Arrancar: 1. Sacar una cosa que está metida en otra tirando con fuerza de ella hasta que salga de raíz. 2. Hacer desaparecer completamente una cosa inmaterial. 3. Hacer que una persona abandone un lugar, cierta situación, actividad, actitud o idea, generalmente contra su voluntad. 4. Obtener un permiso, una información u otra cosa parecida con mucho esfuerzo. 5. Hacer que algo se ponga en marcha o empiece a funcionar.

A las once y media, cuando ya habían dejado atrás las últimas casas del pueblo, Rafael Estévez preguntó:

—¿Entonces cómo lo ve?

—¿Cómo veo qué?

—¿Cree que mataron a esa mujer, a Rebeca Neira?

—¿Tú no? —contestó Caldas.

—No empecemos… —rumió el aragonés—. Le estoy preguntando a usted.

—¿Por qué otra razón iban a abandonar el puerto en mitad de una tormenta? De todas maneras, aunque no fueran ellos, el chico está convencido de que lo hicieron.

—¿Piensa que fue él quien se cargó a Castelo?

Caldas asintió.

—¿Cómo los habrá encontrado después de tanto tiempo? —preguntó otra vez el aragonés—. Panxón está hacia el sur, y Diego Neira se fue a vivir muchos kilómetros al norte.

—No lo sé —dijo Caldas mirando por su ventanilla.

El mar seguía oculto tras la manta de niebla, pero el olor profundo a salitre revelaba su proximidad.

Buscó en su bolsillo el teléfono móvil y llamó a Olga. Le pidió el número de la comisaría de Ferrol. Allí preguntó por Quintáns.

—¿Podrías hacerme un favor? —le requirió después de saludarlo.

—Dispara —accedió Quintáns.

—Estoy buscando a un hombre de veintiocho años que vivió en Neda desde principios de 1997. Se llama Diego Neira Díez —dijo Leo Caldas leyendo la denuncia.

—¿Conoces su domicilio actual?

—Sólo sé que vivió allí, en casa de sus abuelos, al menos hasta hace seis o siete años. Luego se mudó, pero tal vez haya regresado. Necesito cualquier información que me ayude a localizarlo: dónde vive, si tiene pareja o amigos, a qué se dedica… Todo lo que encontréis.

—A ver si puedo decirte algo mañana.

—Que no sea más tarde, por favor —le pidió Caldas—. Es urgente.

—No te preocupes —dijo Quintáns, y antes de colgar preguntó—: ¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Y Alba?

—Bien también —respondió, con la voz tan firme que a él mismo le sonó sincera.

Luego cerró los ojos, pero no fue Alba quien se dibujó en sus párpados, sino una madre arrancada de raíz una noche de lluvia. Como decía el poema de Léo Ferré que Trabazo había recitado en el barco, el tiempo hacía olvidar el rostro y la voz de los que ya no están.

Su mente volvió al puerto de Aguiño, a los marineros embarcando apresuradamente para que nadie pudiese situarlos allí aquella noche, al Xurelo resquebrajándose contra las piedras, a los hombres vestidos de amarillo gritando despavoridos en la tempestad.

—¿Tú quién crees que entró en casa de Rebeca Neira? —preguntó.

—Sólo hay dos posibilidades —respondió Estévez.

—Tres —le corrigió Caldas.

—¿Usted cree que el capitán…?

—¿Por qué no? —respondió el inspector—. Tuvo que ser alguien con ascendiente sobre los demás. ¿Cómo te explicas, si no, que el resto accediese a zarpar en aquellas condiciones?

—No se me había ocurrido —admitió el ayudante—. ¿Cree que todos estaban al corriente de lo de la mujer?

—No me extrañaría. Ya viste la reacción de Arias y Valverde cuando mencionamos Aguiño —recordó Caldas—. A ver qué tienen que decir ahora.

Al rato volvió a llamar por teléfono. Esta vez al móvil de Clara Barcia. Le preguntó si ya habían recogido la grabación de la cámara de seguridad de la casa de Monteferro.

—Íbamos a revisarla esta tarde —dijo la agente—. ¿Prefiere que lo hagamos antes?

Leo Caldas consultó su reloj. Las doce menos cuarto.

—Esta tarde está bien —respondió, y se retrepó en su asiento. Quiso tararear la «Canción de Solveig». Aunque se la habían cantado a coro los catedráticos en el Eligio, era incapaz de recordar aquella melodía que Justo Castelo silbaba durante las sobremesas en casa de su madre. Chasqueó la lengua y miró por la ventanilla. Vio en un letrero el anuncio de una tienda especializada en artículos de pesca. Un hombre mostraba orgulloso el pez colgado del sedal de su caña.

—Ya sé cómo localizó al Rubio —dijo de repente, pensando en voz alta.

—¿Cómo? —preguntó el aragonés.

—Fue el año pasado. Por estas fechas.

—¿Pero cómo lo sabe?

—¿Estuviste en casa de Castelo?

—Con usted.

—¿Te fijaste en las fotografías del salón?

El resoplido del aragonés le dijo que no.

—Justo Castelo pescó un pez luna hace más o menos un año —explicó Leo Caldas—. Es un pez redondo, tropical, típico de aguas más calientes, tan raro en la costa gallega como un tiburón blanco. En varios periódicos apareció la noticia junto a una fotografía en la que se le veía sosteniendo el pez. Estaba en un marco del salón. Incluso fueron de la televisión a entrevistarle.

—Joder —susurró Estévez enarcando las cejas—. Desde el año pasado… ¿Por qué habrá esperado hasta ahora?

La respuesta del inspector consistió en más preguntas:

—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la desaparición de su madre? ¿Doce años, trece?

—Más o menos.

—No creo que tuviera prisa. Además, el crimen no fue un arrebato. Tuvo paciencia —dijo Caldas, rememorando las pintadas que habían desasosegado a Justo Castelo durante las semanas previas a su muerte—. Lo planeó bien.

Cerró los ojos de nuevo.

Se preguntaba cuántas canciones habría dejado Diego Neira de silbar.