Temer: 1. Sentir miedo o temor. 2. Recelar un daño. 3. Sospechar, recelar, creer.

Rafael Estévez aguardó al pie de la cuesta con el motor en marcha mientras Caldas subía hasta el Templo Votivo del Mar. Cuando regresó al coche, después de haber devuelto al sacerdote la fotografía de los tripulantes del Xurelo, se dirigieron a la casa de Marcos Valverde.

Encontraron cerrado el portalón de madera, y Leo Caldas salió del auto para llamar al timbre. Cuando se identificó, la puerta se deslizó hacia un lado mostrando la fachada de hormigón de la vivienda.

El inspector entró caminando al patio y esperó mientras Estévez maniobraba para aparcar junto al coche rojo. Olía a hierba recién cortada.

—¿Cree que también se habrá escapado? —preguntó el aragonés, indicando con un gesto el espacio vacío que el sábado por la mañana ocupaba el deportivo negro de Valverde.

—Esperemos que él no —dijo Leo Caldas, y se salió del sendero de grava a oler la hierba luisa. Luego regresó al camino y se dirigió hacia la puerta de la casa.

Dos troncos ardían en la chimenea cuadrada de hierro del salón, y un concierto de clarinete sonaba en los altavoces. Vieron en el otro extremo la mesa del comedor preparada para dos.

—Mi marido está a punto de llegar —les dijo la mujer de Valverde, y se acercó al equipo de música.

Bajó el volumen hasta hacerlo casi inaudible, escogió otro disco de la estantería de obra, lo colocó en la pletina y les invitó a acomodarse en el sofá.

—¿A qué han venido? —preguntó.

Hablaba desde una butaca de líneas tan rectas como todo en aquel salón a excepción de ella misma.

—Para hablar con su marido.

—No soy una niña, inspector —dijo mirándole con los ojos brillantes—. ¿Qué está sucediendo?

—Ya lo sabe. Estamos investigando la muerte de Justo Castelo.

—¿Pero qué tiene Marcos que ver con eso?

—Su marido y el muerto trabajaron juntos…

—Hace más de diez años, inspector —le interrumpió la mujer. No había reproche en su voz—. Desde que conozco a Marcos no se ha acercado al puerto una sola vez. No le interesa nada de lo que suceda allí. Ni siquiera se trata con los marineros.

—Lo sabemos.

—¿Entonces qué relación tiene con la muerte de ese hombre?

Caldas esquivó su acometida:

—Nuestra obligación es comprobarlo todo.

—Tratan de protegerlo, ¿verdad?

—¿Cómo?

—El otro día me preguntaron si había notado a mi marido preocupado, si alguien había tratado de asustarlo. ¿Es eso, verdad? ¿Hay alguien intentando hacer daño a Marcos?

—¿Lo ha notado más inquieto? —respondió Leo Caldas.

—No sea gallego, inspector. ¿No puede hablarme claro? Es mi marido. ¿Hay algo que deba intranquilizarme?

—¿Le ha hecho esa pregunta a él?

—No conoce a Marcos —resopló—. Me temo que es todavía peor que usted.

—No crea —rumió el ayudante aragonés del inspector—. Son todos iguales.

La mujer de Valverde iba a volver a preguntar cuando escucharon el motor de un coche en el patio.

—Es él —dijo poniéndose en pie.

Y los policías se levantaron con ella.

—¿Conserva mi número de teléfono? —le preguntó Leo Caldas.

—Sí —silbó.

—Que no le importe llamarme —dijo, y la vio torcer las comisuras de los labios hacia abajo al insinuar una sonrisa.

La esposa de Marcos Valverde se acercó al equipo de música, pulsó un botón y subió el volumen. Caldas no dejó de mirarla desde atrás.

—Es ésta, inspector —dijo ella, señalando uno de los altavoces con el dedo.

—¿Ésta?

—La «Canción de Solveig» —añadió, como si sobrase la explicación—. ¿No me preguntó el otro día por ella?

Leo Caldas asintió y la mujer de Valverde le enseñó una vez más la sonrisa de Alba. Luego se retiró.

El inspector se volvió hacia el ventanal. Mientras esperaba al antiguo marinero del Xurelo, vio las olas levantando crestas de espuma, como corderos en medio del mar.

La hermana de Justo Castelo tenía razón. Aquélla parecía una canción gallega.