Reconocer: 1. Examinar con cuidado a una persona o cosa. 2. Inspeccionar de cerca un campamento, fortificación o posición militar del enemigo. 3. Distinguir por sus rasgos a una persona de las demás. 4. Examinar un médico a alguien para averiguar su estado de salud o diagnosticar una enfermedad. 5. Confesarse culpable de un error, falta, etc.
El inspector pidió a su ayudante que se diera prisa y Rafael Estévez obedeció. En poco más de quince minutos, una luna tan llena como la de la noche anterior les mostraba la torre del Templo Votivo del Mar. Habían recorrido el trayecto en silencio. Estévez concentrado en la carretera. Caldas recostado en su asiento, con una rendija abierta en la ventanilla y los ojos cerrados.
Los abrió cuando el aragonés detuvo el vehículo al final de la cuesta empinada, apuntando con los faros al portalón de la casa de los Valverde. Había un agujero grande en la esquina inferior, junto al pilar al que se anclaba la puerta. Sin apagar las luces, se bajaron del coche y se acercaron a examinar el desperfecto.
El portalón no estaba hecho de una pieza sino compuesto por cuatro tablas horizontales de poco más de medio metro de ancho unidas por herrajes metálicos. Los dos tableros inferiores habían sido arrancados en parte, formando un agujero lo bastante grande como para permitir pasar agachado incluso a un hombre de la corpulencia de Estévez.
—Hicieron palanca desde el pilar —dijo el aragonés.
Caldas asintió y miró a través de la brecha. El deportivo negro de Marcos Valverde estaba aparcado en el patio. Aunque desde allí no podía ver la cristalera del salón, supo que las luces de la casa estaban encendidas por la claridad que arrojaban al jardín.
Se levantó y llamó al timbre.
—¿Quién es? —preguntó desde dentro una voz de hombre.
—El inspector Caldas.
—¿Quién?
—El inspector Caldas, la policía —añadió la segunda vez.
—Ahora salgo, inspector —dijo la voz, y Leo Caldas supuso que también habría resultado dañado el dispositivo de apertura automática de la entrada.
Mientras Valverde se acercaba a abrir, Estévez fue a apagar los faros del coche. Cuando regresó, levantó las manos y las apoyó en el borde superior del portalón. Dijo en voz alta lo que Leo Caldas llevaba pensando desde que había visto el boquete.
—Si quería entrar, pudo hacerlo de un salto. Esto no tiene mucha altura.
—Probablemente no quería entrar —contestó el inspector.
—¿Cree que sólo es otra advertencia, como la pintada?
—Podría ser.
Oyeron crujir la grava bajo los zapatos de Valverde, cada vez más cerca. Luego la puerta de madera se deslizó hacia dentro con un chirrido.
—¿Qué les trae por aquí?
—Eso —señaló Caldas.
—No son más que un par de maderas rotas. Ya he llamado a un carpintero para que venga a poner un parche —dijo, esforzándose por disminuir la importancia del daño—. Mañana mismo voy a contratar una alarma. Esta zona ya no es tan segura como antes.
—¿Cree de verdad que quien hizo este estropicio pretendía entrar a robar?
—¿Usted no?
—No lo sé —respondió Caldas—. ¿Pero por qué alguien iba a molestarse en romper la puerta pudiendo saltarla con menos esfuerzo?
Valverde miró la madera levantada.
—No lo había pensado —respondió, pero el tono de su voz sugirió algo diferente.
—¿Va a quedarse a dormir en casa?
—No —admitió—. Mi mujer está asustada. Pasaremos esta noche en Vigo. Tal vez alguna más, hasta que nos instalen la alarma.
—Usted tampoco cree que se trate de un robo, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Digo que usted sabe que esto no lo hizo un ladrón.
—No entiendo por qué supone que yo…
—Nadie abandonaría su casa si sospechara que pudiesen entrar a robar en ella —le cortó el inspector.
Marcos Valverde resopló.
—Si nos marchamos es por mi mujer…
Le interrumpió una vez más:
—¿De quién tiene miedo?
—No insista, inspector. Ya hemos hablado de eso.
—Sólo trato de protegerle. No entiendo por qué no se deja ayudar.
El silencio de Valverde le dijo que tampoco aquella noche lograrían hacerle salir de su caparazón.
—Está bien —se despidió—. Si decide hablar con nosotros, ya sabe dónde encontrarnos. Piénselo antes de que sea tarde.
Regresaron al coche y oyeron el quejido de la puerta al cerrarse y los pasos de Marcos Valverde cada vez más callados en el camino de grava.
—Si quería amedrentarlo, lo ha conseguido —dijo Rafael Estévez.
—Sí.
Con el portalón de la casa cerrado, sin espacio para dar la vuelta, Estévez pisó el acelerador a fondo tratando de vencer la pendiente marcha atrás. A los pocos segundos dejó de hacerlo.
—¿Por qué te paras?
—Viene una moto.
Caldas se volvió. A través de la luna trasera vio el foco redondo a un par de metros del coche.
—Sólo puede ir a casa de Valverde —murmuró Estévez.
—Pues déjala pasar —sugirió Caldas.
El zaragozano maniobró para arrimarse a uno de los muros laterales que encajonaban el camino y la motocicleta se coló por el otro lado.
El motorista llevaba la cabeza dentro de un casco oscuro. Se detuvo ante el portalón, apagó el motor y desmontó. Levantó el asiento y sacó una caja metálica del mismo hueco en el que guardó el casco. Luego se volvió hacia ellos.
Los policías identificaron la barba rojiza del carpintero que arreglaba los barcos de madera en el almacén del club náutico. Él, en cambio, deslumbrado por los faros, no los reconoció.
—¿Es aquí donde han pedido un carpintero? —preguntó, con su mano tullida sobre los ojos.
—Sí —confirmó Leo Caldas asomando la cabeza por la ventanilla—. Tiene que llamar al timbre.
Rafael Estévez hundió el pie en el pedal y el coche reculó cuesta arriba, con el motor tan revolucionado que a Caldas le costó oír su teléfono móvil. Era Olga.
—¿Aún estás en la comisaría?
—Y lo que me queda —suspiró ella, y luego le contó el motivo de su llamada—. El comisario pregunta si veis necesario extender la búsqueda del Land Rover a Portugal.
—En principio, no —dijo Caldas—. Yo esperaría hasta que Quintáns nos diga algo.
—Por cierto, te ha llamado hace un rato.
—¿Quintáns?
—Sí —confirmó Olga, y Caldas se preguntó cómo no había empezado por contarle eso.
—¿Le has dado mi móvil?
—No. Dijo que te llamaría por la mañana.
—¿Te adelantó algo?
—Que había localizado a ese chico, Neira.
—¿Dónde?
—No lo sé. Sólo me dijo que lo había localizado. Por lo visto, tuvo un accidente hace unos años.
—¿El chico? —Claro, supongo.
—¿Tienes su móvil?
—¿El de quién?
Leo Caldas suspiró. Respuestas como aquélla le ayudaban a comprender a su ayudante.
—El de Quintáns.
—No, pero lo puedo pedir en Ferrol —se ofreció—. Te vuelvo a llamar ahora.
Caldas colgó el teléfono y chasqueó la lengua.
—Mierda, no puede ser —dijo entre dientes.
—¿Qué sucede? —preguntó el aragonés.
—Creo que el agujero sí era para entrar en la casa —dijo el inspector—. Vamos al puerto.
—¿No me va a explicar qué pasa?
—Sí, pero sal a la carretera —le apremió.
En su cabeza veía pasar la pelota, el perro negro y el joven de la silla de ruedas como en un desfile.
Cuando Estévez logró sacar el coche del camino le contó lo que Olga acababa de decirle.
—Parece que Diego Neira tuvo un accidente hace unos años.
Volvió a sonar el teléfono. Olga otra vez.
—¿Conseguiste el número?
—Claro —dijo ella—. ¿Tienes dónde apuntar?
Caldas anotó el teléfono de Quintáns en el paquete de tabaco.
—¿Un accidente? —retomó la conversación Rafael Estévez cuando el inspector colgó.
La respuesta de Caldas fue otra pregunta:
—¿Has visto estos días en la playa a un chico en silla de ruedas?
Estévez le miró de hito en hito.
—Por eso necesitaba abrir un boquete en la puerta: no puede saltar.
Caldas asintió mientras marcaba el número que Olga acababa de facilitarle. Comunicaba.
—Joder —murmuró Estévez, y pisó a fondo el acelerador.