Aviso: 1. Noticia que se comunica. 2. Indicio, señal. 3. Advertencia. 4. Precaución o cuidado.
Media hora más tarde, Rafael Estévez recogió al inspector y regresaron a Vigo. El aragonés había encontrado todos los Land Rover. Ninguno de ellos coincidía con el que había registrado la cámara de seguridad en Monteferro.
A las dos y cuarto aparcaron el coche frente a la comisaría. Caldas entró un instante por si hubiera habido noticias de Quintáns.
—Nada —dijo Olga, y el inspector volvió a la calle.
—¿Vienes a comer? —propuso a su ayudante.
—He quedado.
—Ya.
No llegó al bar Puerto a tiempo de pedir percebes. No los vio en el mostrador, y Cristina le confirmó que los pocos que habían recibido a media mañana ya estaban repartidos en las mesas.
Se sentó al fondo, junto a dos estibadores que conocía de otras veces. Pidió zamburiñas y cariocas fritas. En honor a su ayudante, acompañó el pescado con ensalada.
Cristina le dejó el vino blanco en una jarra de barro helada, y Caldas se sirvió una copa mientras esperaba su comida y volvía a pensar en Diego Neira. Ya sabía lo fundamental, quién era y qué le movía a actuar. Incluso el modelo de coche que utilizaba. Dar con él sólo era cuestión de tiempo, pero deseaba hacerlo pronto, detenerlo antes de que tuviese la ocasión de volver a matar. Esperaba que luego el comisario accediera a influir para que un juez reabriese el asesinato de Rebeca Neira. Por mucho daño que el chico hubiese producido, tenía derecho a saber qué le había sucedido a su madre, a enterrar sus restos y su dolor.
Lamentaba que Quintáns estuviese tardando tanto en encontrar una fotografía. El chico no era de Panxón, pero conocía bien la zona, la poza y las costumbres de los marineros. Tenía la certeza de que había pasado una temporada cerca del puerto, probablemente en julio o agosto, camuflado entre los veraneantes, en una casa alquilada, un camping o un hotel.
Llegaron las zamburiñas y, más que devorarlas, Caldas las aspiró una detrás de otra. Mientras lo hacía, se dijo que si al día siguiente no había recibido información útil de Quintáns, iría él mismo hasta Neda a buscarla.
Cristina se acercó a llevarle la ensalada y las cariocas tarareando «Promenade».
—¿Qué canturreas? —le preguntó Leo Caldas.
—Ni idea —dijo, retirando el plato con las conchas vacías de las zamburiñas y señalando algún lugar en el comedor—. Estaban cantándolo por ahí.
Cerró la comida con un café. Luego pagó y regresó fumando un cigarrillo a la comisaría. Se asomó a su despacho. Ningún aviso en forma de papelito amarillo en la mesa. Cerró la puerta, fue a ver a Soto y le puso al corriente de las novedades. Le habló del vídeo y le explicó que Castelo no era el hombre que la mujer de Hermida había visto en el barco.
—Sigo sin entender por qué le ató las manos —dijo el comisario después de escucharle.
—Porque era perfecto. Por una parte, le permitía simular un suicidio, acabar con Castelo sin levantar sospechas, sin ruido. Nadie investigaría el suicidio de un tipo depresivo. Por otra, porque al verse atado seguro que el Rubio le contó todo lo sucedido en Aguiño confiando en que de ese modo el chico lo soltaría.
—Menudo angelito, el chico.
Caldas chasqueó la lengua.
—No todo es culpa suya.
Soto asintió.
—¿Crees que irá a por los demás?
—Estoy seguro. Si planeó todo esto para matar al cómplice no es para dejar vivo al culpable.
—¿Estará ya buscando a Arias en Escocia?
—Si Castelo habló, es probable.
—¿Y si no lo hizo?
—En ese caso Valverde tendría un problema —dijo Caldas—. Puede que el chico quiera quitarse de en medio a los dos.
—¿Para no errar el tiro?
—Exacto.