Hueco: 1. Espacio cóncavo o vacío. 2. Presumido, orgulloso, vano. 3. Sonido profundo y retumbante. 4. Intervalo de tiempo o lugar. 5. Lo que estando vacío abulta mucho por estar estirada su superficie. 6. Abertura en un muro.

Rafael Estévez le dejó en la puerta del hospital, y Caldas cruzó el vestíbulo y subió por las escaleras hasta la segunda planta. Luego recorrió el pasillo entre puertas cerradas y entró en la marcada con el 211.

Su tío Alberto le sonrió tras la mascarilla verde. Estaba sentado en la cama sin sábanas. El pantalón y el jersey le quedaban demasiado holgados.

La mesa de la radio y los periódicos estaba vacía, y la bolsa de piel cerrada en el suelo.

—Hola, Leo —dijo su padre, que miraba la ciudad desde la ventana.

—¿Bajamos ya?

—Aún hay que esperar a la ambulancia.

—Creí que os ibais en tu coche.

—Yo también, pero el médico prefiere la ambulancia. Por el oxígeno —precisó.

Un enfermero entró en la habitación empujando una silla de ruedas en cuyo respaldo se balanceaba una pequeña bombona. Desconectó la mascarilla de la toma de la pared y ajustó el tubo a la bombona. Luego ayudó al tío Alberto a sentarse en la silla.

Recorrieron el pasillo en fila india. El tío Alberto con su mascarilla verde delante, sentado en la silla de ruedas. Detrás, el enfermero, el padre del inspector y Leo Caldas con la bolsa de piel en la mano.

Cuando la puerta de la ambulancia se cerró, el inspector preguntó a su padre.

—¿Y tú?

—Voy en mi coche.

Leo Caldas vio el automóvil de su padre aparcado a unos metros y asintió. Le pesaba no acompañarlos, pero tenía demasiadas cosas por hacer.

—¿Estaréis bien?

—Seguro.

—Yo pretendía veros el fin de semana.

—De acuerdo —dijo yendo hacia su coche—. A ver si encuentras un hueco.

Caldas esperó en la acera y se despidió con la mano cuando se pusieron en marcha. Cuando los perdió de vista, bajó caminando hasta la comisaría y se encerró en su despacho. Hizo algunas llamadas y repasó los papeles atrasados que había cambiado de sitio por la mañana. A las siete sonó el timbre de su teléfono móvil.

No reconoció el número.

—¿El inspector Caldas?

—Sí.

—Soy Ana Valdés.

Aquel nombre no significaba nada, pero la voz le resultó familiar.

—¿Nos conocemos?

—Soy la mujer de Marcos Valverde, de Panxón. ¿No me recuerda?

Aunque no conociese su nombre, no olvidaba su sonrisa.

—Sí, claro. Dígame.

—Perdone que abuse de su confianza —se excusó—, pero como me dejó su teléfono…

Caldas le impidió continuar disculpándose.

—¿Ha sucedido algo?

—Nos han destrozado la puerta de casa.

—¿Cómo?

—La puerta del jardín. Han arrancado varias tablas.

—¿Cuándo?

—Esta tarde. La he encontrado así al llegar.

—¿Han entrado en la casa?

—Parece que no.

—¿Vio a alguien?

—A nadie.

—¿Y su marido?

—Marcos estaba dentro. No oyó nada.

—¿Pero se encuentran bien, su marido está bien?

—Bien, sí, pero muy inquieto.

«Como para no inquietarse», pensó el inspector.

—¿Desde dónde me llama?

—Estoy en mi coche, yendo a Vigo. No voy a dormir en esa casa.

—¿Tiene dónde quedarse? —dijo, y al momento se arrepintió de haberlo preguntado.

—Sí, tenemos un apartamento en el centro. Duermo allí muchos sábados después de los conciertos. Pero es mi marido el que me preocupa.

—¿Sigue en su casa?

—Sí —susurró—. Está tratando de localizar a un carpintero. Se reunirá conmigo en cuanto arreglen el portalón.

—¿Han avisado a la policía?

—No.

—¿Por qué no?

—Marcos ha insistido en no hacerlo.

—¿Tampoco sabe que me está llamando?

—No, y le ruego que no se lo diga.

—De acuerdo —convino Caldas—. Pero vamos a tener que acercarnos hasta allí.

Notó el suspiro de alivio en el altavoz.

—Se lo agradezco, inspector.

—No tiene que hacerlo. Es mi trabajo.

Creyó que la mujer iba a despedirse, sin embargo la oyó preguntar:

—¿Cree que esto guarda relación con las historias que se cuentan en el pueblo?

—No lo sé, pero no se preocupe por eso ahora.

—No puedo —confesó la mujer de Valverde—. Estoy asustada.

Al colgar el teléfono, Leo Caldas se acercó a la mesa de Estévez y le indicó que le siguiera hasta el despacho del comisario.

—Han tratado de entrar en casa de Valverde.

El comisario apartó la vista del documento que estaba leyendo.

—¿Cuándo?

—Esta tarde. Su mujer encontró la puerta del jardín destrozada al llegar a casa. Acaba de telefonear para contármelo.

Soto hizo la misma pregunta que él:

—¿El marido está bien?

—Sí. Estaba dentro de la casa. No oyó nada.

El comisario se frotó la frente con las yemas de los dedos.

—¿Crees que ha sido el chico?

—Yo no estoy seguro —respondió Leo Caldas—, pero Valverde sí lo cree.

—¿Te lo ha dicho?

—No, pero no ha querido llamar a la policía, y no van a dormir en la casa. Está tratando de encontrar a alguien que repare la puerta cuanto antes para marcharse a otro lado con su mujer.

—¿Sabes adónde piensan ir?

—Vienen a Vigo. Por lo visto tienen un apartamento en la ciudad. Ella ya está de camino.

—¿Vais a acercaros hasta Panxón?

—Aunque sólo sea a echar un vistazo.

Soto volvió a frotarse la frente.

—Si Neira estuvo allí esta tarde, el coche no puede andar lejos.

—Eso mismo había pensado.

—Era un todoterreno, ¿no?

Caldas asintió.

—Un Land Rover de color claro. Un modelo antiguo. Clara Barcia conoce los detalles.

—De acuerdo —dijo Soto descolgando el teléfono—. Vosotros id yendo hacia allí. Yo me encargo de que busquen el coche.