Rodeo: 1. Acción de rodear. 2. Camino que no es el más corto para llegar a un lugar. 3. Explicación que evita entrar en materia de forma directa. 4. Medio poco claro de conseguir una cosa. 5. Vuelta o regate para librarse de un perseguidor. 6. Acción de agrupar el ganado mayor para reconocerlo, contarlo o venderlo. 7. Deporte que consiste en mantenerse montado sobre una bestia el mayor tiempo posible.
El barco dobló el espigón y Trabazo puso rumbo a Monteferro. La gamela avanzaba sobre el mar con la proa levantada.
La lengua de terreno que unía el monte con tierra firme estaba sembrada de casas. Algunas parecían colgadas de las rocas, pero la mayor parte se apretujaba entre los árboles buscando un hueco por el que asomarse a la bahía. Leo Caldas trató de localizar el mirador de cristal de los Valverde. No lo encontró.
—Había un plan para urbanizar todo el monte —explicó Trabazo señalando con la mano libre—. ¿Te lo puedes creer? Ya habían empezado a abrir calles.
—¿Y qué pasó?
Caldas no miraba a los lados. Mantenía la cabeza alta y la vista al frente, concentrado en exponer su rostro al aire frío del mar.
—Todo el pueblo se levantó y un juez paralizó las talas. Suspensión cautelar, creo que es el término. A ver cuánto dura.
Cada vez que hablaba, Manuel Trabazo bajaba las revoluciones del motor para que el inspector pudiese oírle.
—¿Estuviste con don Fernando?
—Sí —contestó Leo Caldas.
—¿Te sirvió de algo?
—Claro.
—Se pasó años retratando a los marineros.
Eso no era lo que más había impresionado al inspector.
—¿Sabías que tiene archivados los periódicos con noticias de los naufragios?
—Y no sólo le interesan los naufragios —aseguró Trabazo—. Guarda cualquier cosa relacionada con los pescadores del pueblo. Es su forma de disfrutar de la mar. A través de las aventuras de los demás.
—Ya…
Dejaron atrás las casas y las laderas de Monteferro se cubrieron de pinos sobre los acantilados de piedra. En la cima, el monolito se exhibía homenajeando a los navegantes ahogados.
—Luego iremos hacia allí —Trabazo apuntó con su mano hacia algún lugar en la costa—. Te voy a enseñar un sitio que no conoce nadie. La roca de las lubinas, la llamo. Llevo más de treinta años pescando ahí.
—¿Sólo pescas lubinas?
—Ahí sí. Sólo lubinas preciosas —se jactó Trabazo—. Aunque ahora nunca sabes lo que puede picar. ¿Sabías que el Rubio pescó un pez luna hace unos meses? Hasta vino la televisión a hacer un reportaje.
Caldas asintió.
—Leí el recorte del periódico.
—¿Te lo enseñó don Fernando?
—No —dijo Leo Caldas—. Ése estaba enmarcado en el salón de Castelo.
El barco continuó costeando alrededor de Monteferro. Las islas Cíes emergieron al frente. No parecían tan próximas como desde la cima del monte.
—El Rubio no pudo ahogarse más allá de esta punta —explicó Trabazo, reduciendo la marcha y señalando una roca redondeada—. Fíjate en las olas. ¿Ves cómo se separan? Si se hubiese ahogado más allá de esta roca, la corriente no lo habría arrastrado a la Madorra, sino hacia algún lugar al otro lado del monte, ¿te das cuenta? Aunque el barco estuviese hundido al otro lado, Castelo no pudo caer al mar más allá.
—Entiendo.
—No pudo ser un suicidio.
—Lo sé —reconoció Caldas sin dejar de mirar al frente.
Trabazo esperaba una respuesta más amplia, pero el inspector no parecía dispuesto a proporcionársela.
—¿Tienes idea de quién pudo hacerlo? —insistió Manuel Trabazo.
—Tú sabes lo que se cuenta en el pueblo, ¿verdad?
—¿Lo que se cuenta?
—¿Lo sabes o no, Manuel?
—Más o menos.
—¿Y qué te parece?
—¿Qué me tiene que parecer?
Caldas prefirió evitar los rodeos.
—¿Tú crees en fantasmas, en aparecidos?
—¡Carallo, Leo! —refunfuñó—. No se habla de esas cosas en un barco.
—¿Pero crees o no?
Trabazo giró con brusquedad la muñeca y la gamela se encabritó.
—No —aseguró.
Luego golpeó el motor con los nudillos y escupió por la borda.
Continuaron navegando en silencio hasta que, unos minutos después, el faro de Punta Lameda asomó entre las rocas. La furgoneta de la UIDC continuaba aparcada en el mismo lugar, sobre el trecho asfaltado del camino.
Trabazo aproximó la gamela al acantilado y dejó que se balancease sobre el mar con el motor en punto muerto.
—Es ahí —señaló—. Un sitio perfecto para esconder algo, nunca se me habría ocurrido.
Caldas asintió.
—Aunque no la veamos —continuó el doctor—, hay una barrera de rocas unos metros antes de la costa. Con marea alta las olas pasan por encima, pero en el fondo de la poza el agua está siempre quieta.
Caldas asomó su cabeza por la borda. Una colonia de algas oscuras se mecía bajo el barco. Le pareció una manada de alces moviendo al compás la cornamenta.
—¿No nos podemos acercar más?
—Ahora nos arriesgaríamos a golpear una piedra, pero hasta dos horas antes o después de la bajamar se entra bien. No es difícil —explicó—, sólo hay que jugar con el motor. Y una vez que te colocas detrás de la barrera estás abrigado. Es como una piscina.
—¿Sólo con marea baja?
—Es la única forma de ver todas las piedras y de que el agua en la superficie esté tranquila.
—¿Y crees que se podría entrar remolcando otro barco?
—¿Uno como el del Rubio? —Trabazo negó moviendo la cabeza—. No, no hay espacio para maniobrar.
—Eso me temía —resopló Caldas.
—Iba solo en el barco cuando salió del puerto, ¿verdad?
El inspector asintió.
—Entonces fueron dos —dijo Manuel Trabazo como leyéndole el pensamiento.
—Por lo menos —susurró Leo Caldas, y luego preguntó—: ¿Y no te parece muy arriesgado traerlo hasta aquí?
—Si no conoces la costa no es que sea arriesgado. Es un suicidio.
—No me refiero a eso —le corrigió—. Alguien pudo verlo todo desde tierra o desde un barco.
—Lo dudo. Un domingo por la mañana no hay pescadores profesionales. Los demás no salimos a esas horas —sonrió—. Y mucho menos con lluvia.
—¿Sabes a qué hora fue la bajamar del domingo?
El médico entornó los ojos mientras hacía un cálculo mental.
—La primera bajamar fue alrededor de las cinco y media de la mañana y la segunda doce horas y pico después, sobre las seis de la tarde.
Caldas chasqueó la lengua.
—Tuvo que ser por la mañana —musitó mirando hacia arriba, a las peñas que se fundían con las laderas verdes de Monteferro.
Allí no había casas. Ninguna ventana tras la que encontrar un testigo.
—¿Desde ahí se puede saltar a tierra? —preguntó señalando la poza.
—¿No te digo que se queda en calma como una piscina? Se puede subir y bajar sin problema siempre que la marea no cubra la barrera. Algunos marineros del pueblo venían aquí hace años a colocar sus nasas.
Había un buen número de piedras amontonadas bajo el faro. Recordó las utilizadas para asegurar el barco en el fondo de la poza. No habían necesitado traerlas de otro lugar.
Trató de localizar al agente Ferro. Debía de estar husmeando por los alrededores, entre los peñascos que se sucedían en la pendiente. Dejó de buscar cuando el balanceo del barco comenzó a hacer mella en su estómago.
—¿Nos vamos?
—Claro —convino Trabazo moviendo la maneta del acelerador—. Hemos venido a pescar.
La proa de la gamela se levantó y Leo Caldas recibió con alivio la brisa del mar en el rostro.
Volvieron rodeando Monteferro en dirección al puerto de Panxón.
—Cámbiame el sitio —le pidió Trabazo, y paró de repente el motor de su gamela azul.
Caldas dio dos pasos inseguros y se dejó caer en el banco de popa. El olor de la gasolina era mucho más intenso allí. Trabazo se agachó bajo una banda de la gamela, sacó los remos y los apoyó en los escálamos. Luego se sentó en el banco que había ocupado Leo Caldas y, mirando al inspector, comenzó a remar.
—Eres un privilegiado, Calditas —le dijo—. Nadie más que yo conoce la piedra de las lubinas.
Caldas añoraba el aire fresco que le ventilaba la cara cuando el motor estaba en marcha.
—¿Hay que ir a remos? —preguntó.
—No querrás que los peces sepan que estamos aquí.
El inspector tragó saliva.
—No, claro —concedió.
Trabazo comenzó a silbar la canción de Léo Ferré que había canturreado en el puerto. En el barco era un hombre feliz.
Leo Caldas no.
—¿Está lejos? —volvió a preguntar al cabo de unos minutos.
Trabazo movió la cabeza.
—Ahí delante.
Caldas se inclinó hacía un lado y oteó la superficie del mar que se extendía ante la proa de la gamela. No había ninguna roca hasta la costa, a varios centenares de metros.
—¿Seguro? No veo ninguna piedra.
—Pues claro que no la ves, Calditas. ¿Crees que tendría mérito haberla encontrado si estuviese a la vista? La piedra de las lubinas está a veinte brazas bajo el agua.
—Ah.
—Ya verás, te apuesto un vino en El Refugio del Pescador a que en dos horas pican al menos cinco.
Caldas no estaba para pensar en vino. ¿Dos horas? No se vio con fuerzas para pedirle que abreviase la jornada de pesca. Trabazo parecía tan obsesionado con las lubinas como el capitán Achab con su ballena blanca.
Se puso en pie y sacó el teléfono móvil de su bolsillo. Al menos quería avisar a Estévez de que pasase a recogerlo algo más tarde.
—¿No irás a usar ese trasto cerca de mis peces? —le advirtió en voz baja Trabazo.
El sol de octubre era cada vez más molesto, casi tanto como el sonido de los remos en el mar y el balanceo del barco.
—¿Cómo?
—Ya estamos casi encima de la piedra. Si te oyen hablar ¿qué crees que van a hacer mis peces?, ¿quedarse a ver cómo los pescamos? Apágalo, anda.
Y Leo Caldas volvió a sentarse. Estaba mareado. Desconectó el teléfono y cerró los ojos inspirando cada vez más profundamente.
El médico arrastró con el pie la caja de plástico.
—¿Por qué en vez de tomar el sol no vas cebando los anzuelos?
Caldas abrió los ojos.
—¿Cebarlos?
—En esa caja hay varias bobinas. Saca dos de las que tengan un anzuelo enganchado en el sedal. Así ganamos tiempo.
Trabazo tenía razón. Cuanto antes terminase la excursión, mejor.
—En la cajita de metal hay miñocas —le dijo el médico—. Elige dos y pásales los anzuelos.
—¿Dos qué?
Haciendo un esfuerzo abrió la cajita metálica. Entre la arena húmeda que contenía se retorcían varias lombrices.
—Están vivas —dijo.
—Claro que están vivas. Rézales un padrenuestro y al anzuelo.
—Joder —masculló.
—¿Tú no eres policía?
Leo Caldas sujetó una de las lombrices entre sus dedos, pero antes de poder aproximarla a la punta del anzuelo le sobrevino la primera náusea.
El inspector mantenía la vista fija en algún punto del cielo azul. Como no había dejado de vomitar mientras estaban a bordo, Trabazo había decidido no prolongar su padecimiento y acercarlo cuanto antes a tierra firme. El lugar más próximo resultó ser aquella cala en la falda de Monteferro donde Leo Caldas, desmadejado sobre la arena, trataba de recuperar el color.
—Tiene cojones el grumete que me he buscado —rumió Trabazo, poniéndose en pie y marchándose hacia la gamela varada en la orilla—. ¿A ti no te da vergüenza estropearle a un viejo su mañana de pesca?
No tenía fuerzas para sonreír.
—Menos mal que mis lubinas estarán contentas —le oyó decir el inspector—. Les dejaste comida para dos semanas.
Leo Caldas permaneció tumbado, sintiendo latir la sangre en sus sienes. Su estómago se iba restableciendo poco a poco, pero el vahído le había generado una intensa cefalea. Pensó en Alba. Su voz le había parecido cercana al principio, pero en la despedida había sonado distante. Resopló y se incorporó apoyándose en los codos.
Le dolía la cabeza y le dolía el alma.
Vio a Manuel Trabazo caminando entre las rocas con una bolsa en la mano. ¿Estaba buscando cangrejos? ¿Cuántos años tenía, setenta? ¿De dónde coño sacaba tanta vitalidad?
Esperó inmóvil a que Trabazo volviera de su paseo.
—¿Cómo te encuentras?
—Como si me hubiesen dado una paliza.
—¿Tienes fuerzas para embarcar?
—¿Qué posibilidades hay de que vuelva a marearme?
—¿Sinceramente?
—Sí.
—Todas.
Leo Caldas miró a su alrededor.
—Entonces me quedo a vivir aquí.
Trabazo sonrió.
—Ahí arriba termina un camino. Se puede llegar en coche.
Caldas consultó su reloj y encendió su teléfono. Rafael Estévez ya debía de estar en Panxón. Se alegraba de no haberle pedido que pasase a buscarlo más tarde.
—¿Crees que podrías indicar a mi compañero cómo se llega hasta aquí?
—¿Sabe orientarse?
—Como una paloma mensajera —dijo Caldas, y marcó el número de su ayudante.
Trabazo transmitió las indicaciones al aragonés y luego se sentó junto al inspector.
—¿Has pescado algo? —preguntó Leo Caldas señalando la bolsa de plástico que Trabazo había llenado entre las rocas.
—Vinagre —murmuró el médico—. ¿Por qué hay gente tan cochina?
Trabazo levantó la bolsa.
—Mira todo lo que he recogido en dos minutos: latas, botellas de plástico, trozos de vidrio… Y eso que hasta aquí no es fácil llegar. Incluso habían tirado una llave de tubo entre las rocas.
—¿Una qué?
—Una llave de tubo —repitió, sacándola de la bolsa y entregándosela a Leo Caldas—, para apretar los tornillos de las ruedas de los coches. Y nuevecita. Estaba en un hueco entre las rocas. Cualquier día tiran un volante.
El inspector miró la llave. Era una barra estrecha con una protuberancia en el extremo.
—¿Dónde la encontraste? —preguntó poniéndose en pie.
Estévez hizo sonar varias veces la bocina desde el camino.
—Ya no paras en Panxón, ¿verdad? —preguntó Trabazo antes de volver a su gamela.
Caldas deseaba mostrar cuanto antes la barra al forense.
—No —respondió—, me vuelvo a Vigo.
—Vaya…
—¿Por qué? —preguntó el inspector.
—Quería comentarte un asunto.
—¿No me puedes hablar ahora?
El médico se encogió de hombros.
—Antes te conté que algunos marineros colocaban sus nasas en el sitio en que hundieron el barco del Rubio, ¿te acuerdas?
El inspector no lo recordaba.
—Sí —dijo de todas formas.
—Pues sólo he conocido a un hombre que pescase allí. ¿Sabes quién?
¿Cómo lo iba a saber?
—¿Quién? —preguntó.
—Antonio Sousa. El capitán.
El inspector trepó hasta el lugar en que aguardaba Rafael Estévez y desde allí se volvió a mirar hacia abajo, a la pequeña cala abierta entre las rocas. En el mar, la gamela azul celeste de Trabazo enfilaba el puerto de Panxón con la proa levantada. Volvía a ser Manuel el Portugués.
Saludó a su ayudante, entró en el coche, bajó la ventanilla y cerró los ojos.
Llevaba la barra en una bolsa.
Estaba dejando de creer en fantasmas.