Poso: 1. Conjunto de partículas sólidas que queda depositado en el fondo del recipiente que contiene un líquido. 2. Resto o señal que queda de una cosa al pasar de un estado a otro. 3. Descanso, quietud, reposo.
Tomaron café en un bar cercano, y Caldas volvió a leer la copia de la denuncia. El camarero les confirmó que Irene Vázquez, la amiga de Rebeca Neira que había acompañado a su hijo a la comisaría, aún residía en Aguiño. Trabajaba en una farmacia, cerca del puerto.
Dejaron el coche aparcado junto a la iglesia y bajaron andando. Había decenas de barcos pequeños dormidos en sus boyas, sobre el mar en calma. Al otro lado, cerca de la lonja, se adivinaba la silueta de un pesquero de más tonelaje amarrado a los norays del espigón, bajo una nube de gaviotas. Caldas lamentó que una niebla tan densa no les permitiese admirar el paisaje.
Caminaron frente a la cofradía de pescadores. En la puerta de la cantina aún estaba fijado el cartel anunciando la fiesta del percebe que se había celebrado en el pueblo el verano anterior.
—Por cierto —dijo el aragonés al leerlo—, gracias por los percebes. Son un descubrimiento.
—¿Pudisteis con todos?
—Me habría zampado el doble de haberlos tenido delante —aseguró.
—¿Les quitarías la piel? —bromeó el inspector.
—Claro —confirmó Estévez—. A partir del segundo sí.
«Abierto», leyeron en un letrero tras la puerta de cristal de la farmacia. Encima, una luz centelleaba formando un halo verde de bruma a su alrededor. Había una mujer tras el mostrador. Alta, con el flequillo moreno cayendo sobre sus ojos pardos. En el bolsillo de su bata blanca llevaba bordado el nombre que Leo Caldas había ido a buscar.
—¿Irene Vázquez? —preguntó el inspector de todos modos.
Los ojos oscuros de la mujer viajaron de un policía al otro. Luego asintió.
—Soy el inspector Caldas —se presentó, sabiendo que allí su nombre no significaba nada. Aguiño estaba demasiado lejos del repetidor que transmitía Patrulla en las ondas—. Él es el agente Estévez. Venimos de la comisaría de Vigo.
—¿Es por el robo? —consultó.
Caldas le dijo que no.
—Queremos localizar a una mujer: Rebeca Neira.
Ella volvió a saltar con la mirada de uno a otro antes de hablar:
—Un poco tarde, ¿no creen?
—Sabemos que se marchó del pueblo —admitió Caldas—. Nos preguntábamos si usted sabría dónde podríamos encontrarla.
—Rebeca no se marchó a ningún lado —dijo con sequedad.
—Venimos de hablar con el subinspector Somoza —le informó Caldas—, él asegura que Rebeca se marchó.
—Somoza es un cerdo y un embustero. Siempre lo fue.
Leo Caldas sacó de su bolsillo el paquete de tabaco.
—Si quiere fumar, vamos atrás —dijo Irene Vázquez saliendo del mostrador.
Se acercó a la puerta de cristal, dio la vuelta al letrero dejándolo con la palabra «abierto» hacia el interior y cerró con llave.
—Así no nos interrumpen —dijo.
Luego los condujo a la parte trasera de la farmacia. Había una mesa y dos sillas entre los estantes repletos de medicinas, y en el centro de la mesa, una televisión tan pequeña que parecía de juguete. En una repisa estaba colocada una máquina de café automática cuyo olor se mezclaba con el del plástico nuevo de los envases de medicamentos.
—Aquí paso las guardias —dijo—, leyendo o viendo la tele.
Luego situó un cenicero encima de la mesa, junto a la televisión.
—¿Quiere uno? —le ofreció Caldas.
—Prefiero de los míos —dijo ella.
Cuando los cigarrillos estuvieron encendidos, preguntó:
—¿A qué han venido?
—Ya se lo hemos dicho, queremos localizar a Rebeca Neira.
—O a su hijo —añadió Estévez, que permanecía de pie tras la silla del inspector, con la espalda apoyada en la pared.
—O a su hijo, sí —convino Leo Caldas—. Necesitamos que alguno de ellos reconozca a una persona.
—Diego ya no vive en Aguiño.
—¿Y Rebeca?
Irene Vázquez dio una calada al cigarrillo y se quedó contemplando el humo que salía de su boca hacia el techo.
—Rebeca está muerta —respondió.
—¿Muerta? Nos han contado que se marchó del pueblo.
—Somoza nunca lo admitirá. Si tuviera conciencia se dejaría comer por los remordimientos antes de hacerlo —dijo con una sonrisa amarga—. Pero yo sé que Rebeca está muerta.
—¿Desde cuándo? —preguntó el inspector.
—Desde el 20 de diciembre de 1996 —dijo—. La asesinaron esa noche.
Caldas aspiró su cigarrillo y ella le imitó.
—¿Está segura?
—Tan segura como que usted y yo estamos aquí fumando.
Irene Vázquez recordaba con nitidez la mañana de domingo en que recibió la llamada de Diego Neira.
—Me preguntó si yo había estado con su madre. Le dije que no. Diego ya no era un niño. Entendía que tenía una madre joven. A ella le gustaba salir a divertirse de vez en cuando, y tampoco era aquélla la primera vez que Rebeca no dormía en casa. Sin embargo, lo noté abatido. Me confesó que no se encontraba bien. Yo estaba segura de que Rebeca llegaría en cualquier momento, pero Diego me dio pena. Después de colgar, me vestí y me acerqué hasta su casa. Vivían en la parte alta del pueblo. Yo vivo aquí —dijo señalando el techo de la farmacia—, en el primero. Hasta su casa no hay más que un paseo. Cinco o diez minutos andando. Lo encontré tumbado en el sofá bajo una manta, viendo la televisión. Se llevó una decepción al comprobar que no era su madre la que abría la puerta. Diego no hablaba demasiado, pero a su manera era simpático. Y cariñoso. Muy cariñoso. Se levantó a darme un beso y volvió al sofá. Se quedó callado, sin apartar la vista de la pantalla. Tosía. Le toqué la frente. Tenía décimas. Recuerdo que el salón estaba ordenado. La cocina de su casa tenía una puerta corredera. Me asomé. Estaba impecable también. Se lo dije. Yo creía que la había limpiado él y le comenté lo contenta que se iba a poner su madre al volver a casa. Rebeca era muy cuidadosa. Le gustaba tenerlo todo en su sitio. Tenían que haber visto sus libretas de niña —sonrió—. Tomaba unos apuntes perfectos. Era muy lista, ¿saben? La mejor de la clase. Desde pequeñita fue la mejor. La llamábamos la Primera por eso. Nadie en el colegio le hacía sombra. Pero no era sólo buena estudiante. Era la mejor en todo. Se llevaba a los chicos de calle, tenía un cuerpo precioso y cabeza para llegar a donde hubiese querido. Fue una pena que se quedase embarazada antes de tiempo. Ahí terminó su carrera. Le aconsejamos que no lo tuviese. Todas hablamos con ella. Una profesora se lo recomendó también. Pero Rebeca era una cabezota. Hacía siempre lo que quería. Cuando decidía algo no había quien la detuviese —recordó—. Prefirió seguir adelante y tener el bebé, y Dieguito se convirtió en el muñeco de todas, aunque sólo a ella le cambiase la vida —detuvo un instante el relato para abrir una ventana que dejase escapar el humo—. Lo sacó adelante sola. Nunca dijo quién era el padre. Al principio le preguntábamos. Después de tomar unas copas recitábamos nombres de chicos del pueblo, uno detrás de otro, y ella sonreía, sin despegar los labios. Nunca nos contó quién era —repitió—. Ni siquiera estoy segura de que el padre supiese que lo era.
Irene Vázquez miró a los policías.
—Perdonen, me estoy yendo del asunto —dijo.
—No se preocupe —murmuró Caldas invitándola a continuar.
—El caso es que todo estaba ordenado y yo le felicité. Pero Diego me dijo que no había tocado nada, que había sido su madre quien había recogido el salón y la cocina. La había visto por última vez la noche del viernes, cuando se marchó a dormir a casa de un compañero de colegio, y al regresar, el sábado a primera hora, se había encontrado la casa así. Su madre no estaba. Supuso que habría salido a hacer algún recado y se quedó en el sofá. Se pasó el día tumbado, tosiendo, adormilado. Se levantó a media tarde a prepararse un bocadillo y volvió al sofá a esperarla. El domingo a primera hora, al ver que no había regresado, me llamó. Estuvimos charlando, y le pregunté si había desayunado. Me contestó que no y me ofrecí a preparar algo, pero no me dejó. Me dijo que yo era la invitada, y se fue a la cocina. Abrió la alacena en la que guardaban las tazas y se extrañó. Comentó que faltaba la suya. Rebuscó por la repisa, miró en la basura, pero no había nada más que lo que él había tirado durante el día. Era un poco maniático, como Rebeca, y estuvo mirando aquí y allá antes de coger otra taza. Yo iba a preparar el café —explicó, dando otra calada—. La cafetera de Rebeca no era como ésta —dijo señalando la de la repisa—. Era una de las italianas que hay en todas las casas, de las que se enroscan y se colocan en el fuego.
Los policías le dijeron que sabían cómo eran, e Irene Vázquez prosiguió:
—Yo tenía una mano fastidiada, de modo que pedí a Diego que la abriese por mí —movió las manos como si tratase de desenroscar el aire—. Cuando la abrió, se quedó callado. Luego se puso pálido, blanco como esta mesa. Le pregunté qué le pasaba, y se acercó a mí con una pieza de la cafetera en cada mano. Yo no entendía qué me quería decir. Diego dejó la cafetera sobre la mesa y miró a su alrededor. Después se sentó en una silla y empezó a llorar. «Le han hecho daño», repetía. Lo abracé durante unos minutos y, cuando se tranquilizo, le pedí que me contase qué sucedía. Me volvió a enseñar la cafetera. Los posos estaban dentro del filtro, sin limpiar.
Apuró el cigarrillo, aplastó la colilla en el cenicero y continuó:
—Diego conocía a su madre. Yo también. Era una maniática. Ella nunca habría limpiado algo sólo por fuera. No podía haber frotado el metal de la cafetera dejando los posos en el interior —aseguró, y Caldas acercó la llama de su encendedor a un nuevo cigarrillo que Irene Vázquez había colocado entre sus labios—. Diego empezó a dar vueltas por la cocina. Abrió varios cajones. Revisó el horno y el frigorífico, cada vez estaba más alterado. Le pregunté qué sucedía, y me explicó que faltaban platos, vasos y las fuentes con la cena del viernes. Tampoco estaban los paños amarillos en sus ganchos, ni el cuchillo grande que Rebeca dejaba siempre junto al fregadero. Todo lo que había sobre la cocina cuando se marchó a casa de su amigo había desaparecido. Me explicó también que, al regresar el sábado por la mañana, había notado algo extraño en el modo en que estaban colocadas las sillas del salón. Entonces no le había dado importancia, pero ahora sí se la daba. Rompió a llorar, volvió a repetir que le había pasado algo grave. Habló de los marineros que habían estado con su madre la noche del viernes. Los oyó hablar a través de la puerta. Ella había salido a comprar cigarrillos —dijo, y levantó el suyo encendido—. Volvió acompañada por aquellos dos hombres. Llovía a mares, y se quedaron conversando bajo el tejadillo de la entrada. Diego podía oír su conversación desde dentro, distinguía las voces de dos hombres y la de su madre. Me contó que uno de los dos casi no abrió la boca. El otro, en cambio, hablaba en voz alta. Insistía en que les dejase entrar a tomar otra copa. Rebeca les respondió que prefería posponer la juerga a cualquier otro día, cuando su hijo no estuviese en casa. Entonces los hombres preguntaron cuántos años tenía el niño. Cuando ella respondió que quince, soltaron una risotada. Les parecía imposible que pudiese tener un hijo tan mayor. Ella les pidió que bajasen la voz y se rió también. Les prometió invitarles en otra ocasión, cuando Diego no estuviese dentro.
Caldas asintió al escuchar lo que conocía en parte a través de la denuncia. Notaba cómo la marea que llevaban días esperando llegaba como una gran ola con las palabras de Irene.
—Ya saben cómo son los chicos de quince años. Tan pronto como oyó a su madre decir que molestaba salió dando un portazo. No quiso estorbar. Me aseguró que lo estaban pasando bien. De no haber sido así, Diego no habría dejado sola a su madre. Nunca se habría marchado de haberla visto incómoda —afirmó—. Diego se calzó y se marchó corriendo, sin detenerse más que para anunciar que se iba a dormir con un compañero del colegio.
Irene volvió a detener la narración para fumar. Tenía los ojos secos, pero lloraba.
—¿Llegó a reconocer a los hombres? —preguntó el inspector.
—Me dijo que al salir ni siquiera los miró. Luego vio a uno —respondió, y les contó lo que habían leído en el atestado—. Diego se paró en algún lugar para protegerse de la lluvia. Ahora lo pienso y me imagino que no lo hizo sólo por resguardarse, sino para observar la reacción de su madre. Vio a Rebeca entrar en la casa con uno de los hombres. El otro se marchó hacia el puerto. Pasó cerca de Diego. Pudo verlo bien. Era rubio e iba vestido con un traje de aguas de los que utilizan los marineros. Me aseguró que no lo había visto antes. No era del pueblo.
—¿Y el otro hombre? —preguntó el aragonés.
Irene levantó la vista y miró a Estévez bajo su flequillo oscuro.
—No pudo verlo —dijo en voz baja.
—¿También llevaba traje de aguas?
Otro susurro:
—No lo sé.
Caldas asintió y ella terminó su relato:
—Diego se marchó a casa de su amigo y regresó el sábado por la mañana. El resto ya lo conocen. Encontró todo recogido y limpio —repitió—. Hasta el día siguiente, cuando vio los posos de café, no se dio cuenta de que no lo había limpiado su madre y no fuimos a poner la denuncia.
El atestado no recogía toda la información que acababa de facilitarles la mujer.
—¿Le contaron todo esto a Somoza?
Les respondió que no.
—Ese cerdo ponía en duda cada cosa que Diego le contaba. Aseguraba que Rebeca estaría pasándoselo bien en alguna parte. «Ya conoces a tu madre», le dijo. En lugar de ayudar a un crío angustiado, ese policía se mofaba de él. No lo quiero recordar. Somoza aseguraba que estaba muy liado, nos pedía que no lo molestáramos con tonterías. Cuando Diego le dijo que eran dos tipos, ¿saben qué le respondió? «¿Dos? La Primera está en forma». Eso fue lo que le espetó al chico. ¿Se lo pueden creer? Diego me pidió que nos fuésemos a casa. Prefería no poner la denuncia a tener que soportar las humillaciones de aquel viejo baboso.
—Pero denunció —dijo Caldas, sacando de su bolsillo la copia doblada del documento.
—Porque yo me empeñé. Le obligué a prestar declaración. Aunque Diego casi no hablaba. Tuve que arrancarle las palabras. No sé para qué insistí. No sirvió de nada. Somoza quedó en avisar si había novedades, pero no dio señales de vida. Durante los días siguientes fui a verlo alguna vez más. Estaba siempre atareado persiguiendo a dos atracadores de gasolineras. Resultaron ser dos chavales de Corrubedo, dos yonquis. Pero Somoza hablaba de ellos como si fuesen Bonnie and Clyde. En cambio, por Rebeca no movió un dedo. Dijo que en el puerto nadie había oído hablar de ese marinero rubio ni de su amigo, y que las batidas habían resultado infructuosas. Seguía pensando que Rebeca se había encaprichado de alguno de esos tipos y que regresaría un día u otro, cuando se cansase. Yo insistía en que Rebeca nunca habría abandonado a su hijo de ese modo. Insinué que le habían hecho daño, que podía estar muerta. «Si realmente lo está, aparecerá el cuerpo en algún lado», me respondió con esa sonrisa asquerosa en su cara. No se preocupó por buscarla. No hizo nada.
—¿Cómo reaccionó Diego?
—¿Cómo iba a reaccionar? Estaba hundido. Cuando llegamos a casa volvió al sofá. Pasó días llorando. Yo no sabía qué hacer, a quién acudir. Algún hijo de puta lo había dejado sin madre y la policía se había burlado de él. Tenía quince años —resopló—. Me quedé a dormir más de una semana en su casa. Pasamos juntos la Navidad, con tres platos puestos en la mesa. Cada noche le daba pastillas para sedarlo, para que pudiese conciliar el sueño. Y la que no dormía era yo —sonrió—. Ese chico era un encanto. Le arruinaron la vida como arruinaron la de su madre. No es justo lo que les pasó. Hablamos con Protección Civil. Organizaron batidas desde esa misma noche para buscar a Rebeca por los alrededores, y continuaron buscando algunos días más.
—Pero no apareció —dijo Caldas.
—Nada —dijo, y al mover la cabeza a los lados su flequillo se abrió desde el centro de la frente, como una cortina—. Pero estoy segura de que la mataron. ¿Por qué si no iba a molestarse alguien en limpiar la casa?
—¿La policía llegó a identificar a los hombres que estuvieron con ella?
—No.
—¿Nunca supieron quiénes eran?
—Nunca —respondió—. Diego pensaba que eran marineros. Pero aquella noche había temporal. No se podía navegar. Toda la flota que estaba el sábado en el muelle permaneció allí amarrada hasta el lunes o el martes. No había un solo barco de fuera.
—¿Qué hicieron después, los días siguientes?
—Esperar.
—Por si regresaba…
—No —dijo, y sus manos volvieron a temblar al sacar otro cigarrillo de la caja—. Ya no tenía fe en que volviese. Diego tampoco. Sólo esperaba que alguien llegase un día y nos anunciase… Ya sabe.
—Ya —musitó Caldas—. ¿Por qué no volvieron a acudir a la policía? ¿Por qué no fueron directamente a la comisaría?
El flequillo de Irene bailó una vez más.
—Diego no quería enfrentarse de nuevo con él. Yo insistí, le dije que iba a acercarme a la comisaría yo misma, pero me rogó que no lo hiciera. Estaba acobardado, resignado a dejar pasar el tiempo. Decía que no iba a servir de nada. Somoza contaba a quienes se interesaban por Rebeca que había sospechas fundadas de que se había fugado con un hombre. Sospechas fundadas. No movió un dedo y hablaba de sospechas fundadas. Diego pensaba que cualquier otro agente iba a reaccionar de la misma manera. No creía que se tratase de algo personal.
—¿Usted sí?
—Somoza es un cerdo, siempre lo fue —contestó ella—. Ahora sólo ven un viejo con su cara de vinagre, las gafas y la boca abierta, pero durante años creyó que la placa le daba derecho a pisotear a los demás. Lo peor era que la mayoría se dejaba amedrentar. Pero Rebeca no. ¡Buena era! En una ocasión le paró los pies. Se enfrentó con él.
—¿Por qué?
Irene Vázquez dio una calada al pitillo antes de contestar.
—Somoza la devoraba con los ojos. No la dejaba en paz. Pensaba que por haber tenido un hijo siendo una adolescente…
—Ya…
—Ella aún era una chiquilla, pero lo puso en su sitio. Un verano, en las fiestas, delante de todo el mundo. Estoy segura de que nunca lo olvidó —dijo—, y aquellos días se lo hizo pagar. Devolvió a Diego la humillación que había recibido de Rebeca.
—¿Y el chico cuándo se marchó?
—Algunas semanas después. A principios del año siguiente. Se había hartado de no tener noticias y de soportar las murmuraciones de los vecinos. Todos estaban convencidos de que Rebeca se había marchado del pueblo con un hombre. Todavía lo siguen creyendo —afirmó—. Una tarde, Diego vino a verme y me dijo que se iba. Los dos sabíamos que no volvería a ver a su madre aunque se quedase para siempre en Aguiño. Por la mañana se fue.
—¿Sabe adónde?
—Al pueblo de sus abuelos. No recuerdo el nombre. Era en el norte, cerca de Ferrol. Los padres de Rebeca habían regresado allí después de jubilarse. Diego se instaló con su abuela, la madre de Rebeca. El abuelo había muerto poco antes. ¡Neda! —recordó de pronto—. Neda se llamaba el pueblo.
—¿Sigue viviendo allí? —preguntó el inspector Caldas.
Otra calada.
—No. Su abuela se murió y él volvió a marcharse.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¿No mantuvieron el contacto?
—Al principio hablábamos mucho por teléfono. Llamaba para saber si había novedades. Me contaba que soñaba con su madre y con el hombre rubio. Seguía con su imagen metida en la cabeza. Me daba lástima. Yo le decía que se olvidase de aquel tipo, que no merecía la pena, pero él respondía que no quería olvidarlo, y lloraba. Yo no lo veía, pero sé que Diego lloraba. Lloraba como yo. Me moría de pena pero no sabía cómo consolarlo. Sólo le repetía que me acordaba de él, que lo quería mucho —susurró con la mirada fija en la mesa. Después de un silencio quebrado por los chillidos de las gaviotas del puerto, prosiguió—: Cada vez fue llamando menos. Primero cada semana, luego cada mes…, hasta que dejó de llamar.
—¿Cuándo hablaron por última vez?
—Hará seis o siete años. Me llamó el día de santa Irene, para felicitarme. Me contó que su abuela se había muerto. Se marchaba de Neda.
—¿Mencionó si tenía pensado instalarse en algún sitio?
—Yo le propuse que volviera a Aguiño. Le dije que su casa se estaba pudriendo —respondió—. Pero Diego no quería saber nada de la casa ni del pueblo. Aquí se ahogaba. Se ahogaba sólo con pensar en volver. Me dijo que iría a cualquier lugar donde encontrase trabajo.
—¿A qué se dedicaba?
—No lo sé. No me contaba sus cosas. Sólo llamaba para recordarme que no se olvidaba —dijo, y apuró el cigarrillo antes de apagarlo—. Pobre Diego —murmuró—. Pobre chico.
—¿Conserva alguna fotografía suya? —preguntó el inspector.
—Arriba hay alguna. De cuando era un bebé.
—¿Ninguna posterior? —preguntó Caldas.
Irene miró a Caldas, luego a Rafael Estévez y después otra vez al inspector.
—Es Diego quien les interesa, ¿verdad? —respondió—. ¿Se ha metido en algún lío?
—Es posible —dijo Leo Caldas, sacando del bolsillo el retrato de los tripulantes del Xurelo.
Lo colocó sobre la mesa, junto al cenicero repleto de colillas.
—Ésta es la tripulación de un barco que se hundió cerca de aquí, en uno de los bajos de Sálvora —explicó—. Naufragaron la misma noche en que desapareció Rebeca Neira. Es posible que recalaran en Aguiño al menos durante unas horas.
Irene Vázquez colocó un dedo sobre el cabello rubio de Justo Castelo.
—¿Es él?
—Es posible —respondió el inspector.
La mujer se sujetó el flequillo con una mano y se inclinó sobre la fotografía, escudriñando cada uno de los rostros.
—¿Cuál es el hombre que entró en casa de Rebeca?
—Podría ser cualquiera de los otros.
—¿Cree que ella también iba en el barco?
Caldas se encogió de hombros.
—¿Se salvaron?
—Los tres marineros sí. Alcanzaron la costa a nado. El capitán se ahogó.
Irene volvió a mirar el retrato y Caldas le contó lo que les había llevado a desplazarse hasta Aguiño aquella mañana.
—El marinero rubio se llamaba Justo Castelo. La semana pasada apareció flotando en una playa, en Panxón. Lo habían matado. Estamos investigando su muerte.
La mujer dejó de examinar el retrato.
—¿Creen que Diego tiene algo que ver?
Leo Caldas prefirió no revelarle que pocas semanas antes había aparecido pintada la palabra «asesinos» en la chalupa de Castelo. Tampoco quiso contarle que debajo de aquella palabra estaba escrita la fecha del naufragio, la de la desaparición de Rebeca Neira.
—No lo sé —se limitó a decir—. Eso estamos tratando de averiguar.