Reflexión: 1. Acción y efecto de reflejar. 2. Acción y efecto de reflexionar. 3. Advertencia o consejo.
Leo Caldas consultó su reloj y soltó una maldición. Pasó por su despacho a recoger el impermeable y salió a la calle con el cuaderno de tapas negras bajo el brazo. En la puerta se cruzo con Rafael Estévez.
—¿Adónde va?
—A la radio —dijo mostrándole el cuaderno—. Es lunes.
—¿Pero ya ha comido?
—No.
Dobló la esquina de Castelar, encendió un cigarrillo para engañar al hambre, y atravesó la Alameda esquivando a los niños que correteaban vigilados de cerca por sus madres. Dos turistas de pelo blanco consultaban el plano de la ciudad cerca de la estatua de Méndez Núñez. Caldas supuso que habrían desembarcado del transatlántico que habían visto adentrarse en la ría por la mañana.
Junto a la fuente de piedra, entre los charcos, un perrillo hostigaba a las palomas obligándolas a realizar vuelos cortos para ponerse a salvo. El dueño del cachorro llevaba en la mano la bolsa de plástico engurruñada y Leo Caldas sonrió al imaginar a su padre agachado en el suelo, recogiendo los excrementos de su perro marrón con una bolsita como aquélla.
Dio dos caladas rápidas al cigarrillo, lo apagó y entró en el portal del edificio modernista. Saludó al conserje, subió por las escaleras hasta el primer piso, recorrió el pasillo de la emisora y se asomó al control de sonido a saludar al técnico y a Rebeca.
Vio al fatuo de Santiago Losada plantado ante el micrófono al otro lado del cristal.
Abrió la pesada puerta del estudio y se deslizó en su interior. La sintonía del programa llevaba unos segundos sonando.
—Llegas tarde —rumió Losada.
El inspector no contestó. Se sentó junto al ventanal, desactivó el sonido de su teléfono móvil y lo colocó sobre la mesa junto al cuaderno casi deshojado. Miró a la asistente de Losada, en el control de sonido, y se preguntó cómo sería aquella otra Rebeca a la que nadie había vuelto a ver desde una noche de 1996. Después se volvió a observar a la gente que paseaba por la Alameda.
El locutor hizo una señal al técnico y comenzó a presentar el programa con voz fingidamente grave, repitiendo la sucesión de estupideces habitual:
—… el terror de la delincuencia, el defensor implacable del buen ciudadano, el guardián temible de nuestras calles, el Patrullero, el inspector Leo Caldas. Buenas tardes, inspector.
—Buenas tardes.
No se colocó los auriculares hasta que Rebeca les mostró un papel con el nombre de la primera oyente.
—Laura, bienvenida a Patrulla en las ondas —la saludó Losada como si la estuviese recibiendo en palacio.
La mujer explicó que había sido sancionada por conducir sin llevar abrochado el cinturón de seguridad.
—A mí me multan por no ir atada en mi asiento —argumentaba—, pero en los autobuses municipales la gente va de pie, hacinada, e incluso algunos llevan niños pequeños en brazos. El caso es recaudar: poner multas, vender billetes…
Muchos oyentes acudían al programa de radio para realizar una denuncia. Otros, como aquella mujer, sólo llamaban para ser escuchados. A ésos, Caldas no podía ofrecerles más que comprensión.
—Ya —murmuró.
El locutor, en lugar de despedir a la oyente y dar paso a una nueva llamada, acercó los labios al micrófono y, con su voz engolada, dijo:
—Laura, escuche en antena la respuesta del «Patrullero de las ondas».
El inspector abrió los brazos y miró a Losada con incredulidad. ¿Cómo que una respuesta? ¿Qué pretendía aquel majadero? ¿Acaso pensaba que podía modificar las normas de tráfico?
Sin embargo, Santiago Losada no rectificó. Levantó la mano y, con ella, llegaron las primeras notas de la melodía de Gershwin para amenizar a la audiencia durante su reflexión.
Caldas pidió al locutor que pulsase el botón que cortaba los micrófonos, y cuando la luz roja se apagó le pidió explicaciones.
—Pues contesta cualquier cosa —replicó Losada.
—Además, te pedí que no pusieras más esa música. Me descentra.
—No la voy a retirar sólo por eso —respondió el locutor con desdén.
—¿Cómo que sólo por eso?
La luz roja volvió a iluminarse en el estudio cuando Losada soltó el botón.
—¿Y bien, inspector? —preguntó bajando la mano para que el «Promenade» dejara de sonar—. ¿Qué tiene que decir a nuestra querida oyente?
Caldas empleó el primer tópico que le vino a la mente:
—Las leyes no son perfectas, pero son las que tenemos. De todas maneras, hablaré con la policía municipal para transmitirles su descontento.
Luego apuntó en su cuaderno: «Municipales uno, Leo cero».
El siguiente en contactar con el programa fue el presidente de una comunidad de vecinos del barrio de Teis. Varias parejas de gaviotas habían anidado en la azotea de su edificio y atacaban a todo aquél que tratase de desalojarlas. «Municipales dos, Leo cero».
Después recibieron dos quejas por ruidos nocturnos, y tres por asuntos de tráfico, y un oyente llamó indignado porque la pintura de los pasos de cebra se volvía resbaladiza con la lluvia.
—¿Cuántos días llueve en Vigo al cabo del año? —preguntó—. ¿Ciento veinte? ¿Les parece razonable que no se utilice pintura antideslizante en las calles?
Como en las demás ocasiones, antes de que Leo Caldas pudiese contestar la dichosa música estaba sonando de nuevo. No se molestó en protestar. Había claudicado. Con el clarinete y el piano en sus auriculares, se volvió hacia el mirador. Una muchacha cruzaba la Alameda caminando con los pies abiertos y la barriga abultada bajo la ropa. Leo calculó que Rebeca Neira debía de ser todavía más joven cuando se quedó embarazada. Una niña convertida a la vez en madre y padre de un recién nacido. Todo demasiado difícil. Resopló al imaginar la angustia de Diego, su dolor al ver que Somoza miraba hacia otro lado, que la justicia se burlaba de él. Entendía que hubiese decidido actuar.
—¿Y bien? —preguntó Losada con su voz de locutor, mirando fijamente a Leo Caldas.
—¿Eh?
—Los pasos de cebra…, la pintura…
—Ah, ya —dijo el inspector—. Pasaré una nota a la policía municipal.
«Municipales nueve, Leo cero».
Durante el corte publicitario que siguió a la llamada, Santiago Losada reprendió a Caldas.
—A ver si estás más atento.
—Te repito que esa melodía me descentra —murmuró, pero ya no prestaba atención a la música. Ni siquiera a los jardines que veía tras el cristal. Sólo pensaba en Diego Neira, en la desaparición de su madre y en la muerte de Justo Castelo.
Recordaba las palabras del comisario Soto. «¿Por qué le habrá atado las manos?», había preguntado. El inspector no había sabido ofrecerle una respuesta.
La undécima comunicante fue una señora al borde del llanto. Había extraviado a su perro durante el paseo de la mañana y ofrecía una gratificación generosa a quien se lo devolviese. Después llamó un hombre molesto por los olores que producía un restaurante recién abierto en el local contiguo a su vivienda.
—Eva, buenas tardes —saludó Losada a la siguiente, con su voz impostada.
—Llamo porque hay un grupo de niños que amedrentan a mi hijo y a sus amigos del parque.
—¿Qué edad tiene su hijo? —preguntó Leo Caldas.
—Once años.
—¿Y los otros niños?
—No lo sé —dijo Eva—. Ni mi hijo ni sus amigos se atreven a decir quiénes son.
—Es normal.
—Sé que son cosas de críos, y que en realidad sólo les han dado algún susto y quitado unas cuantas monedas, pero los chicos tienen pánico a bajar al parque y me preocupa que el asunto vaya a más. ¿Cree que deberíamos convencer a nuestro hijo para que ponga una denuncia en comisaría, inspector? —preguntó la mujer, y la melodía ascendió con el brazo de Santiago Losada.
Mientras esperaba a que Gershwin dejase de tocar el piano, Caldas volvió a Panxón y a las últimas horas del Rubio. Recordó la pregunta del comisario, y se dijo que tal vez el marinero estuviese tan asustado como el hijo de la oyente. ¿Y si Diego Neira le había atado las manos sólo para conminarlo a confesar quién había entrado en su casa? El día de la autopsia, Guzmán Barrio había comentado que el golpe de la nuca podía haberse producido de manera fortuita. Le parecía difícil, pero el forense nunca descartaba una posibilidad. ¿Y si tenía razón? ¿Y si se había golpeado con alguna pieza del barco tratando de huir? Tal vez la llave de tubo no tuviese nada que ver en todo aquello.
La música continuaba sonando y los pensamientos se alborotaban en la cabeza del inspector. Diego Neira necesitaba el testimonio de Justo Castelo para llegar a saber quién era el hombre que había entrado en la casa con su madre. ¿Era posible que el chico no hubiese pretendido ahogar al marinero? ¿Que sólo tratase de asustarlo, de forzarlo a revelar la identidad del asesino? «¿Por qué no?», se contestó a sí mismo.
Las pintadas demostraban que Diego Neira había estado cerca de los marineros otras veces. Durante meses enteros había podido acercarse a Panxón sin levantar sospechas. Si pretendía matarlos podía haberles pegado un tiro y regresar a casa. Nadie lo habría relacionado nunca con los tripulantes del Xurelo.
La posibilidad de que el chico fuese inocente le animó. Tal vez el miedo o la angustia habían hecho saltar al marinero por la borda. Quizá Castelo se había lanzado al agua sujeto a alguna boya, a un flotador luego perdido entre las olas.
Consultó el reloj deseando que terminase el programa cuanto antes para poder consultar al forense.
Losada apretó el botón que apagaba la luz roja y los micrófonos.
—¿Qué carallo haces, Leo? —preguntó.
—¿Eh?
El inspector Caldas sonrió.
Estaba silbando la melodía.