Escama: 1. Cada una de las membranas córneas que recubren la piel de algunos animales, principalmente reptiles y peces. 2. Sospecha, recelo.
Había caído la noche cuando abandonaron la oficina de la UIDC. Estévez acercó con el coche al inspector hasta el Ayuntamiento para que pudiese dejar a la policía municipal las reclamaciones de los oyentes.
—De modo que no sólo lo ató para tirarle de la lengua —comentó el aragonés.
—No —murmuró Caldas sin abrir los ojos—, no se conformó con asustarlo para hacerle cantar. No es como yo pensaba.
—¿Cree que Castelo habrá revelado a Neira el nombre del asesino de su madre?
—Es probable.
—Entonces volverá a matar.
—Si puede, sí —bisbiseó.
El aragonés se detuvo junto al Ayuntamiento, y el inspector le dio las gracias y salió del coche.
—¿Le espero?
—No hace falta, Rafa. Bajo dando un paseo.
Cuando su ayudante se alejó, arrancó la hoja del cuaderno de tapas negras y fue a entregársela al oficial de guardia.
En lugar de caminar en línea recta hasta la Puerta del Sol, Leo Caldas se dirigió desde el Ayuntamiento a la fuente de la Falperra y bajó por la calle Romil. Miró al cielo. El viento que había soplado durante la tarde se había llevado las nubes tierra adentro. Tampoco quedaba sombra del frío de las noches anteriores.
Al llegar al paseo de Alfonso XII, una luna enorme, casi llena, apareció colgada sobre la ría. Su luz perfilaba, al otro lado del mar en calma, las siluetas de la península del Morrazo y las islas Cíes.
Mientras caminaba, pensó en Justo Castelo, en su hermana Alicia, en Rebeca y en Diego Neira. Había logrado desentrañar la muerte del marinero, aunque aún no hubiesen capturado al chico. Nunca le habían interesado los culpables; para Leo Caldas lo fundamental era conocer los motivos, los porqués. Sin embargo, al descubrir la verdad, no había sentido el alivio de otras veces. En esta ocasión todo aparecía envuelto en una película amarga.
Llegó a la Puerta del Sol con la luna reflejándose en las escamas del sireno. Continuó por la calle del Príncipe y, a los pocos pasos, se desvió hacia la derecha por la travesía de la Aurora.
Eran casi las ocho cuando empujó la puerta de madera del Eligio.
—Buenas tardes, Leo —dijeron a coro los catedráticos al verlo entrar.
Se apostó en la barra y Carlos le saludó con una copa de vino blanco. Al poco rato los catedráticos hablaban de los nidos de gaviotas en las azoteas de la ciudad. Más tarde, al fondo de la taberna, alguien comenzó a silbar «Promenade».
Caldas se volvió. ¿Era posible que su presencia produjese reflejos condicionados en la gente?, ¿que al verle unos comentasen el programa y otros tarareasen la melodía de Gershwin como perros de Pavlov?
Carlos se acercó a servirle el segundo vino con un plato de berberechos al vapor.
—¿Qué tal tu padre? —preguntó.
Caldas recordó que algún día de aquella semana iban dar de alta a su tío. Sacó de su bolsillo el teléfono móvil y, con el primer berberecho en la mano, salió a la calle en busca de una cobertura mejor.
—Leo, ¡qué milagro! —dijo su padre al descolgar.
—¿Cuándo sale el tío del hospital?
—Mañana por la tarde, a las cinco. ¿Podrás acudir? Para ayudarme a meterlo en el coche, sobre todo.
—Claro —dijo—. ¿Cómo está?
—Con ganas de verse aquí de una vez.
—¿Crees que estaréis bien?
—Al menos, aquí el oxígeno y la comida son de verdad.
—Ya.
—Además hay vino.
—¿Le dejan beber?
—Le dejan, pero no creo que le apetezca.
—Poco a poco —dijo Leo Caldas.
—Poco a poco, eso es.
Luego, el inspector prometió estar a las cinco en el hospital y regresó a su cita con los berberechos en la barra de la taberna.