Fortaleza: 1. Capacidad de una cosa para sostener, soportar o resistir algo. 2. Capacidad moral de una persona para sobrellevar sufrimientos o penalidades. 3. Virtud cardinal que confiere valor para soportar la adversidad. 4. Recinto fortificado.

Se detuvieron a desayunar en un bar que encontraron abierto frente a la playa de la Madorra. Estévez hojeó el periódico, que dedicaba la portada al naufragio del pesquero gallego hundido en el Gran Sol.

—¿Vio las imágenes del rescate en la televisión?

Caldas asintió. A través de la ventana, contemplaba la fortaleza de Baiona aún iluminada al otro lado de la bahía y la espuma blanca de las olas que reventaban en la orilla cubierta de algas.

Volvieron al coche cuando las campanas del Templo Votivo del Mar daban las nueve. Tomaron la carretera hacia Monteferro y se desviaron a la izquierda por el camino que descendía encajonado hasta el portalón de madera.

Salieron del coche y llamaron al timbre. Fue la esposa de Marcos Valverde quien respondió.

—Soy el inspector Caldas —dijo.

Accionados desde el interior de la vivienda, los goznes cedieron y la puerta se deslizó hacia un lado franqueándoles el paso y permitiéndoles ver la fachada de hormigón gris que otorgaba a aquella casa el aspecto de un búnker.

Había dos coches aparcados en el patio de entrada, envueltos en una película de rocío. Uno era el utilitario rojo de la mujer. El otro era un deportivo negro. En el jardín de rocalla, los primeros rayos de sol habían comenzado a abrir los pensamientos.

Caldas esperaba encontrar la sonrisa de la mujer de Valverde, pero fue su marido quien les salió al encuentro por el camino de grava. Llevaba el cabello húmedo peinado hacia atrás como si acabase de salir de la ducha. Vestía un jersey de cuello vuelto verde oscuro y un pantalón de pana beige.

—¿Sucede algo? —preguntó.

—No —dijo Caldas, pensando que sin el traje y la corbata parecía una persona diferente—. Disculpe que hayamos venido tan temprano.

—No se preocupen. Llevo horas despierto.

—¿Le viene bien que hablemos unos minutos?

—Claro —respondió, pero no les invitó a entrar.

Caldas vio la hierba luisa que crecía pegada a la pared de la casa y estuvo tentado de acercarse a olerla. En lugar de eso sacó del bolsillo un paquete de tabaco.

—¿Fuma?

Valverde movió la cabeza hacia los lados y el inspector se colgó en los labios un cigarrillo y le acercó la llama del encendedor.

—Mi padre se acordaba de usted —mintió—. Le manda saludos.

—Gracias —dijo Valverde—, pero no habrá venido sólo por eso.

—No, claro —Caldas señaló la casa llena de aristas—. ¿Recuerda nuestra conversación del otro día?

El antiguo compañero de Arias y Castelo asintió.

—¿Recuerda que le pregunté por qué no buscaron refugio en un puerto la noche del naufragio?

—Claro. Le expliqué que llevábamos la bodega llena. Supongo que ése fue el motivo por el que el capitán decidió volver a Panxón.

Caldas dio una calada al cigarrillo.

—¿Le importa que se lo pregunte otra vez?

Marcos Valverde miró a Caldas, luego a Estévez y después otra vez al inspector.

—No entiendo.

—Es muy fácil. ¿Recalaron en algún puerto la noche del naufragio del Xurelo?

—Ya le dije que no.

—¿Está seguro?

Valverde abrió los brazos y sonrió.

—Claro.

—¿No habrá olvidado algo?

—Por supuesto que no.

Caldas habló muy despacio:

—Entonces tengo que pensar que el otro día nos mintió y que hoy lo está haciendo de nuevo.

Las palabras del inspector le borraron la sonrisa.

—¿Cómo?

—Sabe que las cosas no sucedieron como usted dijo, y le estoy dando la oportunidad de que me las cuente ahora.

—No sé de qué me habla.

Caldas desdobló la copia de la denuncia.

—Sé que estuvieron en el puerto de Aguiño algunas horas.

Valverde se volvió un instante hacia la casa antes de responder:

—¿Quién les ha contado eso?

—¿Es cierto?

Sólo le arrancó un resoplido.

—¿Es cierto o no?

—Fue hace mucho tiempo —se excusó—, no lo recuerdo bien.

Estévez dio un paso al frente.

—No nos venga con ésas, ¿es cierto o no?

—¿Qué quieren que les diga?

Caldas respondió lo mismo que había contestado a Arias poco antes:

—La verdad.

Valverde concentró su mirada en algún punto del suelo y movió la cabeza a un lado y al otro.

—No puedo.

—Ya ha muerto un hombre —dijo el inspector—, dos si contamos a Sousa.

Valverde le miró a los ojos.

—Lo sé.

—¿Y a pesar de todo va a seguir ocultando lo que sucedió aquella noche en el barco?

Permaneció mudo.

—¿No va a explicarnos qué le ocurrió al capitán Sousa? —insistió el inspector.

—No puedo —repitió.

—¿De qué tiene miedo?

—Ya le dije una vez que el miedo es libre.

—¿Qué les asusta tanto? —insistió Caldas—. ¿Qué sucedió aquella noche?

Como había hecho José Arias en la rampa del puerto, Valverde se escondía en su memoria como una tortuga en su caparazón.

Estévez se acercó al inspector y le habló al oído:

—¿Quiere que intente ayudarle a recordar? —preguntó.

Caldas conocía bien la clase de ayuda a la que se refería el aragonés.

—No —susurró, y luego advirtió a Marcos Valverde—: Tal vez un juez les obligue a hablar.

—Tal vez, inspector Caldas —repitió Valverde—. Tal vez.

Rafael Estévez maniobró dentro del patio hasta dar la vuelta. Luego enfiló la cuesta entre los muros de las casas. El portalón de madera se cerró tras ellos.

—Está acojonado —comentó el aragonés—. Están acojonados los dos.

—Lo sé —dijo.

—¿Por qué no me dejó intentarlo?

—¿Intentarlo?

—Ya sabe…

—Ya…

Leo Caldas bajó ligeramente la ventanilla, y cuando el rostro arrugado del capitán Sousa se perfiló sobre sus párpados cerrados, abrió los ojos.