Testigo: 1. Persona que está presente en un acto o en una acción. 2. Quien declara dando testimonio de algo en un juicio. 3. Lo que demuestra o atestigua la verdad o la existencia de algo. 4. En las carreras de relevos, objeto que intercambian los corredores de un mismo equipo. 5. Pieza que se pone sobre la grieta de una pared para comprobar su evolución.
—Venimos de la cantina de la cofradía de pescadores —dijo Leo Caldas después de identificarse—. El camarero asegura que el Aduana era el único bar del puerto que estaba abierto por las noches en el año 1996.
—Así es —respondió el hombre, mirando al suelo con la nostalgia dibujada en el rostro—. Cerré el bar en 1998, después de treinta y cinco años. Ahora sólo queda la cantina para atender a los marineros. Pero cierra al anochecer. ¿Para qué va a abrir después? Hace mucho tiempo que dejaron de salir a faenar barcos por la noche.
Leo Caldas asintió, y el hombre continuó hablando:
—Que no les engañe la dársena vacía, éste fue uno de los puertos de bajura más importantes de Galicia. En Aguiño se pescó mucha sardina y mucha merluza. Un puerto importante —repitió—. ¿Vieron un barco algo más grande que el resto en el muelle?
Los policías asintieron al recordar el pesquero que la niebla espesa apenas permitía entrever.
—Es el Narija —les dijo—. Aquí llegó a haber decenas de barcos como ése. No cabía el pescado en la lonja. Las cajas de merluza salían por la puerta —recordó—. Luego la mar se fue secando. Parece que nunca se va a agotar, pero se agota. Claro que se agota. Ahora los barcos que quedan en el pueblo van al pulpo —dijo con desprecio—. En la lonja se puede comprar percebe, reloj, almeja…, pero pescado, pescado de verdad, poco.
—Claro —convino el inspector, invitándole a continuar. Prefería permitirle hablar, conceder a aquel hombre mayor el tiempo que la vida le negaba.
—Venía gente de todos lados —aseguró el antiguo propietario del bar Aduana antes de enumerar las villas que habían abastecido de marineros a la flota de Aguiño y sentenciar—: Nosotros vivíamos del puerto, nuestros hijos pretenden vivir de la playa.
—Las cosas cambian —murmuró Caldas.
—Unas —dijo el hombre—. Otras no.
Luego preguntó:
—¿Para qué han venido a mi casa?
—Para saber si se acuerda de alguno de estos hombres —dijo Leo Caldas mostrándole la fotografía—. Eran los tripulantes de un barco con base en Panxón que solía venir hacia esta zona a faenar.
El hombre miró el retrato a través de los cristales de sus gafas.
—Al más viejo sí lo recuerdo —confirmó, colocando la uña de su dedo meñique sobre el gorro de lana de Antonio Sousa—. Todos le llamaban «capitán». Algunas veces amarraba en el muelle y venía al bar a por agua o a comprar algo de comer.
Levantó la cabeza hacia los policías.
—¿Pero ese hombre no murió? —dijo después—. Creo que su barco se hundió en los islotes Asadoiros, cerca de Sálvora.
—Así es.
Volvió a mirar el retrato.
—¿Saben que estuve con él la noche que se fue al fondo?
Caldas cruzó una mirada con Rafael Estévez.
—¿Estuvo en su bar?
—Aquella misma noche —repitió, lanzándose a recordar sin necesidad de otro empujón—. Había temporal. La flota estaba amarrada y los marineros del pueblo en sus casas, aprovechando el mal tiempo para pasar una noche con sus familias o para descansar. Yo iba a hacer lo mismo. Ya había apagado las luces cuando llegó el capitán. Me preguntó si podía ofrecerles algo de cenar a él y a los marineros que iban a bordo de su barco. La cocina estaba apagada, pero les preparé unos bocadillos y los dejé con agua y vino en una mesa de la galería. El Aduana tenía una galería a la entrada. Con un cierre de cristal para poder sentarse a comer mirando el mar aunque hiciese mal tiempo.
Los policías asintieron.
—Yo me marché a casa. Cerré el bar pero dejé la galería abierta para que pudieran cenar a cubierto, y el capitán volvió al barco para avisar a su tripulación. La siguiente vez que lo vi fue en una noticia del periódico. Se había ahogado aquella misma noche.
Pasó la vista sobre los rostros de los tripulantes del Xurelo.
—Los chicos se salvaron, ¿verdad?
—Los tres —respondió Leo Caldas.
—No sé cómo se les ocurrió hacerse a la mar. El capitán parecía prudente.
Caldas sospechaba la razón que les había impulsado a zarpar desafiando la tormenta.
—¿Usted se acuerda de una mujer a la que llamaban Rebeca la Primera? —preguntó, al tiempo que guardaba en su bolsillo la fotografía tomada por el cura de Panxón.
—Rebeca la Primera —repitió en voz baja—. Claro que me acuerdo. Vivía en una casa de piedra, a cinco minutos de aquí. Se marchó del pueblo hace mucho tiempo.
Se quedó callado, con la sonrisa de quien evoca un recuerdo grato.
—Rebeca la Primera —volvió a decir—. ¿Qué fue de ella?
Leo Caldas se encogió de hombros.
—¿Era clienta suya?
—En cierto modo —respondió sin abandonar la sonrisa—. En la barra del Aduana había cualquier cosa menos mujeres guapas. Ellas preferían otra clase de bares. La Primera sólo venía a mi local para comprar tabaco.
—¿Compraba el tabaco en su bar?
—Casi siempre —admitió—. Entraba, echaba las monedas en la máquina, se agachaba a recoger el tabaco y se marchaba llevándose nuestros ojos incrustados en su cintura.
—En una ocasión, Rebeca la Primera faltó de casa y se organizó una batida para tratar de localizarla… —dijo Caldas, dejando las palabras en el aire con la esperanza de que él recogiese el testigo.
Lo hizo:
—Me acuerdo. Los primeros días hubo algo de revuelo. Más tarde se supo que se había marchado con un hombre.
—La noche que desapareció había salido a comprar tabaco… —asintió Caldas, invitándolo otra vez a continuar.
—Es cierto. Me preguntaron si había venido al Aduana. Pero aquella noche el bar estaba cerrado. Había temporal —dijo, y permaneció en silencio, como si escuchase el eco producido por sus palabras, mirando a Leo Caldas a los ojos.
«También te has dado cuenta», dijo para sí el inspector, y le preguntó:
—¿Sucede algo?
—Nada… —comenzó el hombre, y Caldas se dispuso a escuchar—. ¿Le importa volver a enseñarme la fotografía, inspector?
Caldas la colocó sobre la mesa y el hombre puso un dedo sobre la cabeza rubia de Justo Castelo.
—Una vez me preguntaron si aquel fin de semana de temporal había visto a un marinero rubio en el puerto.
—¿Quién se lo preguntó?
—Irene, la de la farmacia —dijo, y volvió a mirar la fotografía.
—¿Sólo ella?
—Nadie más —confirmó—. Le dije que no, pero lo cierto es que nunca llegué a ver a la tripulación del barco del capitán. ¿Creen que Irene se refería a este chico?
—Es posible.
Leo Caldas encendió un cigarrillo al salir a la calle. Lo dejó colgando entre sus labios y se metió las manos en los bolsillos. La niebla blancuzca continuaba posada sobre el pueblo envolviéndolo con una capa de humedad. Caminaron en silencio, guiados por la torre de la iglesia que se adivinaba sobre las demás casas. Oyeron risas al pasar junto a la cantina de la cofradía de pescadores. Las gaviotas, en cambio, habían renunciado al jolgorio y se posaban mudas en tierra.
Al llegar al coche, Estévez señaló con la cabeza la puerta de la vivienda de Somoza. El viejo subinspector de policía salía de su casa arrastrando los pies en las zapatillas de felpa.
—¿No vamos a hablar con él? —consultó el aragonés.
Caldas observó a Somoza tratando de localizar al policía altivo que había humillado a Diego Neira. Sólo encontró a un hombre derrotado, a un anciano encorvado con la boca abierta y el rostro contraído en un guiño cegato.
—¿Para qué? —respondió—. No merece la pena.
En el muelle, entre dos casas, vieron la silueta del Narija. Se difuminaba entre la bruma como el fantasma del capitán Sousa que los había atraído hasta Aguiño aquella mañana.