Sorna: 1. Lentitud, calma con que se realiza algo. 2. Disimulo. 3. Ironía, tono burlón con que se habla.

Panxón parecía un lugar diferente bajo el sol. Había más cañas que otros días en la punta de la escollera, y también más gente que de costumbre recorriendo la playa por la orilla, de muro a muro. En muchas de las mesas de las terrazas se leía la palabra «reservado».

Caldas se cruzó con varios hombres jóvenes en el paseo. Unos caminaban y otros iban en bicicleta, solos o en pareja. Sus rostros no le dijeron nada, pero tampoco esperaba encontrar en ellos ninguna señal. Había mirado muchas veces a los ojos de un asesino y sabía que eran idénticos a los de los demás. El crimen era humano. Cualquiera podía matar.

Se quitó el jersey, se remangó la camisa y se dirigió entre las casas al callejón que cerraba la vivienda de José Arias. Por los folletos amontonados en el buzón, supo que no había regresado, pero aun así llamó al timbre con insistencia.

—Está de viaje, inspector —dijo desde arriba una voz de mujer.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Caldas a la cabeza llena de rulos que le había hablado desde la ventana.

—Se marchó el sábado por la tarde. Llevaba una maleta.

—¿Le dijo adónde iba?

—No se lo pregunté —respondió la vecina en un arrebato de dignidad—. La vida de los demás no me interesa.

Regresó al puerto. La lonja llevaba horas cerrada, pero el olor a pescado era todavía penetrante. Se acercó al Refugio del Pescador. En una de las mesas de mármol ya estaba en marcha una partida de dominó.

Cruzó la calle hasta la rampa. Vio el Aileen amarrado en su boya, cargado de nasas. Miró el espigón. Se preguntó cuánto tiempo irían a permanecer las de Justo Castelo apiladas contra el muro blanco.

—¿Quiere venir a pescar, inspector? —dijo una voz a su espalda.

Se volvió. El lobo de mar que aseguraba haber visto el Xurelo entre la niebla le miraba bajo su gorra de capitán.

—¿Cómo dice?

—Pregunto si quiere venir a pescar —repitió, y se le escapó una sonrisa.

Caldas chasqueó la lengua y se dirigió al espigón. En el patio del club náutico, dos barcas de madera recién pintadas se secaban al sol. Pasó junto a las nasas del Rubio y se acercó a los pescadores. En un cubo de zinc, un pez que no identificó se agitaba buscando oxígeno.

Se asomó a la punta del muelle y dejó que la brisa y el mar le salpicaran el rostro. En la cara exterior de la escollera había grandes bloques de hormigón con las aristas pulidas por el viento y las olas.

Un barco pequeño se aproximaba a puerto, y Caldas reconoció la gamela azul celeste de Manuel Trabazo. Cuando estuvo sobre su boya, el médico se inclinó por la borda para recoger un cabo con el bichero. Aseguró el barco, saltó a la chalupa y comenzó a remar hacia la rampa de piedra.

Caldas le estaba esperando al borde mismo del mar.

En la playa, el chico de la silla de ruedas lanzaba la pelota al perro negro.

—Mira lo que te perdiste, Calditas —dijo Trabazo tendiéndole una bolsa plástica.

Todo su rostro sonreía bajo el flequillo blanco.

Leo Caldas abrió la bolsa. Había media docena de lubinas. La vida todavía palpitaba en las branquias de alguna de ellas.

—Son de mi piedra —dijo, y le guiñó un ojo—. Las seis en una hora escasa.

El inspector le ayudó a colocar el bote sobre el remolque y lo subieron hasta la plataforma tirando de un cabo entre los dos.

—¡Doctor! —llamó en voz alta el lobo de mar, plantado en la puerta del Refugio del Pescador.

Cuando Trabazo levantó la cabeza, el hombre añadió con sorna:

—Su amigo no quiere venir a pescar.

—No seas malo, Pepe —voceó Trabazo.

—¿Por qué se lo has contado? —preguntó Leo Caldas en voz baja.

—Me vieron salir al mar contigo y volver solo —explicó, colocando los remos dentro de la chalupa y rodeándolos con una cadena—. ¿Qué iba a decir, que te había tirado por la borda?

Manuel Trabazo ciñó la cadena de un tirón y prendió dos eslabones con un candado pequeño.

—Ya sé que van a dar permiso a tu tío.

—Esta tarde le dan el alta.

—¿Estará mejor en casa de tu padre que en el hospital?

Caldas se encogió de hombros.

—Al menos, más acompañado.

—No es poco.

—No.

Trabazo miró a su alrededor y se secó con la manga el sudor que humedecía sus sienes.

—Vaya un día bonito, ¿eh? —dijo—. ¿Qué hora es?

Leo consultó su reloj.

—La una.

—¿La una ya? —Trabazo dio un silbido—. Tengo que tomar la medicina. ¿Me acompañas?

El inspector siguió a su viejo amigo hasta la barra del Refugio del Pescador.

Manuel Trabazo pidió vino blanco.

Leo Caldas también.