Cambiar: 1. Dejar una cosa o situación y tomar otra en su lugar. 2. Convertir algo en diferente, con frecuencia su contrario. 3. Hacer que una persona o cosa pase a ocupar otro sitio. 4. Mudarse de ropa. 5. Dar una cosa por otra de análogo valor. 6. Modificarse la apariencia, condición o comportamiento.

La puerta de la habitación 211 estaba entornada, y Leo Caldas llamó con los nudillos antes de deslizarse en su interior. Dos enfermeras atendían a su tío Alberto en la cama.

—¿Espero fuera? —preguntó.

—Mejor —respondió una de ellas.

Caldas salió al pasillo y caminó hasta la sala de visitas. Encontró a su padre sentado en una de las sillas, conversando con una mujer joven.

—¡Leo! —sonrió.

El inspector señaló la puerta de la habitación de su tío.

—¿Está bien?

—Lo están cambiando —le tranquilizó su padre, y luego le presentó a la mujer:

—Silvia tiene a su madre en la 208 —dijo—. Él es mi hijo Leo. Trabaja en la radio, ya sabes.

Leo Caldas devolvió una sonrisa fingida a la chica, que se levantó antes de que el inspector tomase asiento.

—Vuelvo adentro —se despidió.

—¿Así que trabajo en la radio? —preguntó cuando la mujer desapareció por el pasillo—. ¿Es posible que sea así como me presentas?

—¿Prefieres que diga que eres un lobo de mar?

—¿Has hablado con Trabazo?

—¿Tú qué crees? —sonrió.

Leo Caldas se sentó a su lado.

—Se quedó preocupado —añadió el padre.

—Supongo… No imaginas lo mal que lo pasé.

—Él, en cambio, sigue en plena forma, ¿no?

—Él sí.

Una de las enfermeras salió de la habitación y el padre del inspector se incorporó. Pero se dejó caer otra vez en la silla cuando vio que volvía a entrar.

—Por cierto, ¿conoces a un tal Marcos Valverde?

—¿Me tendría que sonar? —respondió su padre.

—Es un constructor de Panxón. Está empezando a hacer vino. Él sí te conoce. Te manda recuerdos.

Su padre miró hacia arriba tratando de hacer memoria.

—¿Cómo se llama su vino?

—Creo que aún no ha embotellado la primera cosecha.

—No caigo —dijo—. Pero devuélvele el saludo.

Leo Caldas sonrió.

—También me ha llamado Alba.

Su padre no le miró.

—¿Alba?

—Esta mañana, sí.

—No pensaba hablarte de ella si tú no mencionabas mi jubilación.

Caldas se preguntó si sería cierto que su padre sólo le hablaba de Alba para devolverle el golpe.

—Es broma —dijo el padre con una mueca—. ¿Qué cuenta?

—Sabía que el tío está ingresado y llamaba para interesarse.

El padre asintió.

—¿Por Alberto?

—Sí, por el tío y por ti.

—Querría algo más…

Leo se encogió de hombros.

—No, llamaba sólo para que te diese un beso de su parte.

—¿Un beso?

—Sí.

—¿Eso es todo?

—Todo —respondió.

El padre le miró a los ojos.

—¿Y cómo la encontraste?

—Bien, supongo.

—¿Supongo?

—Sólo hablamos un minuto —aclaró el inspector, bajando la mirada al suelo blanco del hospital, a un punto entre sus pies, como hacía Alicia Castelo el día que la conoció en la sala del forense. Empezaba a pensar que no había sido buena idea revelar a su padre la llamada. Cada vez que Alba aparecía en sus conversaciones, éstas terminaban mal.

—Muy necesitada tiene que estar la policía si tú has llegado a inspector, hijo.

—¿Cómo?

—Que te vas a ganar un sitio de honor en mi libro de idiotas.

—¿Yo? —Leo calculó el tiempo que llevaban hablando de Alba. ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Cómo era posible que ya estuviese insultándole?

—¿No te das cuenta de que si sólo quisiera darme un beso me habría llamado ella misma?

—¿Ella a ti?

—No sería la primera vez.

—¿Hablas con Alba?

—¿Te parece mal?

Leo Caldas abrió los brazos.

—No, no sé…

—Es igual, perdona. El caso es que te llamó y te dio recuerdos para mí, ¿no?

—Eso es.

Siguieron sentados en silencio hasta que su padre preguntó:

—¿Y tú quieres que te escuchen o que te den un consejo?

Leo Caldas levantó la vista. Desde la muerte de su madre no había vuelto a oír aquellas palabras.

—Ya sabes que no me gusta hablar —dijo.

—Ya lo sé —convino su padre.

Una de las enfermeras se asomó a la sala para informarles de que habían terminado de cambiar al paciente.

El padre de Leo Caldas le dio las gracias y se levantó.

—¿Vamos? —sugirió, y el inspector le siguió por el pasillo.

Entraron en la habitación. La televisión estaba encendida y sin voz, como una ventana por la que su tío Alberto se asomaba al mundo.

—Mira quién está aquí —dijo el padre del inspector, y el rostro del enfermo se arrugó bajo la mascarilla verde del respirador.

Leo Caldas le contó que había estado con Manuel Trabazo esa mañana, que había salido con él al mar.

—Hablando de mar —intervino el padre señalando la televisión.

Un noticiario mostraba imágenes aéreas del rescate de los tripulantes de un barco en medio de un temporal. Los marineros habían sido izados uno a uno desde la cubierta hasta un helicóptero. Un rótulo en la parte inferior de la imagen informaba: «Rescatados con vida los once tripulantes del pesquero gallego hundido en el Gran Sol».

El reportaje terminaba con unas imágenes del barco escorado, ya sin marineros a bordo, siendo engullido por las olas. Caldas pensó en el Xurelo, en la pesadilla vivida por el capitán Sousa y sus tres marineros. En el caso que se le escapaba.

Siguieron viendo el informativo, y Caldas comprobó cómo su padre y su tío Alberto comentaban cada noticia en su lenguaje de miradas.

Recordó una película que había ido a ver con Alba hacía algún tiempo. El protagonista era un anciano que recorría cientos de kilómetros montado en una máquina de cortar el césped para visitar a su hermano enfermo, con quien se había enemistado muchos años atrás. Al final de su odisea, cuando el viejo llegaba a casa de su hermano, apenas intercambiaban un saludo. Se sentaban juntos en el porche, y arreglaban sus diferencias sin necesidad de hablar.

Había caído la noche cuando abandonaron el hospital. Leo Caldas acompañó a su padre hasta el aparcamiento donde había dejado el coche.

—No vienes, ¿verdad? —preguntó el padre abriendo la portezuela.

Caldas movió la cabeza a ambos lados.

—Tengo trabajo —se excusó.

—Es viernes.

El inspector no retrocedió:

—Ya.

—Mañana estaré aquí alrededor de la una —dijo el padre señalando con su mano el edificio verde del hospital—. Los sábados hay visitas antes de comer.

—Intentaré pasarme.

El padre asintió.

—Con respecto a lo que me dijiste antes…

—¿Qué?

—Lo de Alba.

—Ah.

—Ten valor, Leo.

—¿Valor?

—Valor, sí. Llámala —dijo su padre—. Vuelve con ella. Ten una familia, hijos o lo que quiera.

—¿Hijos?

—¡Qué más te da! Es cuestión de prioridades. ¿Crees que a mí me gustabas tú?

El inspector le miró de reojo. Su padre sonreía.

—Antes de conocerte, quiero decir.

—Yo no sé si podría —susurró Leo, pensando en alto—. No querría que crecieran sin un padre.

—No exageres, coño. Ser policía no es ir al frente.

—Yo no hablo de morirme —dijo Caldas—. Hablo de no estar.

Su padre se sentó en el coche. Arrancó el motor, encendió las luces y bajó la ventanilla.

—Cada uno lo hace lo mejor que puede, Leo.

—Lo sé —afirmó Caldas, y dio dos golpecitos en el capó—. Hasta mañana. Y no te preocupes por mí. Ya maduraré.

—No se madura, Leo —replicó su padre antes de acelerar y dejarlo de pie en el aparcamiento—. Sólo se envejece.