Sorprender: 1. Conmover, suspender o maravillar con algo imprevisto, extraño o incomprensible. 2. Tomar desprevenido a alguien. 3. Descubrir una cosa que se esconde u oculta. 4. Experimentar sorpresa.
—No sé de qué me hablan —dijo Arias con su voz sacada de la cueva. Sostenía varias bolsas de supermercado en cada una de sus manazas.
—Me mintió —insistió Caldas—. Me aseguró que no había hablado con Castelo en años.
—Porque es cierto —gruñó, dejando las bolsas en el suelo.
Leo Caldas agradeció estar acompañado de Estévez. Aquel callejón no era un buen lugar para enfadar a un hombre del tamaño del marinero.
—Sabemos que habló con él.
Arias se volvió hacia la entrada del callejón por la que había desaparecido su vecina y Caldas pensó que, de haber continuado allí, la mujer habría caído fulminada.
—Lo dice el registro telefónico de Castelo. ¿Sabe a quién llamó por última vez?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Le llamó a usted —dijo Caldas mirándole a los ojos—. El sábado por la tarde, la víspera de su muerte.
—¿A mí?
Caldas imaginaba que, al verse sorprendido en una mentira, desviaría la mirada o realizaría algún gesto esquivo. Sin embargo, Arias parecía extrañado.
—¿No es suyo este número? —preguntó Caldas citando las cifras una tras otra, por si hubiese un error.
Cuando Arias confirmó que se trataba de su teléfono, añadió:
—¿Recuerda ahora la llamada del sábado por la tarde?
Arias bajó la cabeza.
—¿Puedo preguntar para qué le llamó? Si no se trataban en persona cómo explica que le telefonease.
El marinero continuó unos segundos con la mirada en el pavimento, y Caldas pensó en su programa de radio, en la música que el imbécil de Losada se empeñaba en hacer sonar mientras reflexionaba.
—El Rubio había perdido una defensa en la mar —dijo al fin el marinero—. Llamó para preguntar si la había encontrado.
—¿Una qué?
—Una defensa —repitió el pescador—, una boya de las que protegen los barcos. A veces se caen.
—¿Y por qué no me lo dijo cuando le pregunté si había hablado con él?
Arias se agachó para recoger las bolsas.
—No me acordé.
Habían dejado atrás Monteferro cuando las primeras gotas mojaron el parabrisas del coche. Al principio era sólo una lluvia suave, pero pronto se convirtió en un aguacero copioso. Algunas gotas se colaban por la rendija abierta en la ventanilla del inspector.
—Nos mintió —dijo Rafael Estévez.
—Lo sé.
—¿Y por qué no mencionó la visita de Castelo?
—¿Y comprometer a su vecina? —Leo Caldas chasqueó la lengua—. Además, nos habría puesto cualquier excusa, como hizo con la llamada.
—Eso sí.
El inspector se recostó en su asiento y recordó la frase que la vecina fisgona de Arias había oído decir a Castelo. «No aguanto más», repetía el Rubio al entrar en la casa. El camarero del Refugio del Pescador había escuchado una expresión similar el sábado por la tarde. «Voy a terminar con todo», había murmurado Castelo después de apurar su copa. Ahora aquellas frases retumbaban en la mente del inspector. ¿Qué mantenía a Castelo en ese estado de angustia? Las pintadas en la chalupa, los amuletos encontrados entre sus ropas y la visita desesperada a su antiguo compañero de naufragio apuntaban en una sola dirección, en la misma que señalaban la huella en la cabeza del Rubio y el temor dibujado en los rostros de José Arias y Marcos Valverde.
El chaparrón había pasado y los limpiaparabrisas podían descansar varios segundos antes de barrer el agua de lluvia en el cristal. Cuando Caldas abrió los ojos vio, a la izquierda, las crestas de las olas salpicando de blanco el gris intenso del mar. Se preguntaba dónde estaría la embarcación de Castelo. Alguien había tenido que acercarse desde otro barco para matarlo. ¿Qué diablos había sucedido con el del Rubio?
Miró hacia el frente, a la ciudad de Vigo tendida junto a la ría como una mancha. Primero las casas bajas, luego los edificios altos del ensanche de Coia, y, más allá, el resto de la ciudad desordenada en las laderas, con la silueta del hospital elevándose sobre las demás edificaciones cerca del monte del Castro.
Leo Caldas cerró los ojos de nuevo y sus pensamientos volaron desde el barco de Justo Castelo hasta la habitación 211 de aquel rascacielos, hasta el brazo escuálido de su tío Alberto y la mascarilla verde que le permitía respirar.