Exposición: 1. Presentación pública de obras de arte, artículos industriales, etc., para que sean vistos 2. Explicación de un asunto por escrito o de palabra. 3. Conjunto de cosas expuestas. 4. Situación de un objeto con relación a los puntos cardinales. 5. Riesgo que entraña hacer algo. 6. Conjunto de noticias acerca de los antecedentes de la acción en las obras épicas, dramáticas y novelescas.
—¿Vamos a comer? —preguntó el aragonés al salir del coche—. Son casi las tres.
—Ve tú —dijo Leo Caldas, aunque en el trayecto desde Panxón le habían sonado las tripas—. Necesito hablar con el comisario.
Atravesó la comisaría y abrió la puerta de cristal de su despacho. Comprobó aliviado que no había papelitos amarillos con mensajes urgentes pegados en la mesa. Colgó el impermeable en el perchero y salió de nuevo.
El comisario Soto hablaba por teléfono, pero le indicó que pasase y el inspector se sentó frente a él.
Cuando colgó, Leo Caldas tuvo ganas de preguntarle cómo se las arreglaba para mantener la mesa limpia cuando la suya era una exposición de papeles. En lugar de ello, dijo:
—Ya sabemos quién se cargó al marinero de Panxón.
—¿Algún vecino? —preguntó el comisario.
—No —respondió Caldas, y le refirió de forma somera las novedades del caso.
Cuando terminó, expuso el asunto que le había llevado a aquel despacho:
—Me gustaría que se investigase la desaparición de Rebeca Neira, comisario.
—Lo que ocurra en Aguiño no es competencia nuestra.
—Hable con la jefatura —le pidió—. Ese chico no es sólo un verdugo. Se quedó solo a los quince años. Acudió a nosotros y, en lugar de ayudarle, lo hundimos.
Soto resopló.
—¿Te importa explicármelo todo de nuevo? Pero más despacio —le pidió—, a ver si es posible que lo entienda.
—¿Desde dónde?
—Desde el principio.
—¿Lo de Aguiño?
—Lo de Aguiño y lo de Panxón, Leo. Desde el principio —repitió el comisario, y Caldas le explicó las circunstancias en que habían encontrado el cadáver de Castelo. Describió los golpes de la cabeza y le habló de la brida verde que amarraba sus muñecas.
—Parece un suicidio —apuntó el comisario.
—Eso piensan todavía en el pueblo. El tipo era depresivo, había sido toxicómano hace años. Pero la brida estaba atada junto a los dedos meñiques. Según el forense, no se pudo atar a sí mismo.
Soto asintió, y el inspector le contó que Castelo, a pesar de no ser día de faena, había salido al mar el domingo a las seis y media de la mañana.
—¿Iba solo? —le interrumpió el comisario Soto.
—Sí —respondió Caldas—. Tenemos una testigo que lo vio zarpar. La cubierta del barco estaba vacía, no había dónde ocultarse.
—¿Entonces cómo llegaron hasta él?
—Desde otra embarcación —contestó, y describió el lugar donde algunos días más tarde habían encontrado el barco del muerto, junto al faro de Punta Lameda, en la otra cara de Monteferro.
Leo Caldas le contó que no se podía remolcar un barco hasta la poza, lo que por fuerza implicaba al menos a dos personas en el crimen.
—Alguien tuvo que quedarse en su barco mientras otro llevaba el de Castelo hasta allí.
—¿Por qué no lo hundieron mar adentro? —preguntó el comisario, como había hecho él mismo.
—Porque necesitaban volver a tierra sin ser vistos —presumió—. La poza forma una especie de muelle natural. Es el lugar que utilizan los pescadores furtivos para descargar.
—Entiendo.
El inspector describió la pintada que el marinero había mandado borrar. Le explicó que la fecha escrita en el casco de la chalupa coincidía con la del hundimiento del Xurelo, y le habló de Arias y Valverde, los compañeros a quienes había dejado de tratar, y del capitán Sousa, el patrón ahogado en el naufragio a quien varios marineros del pueblo aseguraban haber visto navegando entre la niebla.
—¿Ése no era tu sospechoso? —preguntó el comisario.
—Era —remarcó Caldas, y describió la macana asida a la cintura del capitán, cuya forma se asemejaba a la huella en la nuca del muerto.
—¿Le golpearon con la barra del capitán?
—No —dijo Caldas—. También encontramos una llave de tubo entre las rocas de Monteferro. De las que se usan para aflojar los tornillos de las ruedas de los coches. La tiene el forense, piensa que pudo ser con ella.
Luego le habló otra vez de Rebeca Neira, de la noticia en el periódico que le hizo sospechar y de la denuncia interpuesta por Diego, el hijo adolescente de la desaparecida. Le mostró la copia del atestado donde el chico se refería a los dos hombres que habían acompañado a su madre y describía al marinero rubio.
—¿Y dices que estuvisteis allí? —inquirió el comisario Soto.
—Esta mañana —asintió—, es lo que le he contado antes. La mujer nunca apareció. Su amiga más íntima está convencida de que la mataron aquella misma noche. Cuando a la mañana siguiente el chico regresó a casa se encontró la sala limpiada a conciencia, y aunque advirtió que algún mueble había cambiado ligeramente de sitio, no le dio importancia. Al día siguiente, con la amiga de su madre en casa, se alarmó al encontrar posos de café dentro de la cafetera limpia. Su madre era muy cuidadosa, no la habría dejado así jamás. Luego se percató de que faltaba todo cuanto había sobre la mesa y la encimera.
El comisario Soto revisó el atestado.
—Aquí no figura esa información —dijo, y Caldas le habló del subinspector Somoza, de las humillaciones sufridas por Diego Neira durante los días posteriores a la desaparición de su madre, de su marcha resignada del pueblo a las pocas semanas, y de las llamadas a la farmacéutica asegurándole que no olvidaba al marinero rubio.
—¿Nunca se investigó?
—Nunca —respondió Caldas—. Hubo batidas para buscarla por los alrededores, pero luego todo se olvidó. Como el chico había abandonado el pueblo, se pensó que habría ido a reunirse con su madre.
Después le llegó el turno al bar Aduana:
—Allí solía comprar tabaco la mujer desaparecida —advirtió el inspector—. El bar lleva años cerrado, pero el dueño aún recuerda aquella noche.
Soto escuchó sin un pestañeo cómo el propietario había dejado la galería abierta para que los tripulantes del barco pudiesen cobijarse de la lluvia mientras cenaban.
—No vio a los marineros —dijo Caldas—, pero reconoció al capitán. El hombre todavía no se explica cómo se les ocurrió zarpar en medio de aquella tormenta.
—Para que nadie pudiese situarlos en Aguiño por la mañana —sostuvo el comisario.
—Eso pienso yo también.
—¿Crees que todos estaban al corriente de lo que había ocurrido con la mujer?
—Tal vez.
—¿Y ese subinspector? ¿Cómo dices que se llama?
—Somoza —respondió Caldas—. Tenía una cuenta pendiente con Rebeca Neira y no movió un dedo por encontrarla ni por esclarecer su desaparición. Ni siquiera se acercó a hablar con el dueño del bar Aduana.
—¿Y los vecinos?
—Dieron por bueno que se había marchado con alguien por su propia voluntad.
Soto enarcó las cejas y le devolvió la copia de la denuncia.
—¿Localizasteis al chico?
—Aún no. Sólo sabemos que hasta hace seis o siete años vivió en Neda, cerca de Ferrol. Nada más.
—¿Te pusiste en contacto con su comisaría?
—Con el inspector Quintáns —afirmó Caldas—. Quedó en llamar para decir algo esta tarde o mañana.
Soto asintió.
—También hemos pedido la grabación de la cámara de vigilancia de una casa cercana al desvío que lleva al faro —continuó el inspector—. Clara Barcia debe de estar revisándola.
Después de un silencio, el comisario preguntó:
—¿Cómo carallo los encontraría?
—Por las noticias —respondió Leo Caldas—. Justo Castelo pescó un pez tropical. Apareció en todos los medios. Hasta le entrevistaron en el telediario.
—¿Cuándo?
—El año pasado. Tuvo todo el tiempo que necesitó para venir a inspeccionar el terreno y actuar. Diego Neira tendrá ahora veintiocho o veintinueve años. ¿Sabe la cantidad de chicos de su edad que hay en esa playa en verano? Pudo pasarse semanas enteras vigilando al Rubio sin levantar la menor sospecha, esperando que le condujera al asesino de su madre.
—¿Crees que irá a por los demás?
—No lo sé. De todas formas, sólo queda uno de los dos marineros en el pueblo.
—¿Quién?
—Valverde.
—¿Lo interrogaste?
—Sí, pero está asustado. No abre el pico.
—¿Y el otro?
—¿Arias? Se esfumó. Me temo que por mi culpa —reconoció el inspector—. El sábado por la mañana fuimos a Panxón para preguntarle si se habían detenido en Aguiño. Nos dio largas. Dijo que no recordaba bien aquella noche, y a las pocas horas desapareció.
—¿Es el que vivió en Escocia?
—Ése mismo —confirmó Caldas—. Me aseguró que no se trataban desde que dejaron de navegar juntos, pero una vecina vio entrar a Castelo en su casa la tarde del sábado, un día antes de que lo matasen. Parecía bastante nervioso.
—Tal vez temiera algo.
Caldas se encogió de hombros.
—Es posible… —dijo—. Sólo tenemos noticia de una pintada, pero debía de haber mucho más. Creo que ese chico se entretuvo jugando con ellos durante meses antes de actuar.
—Pues el juego lo ha metido en un buen lío.
—Sí.
El comisario se frotó los ojos y luego preguntó:
—¿Crees que ese Arias habrá vuelto a Escocia?
—Es posible. Vivió allí, conoce aquello.
—¿Consultasteis las reservas aéreas?
—Todavía no —dijo Caldas.
—¿Crees que fue él quien se cargó a la mujer?
—Creo que es la segunda vez que se esfuma.
Soto asintió.
—El chico irá tras él.
—Supongo —dijo el inspector, y luego murmuro—: Yo lo haría.
—Por si acaso, no pierdas de vista al constructor.
Caldas dijo que lo haría.
Ya se había levantado cuando Soto le preguntó:
—¿Por qué lo habrá matado así?
—¿Así?
El comisario unió sus muñecas.
—Lanzándolo al mar con las manos atadas, como si se tratase de un suicidio.
—No lo sé —dijo Caldas poniéndose en pie—. ¿Hablará con el juez de la desaparición de esa mujer?
Soto asintió.
—Hablaré con él —dijo—, pero primero encuentra al muchacho.