruedas?
—No lo sé… —dudó Quintáns—. Al menos hace tres años no la necesitaba.
—¿No le contaste a Olga que tuvo un accidente?
—Sí, pero fue en una mano, Leo. Se cortó dos o tres dedos con una sierra radial.
Leo Caldas sintió la sangre latiendo con fuerza en sus sienes.
—¿Cómo? —balbuceó.
—Perdió varios dedos —repitió Quintáns—. Trabajaba en una carpintería de ribera construyendo barcos de madera. Por lo que cuentan, ese chico era un artista.