Caer: 1. Moverse un cuerpo de arriba abajo por su propio peso. 2. Colgar, pender, inclinarse. 3. Perder el equilibrio hasta dar en tierra. 4. Venir impensadamente a encontrarse en alguna desgracia o peligro. 5. Dejar de ser, desaparecer. 6. Llegar a comprender. 7. Disminuir de intensidad el viento o el oleaje. 8. Desviarse un barco de su rumbo.

Cuando Rafael Estévez le dejó en Panxón, el pueblo le pareció un lugar diferente. Había gente en el paseo, e incluso algunos audaces caminaban por la playa con los pies metidos en el agua. En la terraza del Refugio del Pescador, varios marineros jubilados estaban sentados al sol.

Leo Caldas consultó su reloj. La lonja llevaba horas cerrada. Dos pescadores lanzaban sus cañas al agua en la punta del espigón, y el inspector se dirigió hacia allí.

Al pasar frente al club náutico aspiró un olor penetrante que se mezclaba con el del mar. Vio al carpintero de ribera al otro lado de la reja. Aprovechando los rayos de sol, había sacado del taller la gamela que calafateaba el día que lo visitaron y, sentado en su taburete, aplicaba una capa de alquitrán a la madera.

Entre sus piernas, sentado en el suelo, el gato gris seguía su mano tullida con la mirada, moviendo el cuello al ritmo de los brochazos.

Caldas siguió adelante por el espigón y se acercó a las nasas de Justo Castelo. Continuaban apoyadas contra el muro blanco. Luego encendió un cigarrillo y se sentó a fumar en un noray.

El Aileen, el barco de Arias, estaba atado en la boya con las nasas apiladas en la cubierta. Supuso que la embarcación de Justo Castelo debía de tener un tamaño similar, y se preguntó si sería posible remolcar un barco como aquel entre las rocas de Punta Lameda. Quería consultarlo con Trabazo. Hasta entonces Caldas había imaginado a una sola persona acercándose al Rubio desde un barco. Sin embargo, si la embarcación de Castelo era demasiado grande para ser remolcada hasta la poza, tenía que haber al menos dos personas involucradas en el crimen. Una de ellas habría permanecido en su barco mientras la otra llevaba el del Rubio al faro. Apagó el cigarrillo y regresó andando. Se apoyó otra vez en el muro del náutico a observar cómo el carpintero mojaba la brocha en el alquitrán y la escurría antes de deslizarla por la madera.

El gato seguía girando de un lado a otro la cabeza.

Trabazo se colocó a su lado, dejó en el suelo una caja de plástico transparente repleta de sedales, flotadores y anzuelos, y saludó al inspector palmeándole la espalda.

—Buenos días —dijo en voz baja Leo Caldas.

—¿Estás aprendiendo del artista? —susurró Trabazo moviendo la cabeza hacia el carpintero—. Le faltan dedos, pero ese chico tiene un don. Parece que la madera le obedezca.

—¿Sabes que creía que ya no se utilizaba la madera en los barcos?

—¡Cómo se nota que no pescas, Calditas! Si no se usa es sólo porque necesita mantenimiento, pero es mucho más marinera. En un barco de madera estás metido en la mar, incrustado en ella. La sientes en los riñones —explicó—. En cambio los de poliéster o fibra de vidrio resbalan sobre el agua. Son otra cosa.

El carpintero levantó la vista. Dejó la brocha en el bote de alquitrán y saludó a Trabazo con su mano lisiada.

—¿Hoy Charlie no se marea? —le preguntó éste, señalando al gato.

—Debe de estar a punto, doctor —dijo el carpintero, sonriendo tras su barba colorada—. Ya lleva media hora viéndome pasar la brocha. En cualquier momento se cae.

Bajaron la chalupa por la rampa, colocaron dentro la caja que traía Trabazo y subieron a bordo. El bote osciló hacia los lados y Leo tuvo el presentimiento de que no había estado afortunado al aceptar la invitación de su amigo. Terminó de convencerse cuando vio el gesto con que Trabazo desaprobaba su calzado.

«Menudos zapatos, Calditas», parecía decir.

¿Qué tenía todo el mundo contra sus zapatos?

Trabazo comenzó a remar hacia la boya y Leo Caldas se agarró con las dos manos a la borda del pequeño bote.

—¿Cómo sigue tu padre? —preguntó el médico.

—De la finca al hospital.

—¿Pero bien?

—Bien, sí —dijo Caldas, y luego preguntó—: ¿Tú sabías que tiene un perro?

—¿Tu padre?

—Uno grande, marrón —explicó—. Dice que no es suyo, pero va con él a todos lados.

—Bueno, ya tuvisteis aquella perrita…, ¿cómo se llamaba?

—Cabola —recordó Leo Caldas.

—Eso, Cabola.

—Pero era de mi madre. Se murió al poco de morir ella.

—Me acuerdo —dijo Trabazo, y soltó un remo para palpar un bolsillo de su chaqueta—. En el barco te enseño una cosa.

Llegaron a la boya, ataron la chalupa a un cabo y subieron al barco de Manuel Trabazo, una gamela de casi cinco metros de eslora con un pequeño motor fueraborda. Una piedra sujeta al extremo de una cadena hacía las veces de ancla. Caldas se fijó en la madera pintada de azul celeste. Necesitaba una nueva mano. Pensó que no era la embarcación de un médico, sino la de un pescador.

—El otro día, después de darte la fotografía de Sousa, me quedé rebuscando en los cajones de la cómoda. Encontré ésta —el médico se sacó una foto antigua del bolsillo y se la entregó al inspector—. Tus padres y yo. Pensé que te gustaría tenerla.

Ninguno de los tres debía de rebasar los treinta años. Estaban sentados en una escalera. Su madre en el centro, sonriendo entre los dos amigos.

Trabazo se agachó para conectar el depósito de gasolina y haló el tirador varias veces, hasta arrancar el motor.

Caldas, sin dejar de mirar el retrato, apoyó con fuerza los pies en el suelo que había comenzado a vibrar.

—¿Sabes que a veces se me olvida su cara? —dijo sentándose en el banco central de la gamela—. Hay noches que sueño con ella, sé que es mi madre, pero el rostro que veo no es suyo.

Trabazo soltó el cabo de la boya, se sentó en popa sujetando el brazo del motor y dijo:

—Con el tiempo todo se va, se olvida el rostro y se olvida la voz.

—¿Cómo? —preguntó Caldas, y el médico comenzó a canturrear:

Avec le temps, avec le temps, va, tout s’en va

—¿Quién cantaba eso…?

Trabazo giró su muñeca haciendo avanzar el barco entre las boyas.

—Léo Ferré —contestó—. A tu madre le encantaba.