Enredo: 1. Maraña que resulta de trabarse entre sí los hilos u otras cosas flexibles. 2. Engaño, mentira. 3. Complicación que cuesta entender o solucionar. 4. Confusión de ideas.

—Clara, necesito que me hagas un par de favores —dijo Leo Caldas—. El primero, que localices los números de teléfono de un vecino de Panxón llamado Ernesto Hermida y del Refugio del Pescador. Es un bar.

—¿Y el segundo?

—Que me dejes ver el informe del levantamiento del cadáver de Justo Castelo.

El informe llegó antes que los teléfonos.

—Gracias, Clara —dijo, y comenzó a pasar las hojas. Cuando encontró lo que buscaba, resopló y apoyó la cabeza en sus manos cruzadas tras la nuca. Tenía la sensación de que una ola inmensa había, por fin, desencallado la investigación y la arrastraba hacia el puerto de destino. Le disgustaba que no fuese el lugar que él había esperado.

—¿No nos va a contar qué pasa? —Estévez estaba impaciente.

—Sí —dijo Caldas, mirando una vez más la imagen del conductor del todoterreno congelada en la pantalla de la pared. Buscó el paquete de tabaco en su bolsillo y se volvió hacia el forense:

—¿Puedo encender uno si abro la ventana?

Barrio se encogió de hombros.

—Puedes fumar aunque la dejes cerrada. Nuestros pacientes no se quejan.

El inspector Caldas sonrió y acercó la llama del encendedor a un cigarrillo.

Al cabo de un instante, Clara Barcia entró con los números de teléfono escritos en un papel amarillo, como los que Olga utilizaba para decorar su mesa.

Leo Caldas se acercó al teléfono. El cable del auricular estaba enredado.

—¿Puedes conectar el altavoz? —pidió a la agente Barcia, y cuando estuvo activado marcó el primero de los números.

Respondió una voz de mujer.

—¿Diga?

—¿Es la casa de Ernesto Hermida?

—¿Quién llama?

—Soy el inspector Caldas, de Vigo. ¿Me recuerda?

—¿El Patrullero? —preguntó la mujer del pescador.

Barrio, Barcia y Estévez sonreían cuando el inspector asintió.

—Mi marido está ahora en la mar comenzando a largar las nasas.

—No importa. Es con usted con quien quiero hablar.

—¿Conmigo?

—Es acerca de Justo Castelo. ¿Recuerda que me contó que lo vio remando en la chalupa desde su ventana?

—¿El día que murió?

—¿Lo recuerda?

—Más o menos.

—¿Podría decirme cómo iba vestido?

—Iba como van todos.

—¿Y cómo van?

—Con el traje de aguas.

—¿Recuerda el color del traje del Rubio?

—¿Puede ser amarillo?

Leo Caldas estaba convencido de que aquél era su color.

—¿No recordará si llevaba puesta la capucha?

—Claro —respondió la anciana sin dudar—. Iba bien tapadito. Llovía mucho.

—¿Qué diablos sucede, inspector? —preguntó una vez más el aragonés cuando Caldas cortó la comunicación.

El inspector deslizó sobre la mesa el informe abierto por la descripción de las ropas de Castelo.

—Leed —dijo—. Justo Castelo no llevaba un traje de aguas amarillo cuando lo encontraron, sino un impermeable azul oscuro.

—Es cierto —recordó Clara Barcia—. Uno finito.

Caldas dio un par de caladas al cigarrillo antes de marcar el número del Refugio del Pescador. La voz del camarero del turno de tarde resonó en el altavoz por encima del barullo de la televisión y los clientes.

—Soy el inspector Caldas. Hablamos la semana pasada.

—Buenas tardes, inspector.

—Quería consultarle algo. ¿Recuerda la última tarde que el Rubio estuvo con usted en la barra, cuando lo notó intranquilo?

—Claro.

—¿Recuerda cómo iba vestido?

—No.

Caldas trató de ayudarle a hacer memoria.

—¿Llevaba el traje de aguas?

—No, eso seguro que no. Era sábado, inspector. Los sábados por la tarde no se faena. Ningún marinero viene al bar con el traje de aguas.

—¿Aunque esté lloviendo?

—Aunque diluvie, inspector. Las botas puede ser que las usen si llueve, pero el traje es sólo para trabajar —se quedó callado un instante y luego añadió—: El Rubio llevaba un chubasquero finito azul oscuro o negro.

—¿Está seguro?

—No —reconoció el camarero—, pero es el que usaba siempre.

Cuando colgó el teléfono, Leo Caldas reparó en las miradas de Barrio, Estévez y Clara Barcia. Le exigían una explicación.

—No era Castelo —dijo con el cigarrillo prendido en los labios.

—¿No era Castelo? —preguntó el aragonés.

—El hombre del barco. El que vio la mujer. No era Justo Castelo. Era él —dijo apuntando con el dedo a la pantalla, al hombre que se ocultaba bajo la capucha del traje de aguas.

—¿Y Castelo?

—El sábado por la tarde estuvo en El Refugio del Pescador hablando con el camarero en la barra. Bebió algo más que de costumbre y se despidió murmurando que iba a acabar con todo. Salió decidido a zanjar una situación que lo mantenía alterado desde hacía semanas. No le salió bien. Creo que el domingo por la mañana, cuando su barco salió del puerto, Justo Castelo ya estaba flotando en el mar, con la cabeza abierta y las manos atadas con la brida verde.

Caldas miró al forense.

—¿Ves posible que llevara en el mar desde el sábado por la noche?

—Te dije que calculases un día o dos. El mar no permite más puntería.

Caldas asintió.

—Entonces está claro.

Estévez estaba lejos de verlo con tanta nitidez.

—¿Qué es lo que está claro?

—¿No lo veis?

Tres pares de ojos contestaron «no».

—A Castelo se lo cargaron el sábado por la noche. Le dieron un golpe en la cabeza, le ataron las manos como si fuese un suicida y lo arrojaron al agua —comenzó Caldas—. Para completar el engaño, el barco no debía estar amarrado en la boya al amanecer. Era necesario sacarlo del puerto para que todos creyeran que el Rubio, como tantos otros marineros antes, había decidido afrontar su última singladura. Adentrarse en el mar con el barco y lanzarse al agua. ¿Me seguís ahora?

Las tres cabezas dijeron «sí».

—El hombre que lo asesinó llevaba meses esperando. Sabía lo que debía hacer. Antes de lanzarlo al mar le quitó el flotador con la llave del barco y la del candado del bote auxiliar. El día siguiente era domingo. Un domingo de invierno. Las calles estarían desiertas, el puerto vacío. El hombre que mató a Castelo condujo su coche hasta un muelle natural próximo al faro de Punta Lameda. Allí podía saltar a tierra y desembarazarse del barco sin testigos, y hundirlo en una poza en la que permanecería hasta el verano siguiente, cuando la muerte del Rubio estuviese olvidada.

Hizo una pausa. Aspiró el cigarrillo. Luego continuó.

—Dejó aparcado el coche y, oculto por la oscuridad y vestido con un traje de aguas similar al que utilizaba el muerto, caminó hasta Panxón. Al llegar al muelle, arrastró la chalupa al agua, remó hasta el barco de Castelo y después se dirigió a todo gas hasta el faro. Allí desembarcó, hundió el barco en la poza, montó en su coche y desapareció.

Estévez estaba asombrado.

—Así que era sólo uno.

—Nada más.

Diego Neira había resultado ser un solitario, y un asesino mucho más frío de lo que Caldas había deseado.

—Ya me extrañaba que supieran que el Rubio iba a salir a navegar el domingo —murmuró el aragonés.

Caldas asintió.

—¿Y los amuletos también formaban parte del decorado? —preguntó el forense.

El inspector se encogió de hombros.

—Podría ser —dijo—, aunque conociendo a los marineros…

Permanecieron en silencio hasta que el doctor Barrio señaló la pantalla y, entre dientes, dijo:

—De modo que ése es el hombre que lo mató.

—Eso creo.

—¿Y tenéis idea de quién es?

—Su nombre es Diego Neira.

—¿Pero quién es? —insistió el forense.

Leo Caldas se levantó.

—Explícaselo tú, anda —pidió a su ayudante—. Yo voy a tirar el pitillo al baño.