Objetivo: 1. Finalidad. 2. Lente colocada en los aparatos ópticos en la parte dirigida a los objetos. 3. Que juzga ateniéndose a la realidad.
Dejaron atrás el faro y volvieron por el camino sembrado de baches que discurría primero junto al mar y luego entre los troncos blanquecinos de los eucaliptos. Su olor ácido entraba con el frío por la rendija abierta en la ventanilla y golpeaba el rostro del inspector.
Cuando llegaron a la carretera, Caldas miraba a través del cristal, y al acercarse las primeras casas pidió a su ayudante que redujera la marcha.
—¿Qué busca? —preguntó Estévez, sorprendido al comprobar que el inspector, en lugar de cerrar los ojos al montarse en el coche, los había mantenido abiertos como un águila al acecho.
—Quiero comprobar si alguna de estas casas tiene contratado un sistema de videovigilancia —reveló Leo Caldas—. Tú mira por ese lado, ¿quieres?
En los últimos años habían aumentado los robos en viviendas y muchos propietarios contrataban alarmas y otros sistemas de seguridad para protegerse de los ladrones. El inspector albergaba la esperanza de que alguno de los dispositivos instalados en las casas hubiese grabado a quienes circulaban por aquella carretera el domingo anterior. No existía otro camino para regresar desde el faro. Después de desembarcar en la poza y recorrer la pista de tierra, había que pasar forzosamente por ese tramo de carretera.
—¡Ahí! —dijo Estévez al poco rato, orillando el coche junto a una de las primeras casas.
Era una vivienda moderna cuyo jardín circundaba un muro de piedra de más de tres metros de altura. La cámara estaba situada en el segundo piso, con el objetivo apuntando a la puerta de entrada, el lugar más accesible del perímetro. Si algún coche había pasado por la carretera, aquella cámara debería haber registrado su imagen.
Leo Caldas llamó al timbre, pero nadie respondió. Retrocedió unos pasos y comprobó que las persianas estaban bajadas y el buzón repleto de publicidad mojada por la lluvia. Dedujo que se trataba de una casa de veraneo, de modo que se limitó a tomar nota del nombre de la empresa de seguridad proveedora de la alarma, cuyo adhesivo se exhibía como medida disuasoria en un lugar destacado de la pared. Apuntó también el número grabado en relieve en la piedra, y volvió al coche.
Retomaron la marcha lentamente, peinando cada muro, puerta y ventana. Encontraron varias casas con distintivos de empresas de seguridad, pero no hallaron más cámaras enfocando la carretera.
Al llegar al cruce, Rafael Estévez preguntó:
—¿Volvemos a Vigo?
Leo Caldas asintió y giraron a la izquierda alejándose de Panxón.
Se detuvieron a repostar en una gasolinera.
—Voy a mear —anunció el aragonés después de llenar el depósito.
—A ver si encuentras otra bolsa —le dijo Caldas—. Hay que repartir los percebes.
Estévez asintió y se perdió en dirección al baño, y el inspector aprovechó la espera para telefonear a Clara Barcia. Le facilitó el nombre de la empresa de seguridad y el número de la vivienda.
—¿Crees que habrá imágenes del domingo pasado? —le preguntó.
—Va a depender del equipo, inspector.
—¿Del equipo?
—Del equipo de grabación —aclaró la agente—. Si almacena las imágenes en un disco habrá varias semanas grabadas, pero si es de los que las recoge en una cinta olvídese del domingo pasado. Sólo habrá dos o tres días.
—Ya —murmuró Caldas—. Gracias, Clara.
Rafael Estévez había regresado del baño cuando el inspector colgó.
—No debía haberla llamado, inspector.
—¿Por qué?
—Porque es sábado.
—Pues ella no se ha quejado.
—No —dijo Estévez—, a usted no.
El aragonés detuvo el coche ante el portal de Leo Caldas, en el mismo lugar donde lo había recogido a primera hora de la mañana. El inspector salió del coche, se desperezó y consultó el reloj. Eran las once y media. Abrieron el maletero y repartieron los dos kilos de percebes comprados al furtivo.
—Nunca los he probado —confesó Estévez.
—Pues un kilo no está mal para ser la primera vez —bromeó Leo Caldas—. ¿Te explico cómo se preparan?
—Si no le importa… —respondió.
—Es muy fácil: pones a hervir agua de mar con una hoja de laurel…
—¿Tengo que ir a buscar agua de mar? —le interrumpió el aragonés.
—Puede ser agua del grifo con sal —dijo el inspector—. Cuando hierva a borbotones, echas los percebes y esperas hasta que el agua rompa a hervir otra vez. Entonces cuentas hasta cincuenta, escurres el agua, vuelcas los percebes en una fuente y a la mesa.
—¿Calientes?
—Calientes —confirmó—. Tapados con un paño para que no se enfríen.
—De acuerdo —dijo Estévez—. Hasta el lunes, entonces.
—El lunes ve pronto, Rafa —le pidió el inspector, mostrándole el sobre con la fotografía que le había entregado el sacerdote de Panxón—. Tenemos que ir a Aguiño. A ver qué recuerdan esa mujer y su hijo.
—¿Sigue pensando que Sousa…? —preguntó Estévez, y Leo Caldas respondió con una mueca que su ayudante no supo interpretar.
El aragonés abrió la portezuela del coche y, antes de sentarse al volante, señaló la bolsa colgada en la mano del inspector.
—¿Usted cree que le gustarán?
—¿A quién?
—Ya sabe…
Leo Caldas miró los percebes.
—Yo creo que sí —respondió—. Bastante más que las ensaladas.