Llave: 1. Instrumento que permite abrir y cerrar una cerradura. 2. Herramienta que sirve para apretar o aflojar tuercas. 3. Instrumento que regula la corriente eléctrica o el paso de un fluido. 4. En ciertas luchas, movimiento que inmoviliza o derriba al adversario. 5. Principio que facilita el conocimiento de otras cosas. 6. Medio para descubrir algo oculto o secreto.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó Rafael Estévez entrando en el despacho del inspector.

Leo Caldas asintió, recostado en su butaca negra.

—¿Le llevaste eso al doctor Barrio?

—De allí vengo.

—¿Y qué te dijo?

—Que llamaría con lo que fuese.

—¿Pero le pareció que se podía corresponder con la huella del cráneo de Castelo?

—¿Cómo quiere que sepa lo que le pareció?

—¿No te dijo nada?

—Que llamaría con lo que fuese.

Caldas dio un suspiro y estiró las piernas.

—De acuerdo.

Estévez bajó la vista al suelo.

—¿Ha visto cómo tiene los zapatos? —preguntó el aragonés.

Leo Caldas encogió una pierna y comprobó que, además del dolor de cabeza, el mareo en el barco de Trabazo le había dejado varias salpicaduras como recuerdo.

—Ya —dijo—. Muchas gracias, Rafa.

Estévez no se movió.

—Yo creo que es imposible que le golpeasen con esa llave de tubo —dijo.

—¿Se puede saber la razón? —preguntó el inspector.

—¿Dónde estaba?

—¿Otra vez? La encontró Manuel Trabazo sumergida en el agua, entre las rocas, en la cala donde me recogiste.

—Y una pieza de metal como ésa no la puede arrastrar la marea, ¿verdad?

—Me imagino que no, claro.

—Pues eso, inspector. Piénselo. No puede ser.

—¿Por qué no?

—Porque es una estupidez que alguien lance el arma con el que ha cometido un crimen a las rocas teniendo todo el mar a su disposición. ¿No le parece ridículo? Tan absurdo como dejar el barco en esa poza pegada al monte en lugar de hundirlo mar adentro.

—Eso sí tiene sentido —le corrigió el inspector—. Recuerda lo que dijo Ferro: de la poza el barco no se mueve. En cambio, si lo hubiesen hundido en otro lado, la corriente habría acabado por estrellarlo contra alguna roca y los restos habrían salido a la superficie.

—Pues más a mi favor. Si se tomaron tanta molestia en esconder el barco, por qué no iban a hacer lo mismo con el arma que usaron para matar al Rubio.

—No lo mató esa llave, Rafa. Justo Castelo murió ahogado.

—Es igual, inspector. Si usted estuviese en un barco, ¿tiraría el objeto que le incrimina en un crimen a las rocas o lo lanzaría al fondo del mar?

—Pues depende.

—¿Cómo que depende? No depende de nada, inspector. ¿Se desharía de las pruebas o las iría sembrando como las migas de pan del cuento para señalarnos el camino?

—Es que tú estás presumiendo que alguien investigaría el asesinato de Castelo, pero yo no estoy tan seguro —dijo Leo Caldas, sacando de un cajón un paquete de cigarrillos. El último se lo había fumado mientras esperaba a Manuel Trabazo sentado en el noray del puerto de Panxón.

—¿Por qué no?

Caldas sacó un cigarrillo, lo olió y lo volvió a guardar en la cajetilla. Aún no le apetecía fumar.

—Porque nadie investiga un suicidio.

Rafael Estévez iba a añadir algo, pero rectificó y se mantuvo en silencio.

—Trata de verlo de esa otra forma —continuó el inspector—. Tenemos a un marinero depresivo que se va al mar en su día de descanso. Lo hace a primera hora, para evitar cruzarse con algún vecino y tener que responder preguntas incómodas. A las pocas horas aparece flotando en la orilla con las manos atadas, como tantos suicidas. ¿Por qué iba a tener la policía que investigar su muerte? Es un suicidio de libro. Si hubiera tenido la brida ceñida junto a los dedos pulgares en lugar de al lado de los meñiques, nosotros también lo habríamos creído. Habríamos hecho algunas preguntas y todos nos habrían confirmado que Castelo era un tipo extraño y solitario. Sus amuletos nos hablarían de un hombre supersticioso… No habría habido investigación, Rafa. Seguro. Se enterraría al Rubio, se rezaría por su alma y se acabó.

—¿Y el golpe de la cabeza?

—Barrio reparó en esa herida porque la ligadura de las manos lo puso en guardia. Si no, la habría atribuido a la caída. Habría sido sólo un golpe más, uno de tantos.

El aragonés no estaba convencido.

—Todo eso tiene sentido —aseguró—, pero no justifica que tirasen la llave a las rocas.

—¿No ves que da igual dónde esté la llave si nadie la busca? Castelo apareció flotando en la Madorra. ¿Dónde estaba la llave? ¿A un kilómetro, a dos? ¿Quién iba a relacionar ambas cosas? Si nadie sabe que le dieron en la cabeza, qué importa encontrar el objeto con el que le golpearon.

—Estoy de acuerdo, ¿pero por qué se deshicieron del arma tan cerca de la orilla si resultaba igual de fácil tirarla en medio del mar?

Caldas se encogió de hombros.

—Quién sabe —dijo—. A las seis de la mañana aún es noche cerrada. Tal vez lanzaron la llave a la oscuridad yendo de camino al faro. Te repito que era un suicidio, les daba igual que alguien la encontrase.

—¿Por qué habla en plural?

—Porque estoy convencido de que hubo más de una persona —respondió—. ¿Recuerdas que la mujer de Hermida nos contó que Justo Castelo iba solo en su barco cuando salió del puerto?

Estévez asintió.

—Entonces sólo pudieron acercarse a él por mar —dijo Caldas, desplazando el paquete de cigarrillos sobre la mesa, como si fuese la embarcación del marinero—, y una sola persona habría tenido que dejar a la deriva su propio barco mientras navegaba con el de Castelo hasta el faro. Por eso tuvieron que ser al menos dos.

—También pudo remolcarlo.

—No lo creo. Trabazo sostiene que no es posible sortear la barrera de piedras remolcando un barco como el del Rubio. Además, una sola persona habría tenido problemas para reducir a Castelo en un espacio tan pequeño —añadió Leo Caldas, pasándose el paquete de cigarrillos sobre los dedos, cada vez más convencido de sus propias conclusiones—. Y, fíjate, el golpe que le dejó inconsciente estaba en la nuca. Lo más probable es que alguien lo entretuviese con cualquier pretexto y, mientras tanto, otro aprovechase para acercarse por detrás y sacudirle con la llave de tubo.

—Eso será si se confirma que le dieron con esa llave.

—Verás como tengo razón —anunció Leo Caldas.

Luego descolgó el teléfono de su despacho, marcó el número del doctor Barrio y activó el altavoz para que su ayudante pudiese escuchar la conversación.

—¿Qué me dices de esa llave, Guzmán? —preguntó tras los saludos.

—Estoy con ella.

—¿No me puedes adelantar nada?

—Podría ser, Leo —dijo el doctor Barrio—. La forma encaja.

—¿Hay alguna huella?

—Estuvo varios días en contacto con el mar —respondió el forense—. Está limpia.

—¿Podríamos saber cuántos días?

—¿Cuándo mataron al marinero?

—El domingo.

—Eso son cinco, ¿no? —calculó el forense—. Podría ser, sí.

Al cortar la comunicación, Caldas dio varios golpecitos en la mesa con el paquete de cigarrillos.

—Ya lo ves: confirmado.

—¿Confirmado? —preguntó atónito Estévez—. ¿Cómo que confirmado?

—¿No has oído al doctor?

—Ha dicho que podría ser. ¿A eso le llama usted confirmarlo?

—¿Qué querías, una declaración jurada? —contestó Leo Caldas—. A mí me basta.

Estévez se encogió de hombros.

—De acuerdo. Supongamos que le golpearon con eso. No hay huellas dactilares ni restos de ningún tipo. ¿De qué nos sirve?

El inspector se frotó los párpados con las yemas de los dedos. Estévez tenía razón. Habían transcurrido cinco días desde el asesinato de Castelo y apenas habían avanzado.

—¿Qué sabemos? —preguntó de nuevo el aragonés.

Caldas pensó en mandarlo al carallo. ¿Acaso su ayudante no veía que no estaba en condiciones de pensar, que el paseo en barco lo había dejado hecho un guiñapo?

—Empieza tú —dijo, sin embargo.

—Es que no sabemos nada —dijo Estévez abriendo los brazos—. No tenemos sospechosos, ni móvil… ¿No ve que no sabemos nada?

—Sabemos que lo habían amenazado.

—¿Y si las pintadas también formaran parte del decorado? —inquirió Estévez—. Si todo el mundo creía que Castelo estaba angustiado era todavía más sencillo que pensáramos en un suicidio.

¿Por qué se empeñaba en hacerle razonar?

—Al revés, Rafa. Asustándolo sólo conseguirían ponerlo en guardia. Además, no son sólo las pintadas. Están las palabras que oyó la vecina de Arias. ¿Recuerdas que Castelo entró en su casa diciendo que ya no aguantaba más? —dijo tamborileando con los dedos sobre la cajetilla de tabaco—. Y algo parecido nos contó también el camarero del Refugio del Pescador. Y luego están todos esos amuletos. Castelo estaba asustado de verdad.

—No seguirá pensando en el capitán Sousa, ¿no? Si da por bueno lo que dice el forense, la macana ya no tiene nada que ver.

Caldas se preguntaba cómo podía cesar su dolor de cabeza si Estévez no dejaba de atosigarle.

—La macana no, Rafa. Pero están las pintadas, los amuletos y las llamadas entre los marineros después de tantos años. Viste las caras de José Arias y Marcos Valverde como yo. ¿De qué tienen miedo esos dos? Además, había un marinero que pescaba en la poza en la que hundieron el barco del Rubio. ¿A que no adivinas quién era?

—¿El capitán Sousa?

—Exacto.

—¿Cómo lo sabe?

—Trabazo me lo contó. Sousa iba algunas veces a colocar allí sus nasas.

Estévez juntó las palmas de las manos y Caldas temió que fuese a arrodillarse y rezar un avemaría.

—Por favor… —le pidió el aragonés—. ¿Le importaría mucho dejar el paquete de tabaco tranquilo? Si necesita estímulos para pensar le puedo silbar la canción que le ponen en la radio.

Caldas notó el rubor calentando sus mejillas y dejó los cigarrillos sobre la mesa. ¿Pero quién diablos se creía Estévez para tratarle de aquel modo?

—¿No seguirá pensando que a ese marinero lo mató un fantasma? —insistió su ayudante.

—Un fantasma no —suspiró Leo Caldas.

—¿Entonces?

¿No se iba a marchar nunca?

—¿Entonces qué?

—¿Sigue creyendo que ese capitán Sousa tiene algo que ver en todo esto?

—Creo que no puede ser casualidad. No sé de qué modo pero… sí, pienso que está relacionado. ¿Llamaste a la emisora de Barcelona?

Estévez asintió.

—El hijo de Sousa tuvo guardia el fin de semana pasado —dijo—. Hay más de veinte testigos que pueden confirmarlo. Él no lo mató.

Leo Caldas no esperaba otra cosa.

—Ya… —dijo, y tomando un documento al azar del montón más próximo de la mesa, simuló que comenzaba a leer; pero el aragonés volvió a hablar.

—Se me ocurre algo.

Caldas dejó el papel.

—A ver.

—Tal vez Arias y Valverde tienen miedo de nosotros.

—¿De nosotros?

—De que estemos rondando, de que sepamos que no fue un suicidio. ¿No apuntó hace un instante a que hay al menos dos personas implicadas?

—No creo que fueran ellos —dijo el inspector, venciendo la tentación de acercar su mano al paquete de tabaco.

—¿Por qué no?

—Ya has visto que a Valverde le va bien alejado del puerto y Arias no parece un hombre de los que buscan problemas. No se han vuelto a tratar desde hace más de doce años. ¿Qué ganarían con la muerte del Rubio? Además, tanto Arias como Valverde recelaban de la posibilidad de un suicidio. ¿Lo harías tú si fueses el asesino? No —se convenció—, ésos tienen miedo de otra cosa.

Rafael Estévez asintió.

—Hay algo más que no entiendo —dijo después de un instante—. ¿Cómo sabían los asesinos que Castelo iba a salir al mar a primera hora del domingo?

Leo Caldas también se lo había preguntado.

—No lo sé —susurró.

Estévez miraba al suelo y Caldas no supo si lo hacía para admirar las manchas de sus zapatos o para no ver el paquete de tabaco haciendo otra vez figuras entre sus dedos.

—¿Qué piensas? —preguntó.

—Nada —respondió Estévez.

Caldas se retrepó en su asiento, resignado a soportar un nuevo torrente de consideraciones. Sin embargo, el aragonés se dio la vuelta y abandonó el despacho.

Para Rafael Estévez, «nada» significaba simplemente eso. Nada.