Extrañar: 1. Desterrar a país extranjero. 2. Ver u oír con admiración o extrañeza. 3. Notar la falta de algo que se usa habitualmente y que se ha sustituido por otra cosa. 4. Echar de menos a alguien, sentir su falta con pena. 5. Afear, reprender.

El olor de la bajamar se había apoderado del pueblo cuando salieron del coche. Después de preguntar a varios vecinos, localizaron la vivienda de José Arias. La casa de dos plantas del marinero cerraba un callejón estrecho. Leo Caldas llamó varias veces al timbre, pero nadie atendió la puerta.

—¿Ves como teníamos que haber venido antes? —protestó—. Después de una noche pescando cualquiera lo despierta.

—Déjeme a mí —dijo Estévez, retirando al inspector con el brazo y presionando el timbre con el pulgar de manera insistente.

Como no obtuvo respuesta, apoyó una oreja en la madera tratando de percibir algún sonido en el interior que delatara movimiento. No debió de oír nada, pues comenzó a aporrear la puerta, primero con los nudillos y luego con la palma de la mano.

Era Estévez quien había insistido en acudir a Panxón más tarde. De haber ido a primera hora como había propuesto Caldas, habrían encontrado a Arias vendiendo sus capturas en la lonja. Los remordimientos del aragonés hacían sus golpes cada vez más violentos.

—Déjalo, Rafa —le pidió Caldas al recordar la portezuela desvencijada del cobertizo de Justo Castelo—. Ya volveremos más tarde.

El aragonés asintió y se acercó al inspector jurando en voz baja. De repente, como impulsado por un muelle, echó a correr hacia la puerta y le propinó una patada que a punto estuvo de arrancarla de cuajo de las bisagras.

—¡Arias, abra, policía! —voceó furibundo, mientras volvía a golpear la madera con el puño cerrado.

El inspector tuvo que emplearse a fondo para apartarlo.

—¿Tú estás bien de la cabeza?

Comprobó con alivio que la puerta continuaba en su sitio, aunque una hendidura en la madera revelaba el lugar del puntapié.

—¿Ya no quiere despertarlo?

Caldas se preguntaba qué carallo tenía Estévez entre las neuronas. ¿Ácido lisérgico?

Sin saber qué contestarle, el inspector lanzó al aire los brazos y levantó la cabeza. Se topó con una mujer en el balcón de una casa vecina. Tenía el cabello cubierto por un casco de rulos y seguía con mirada atenta al aragonés.

El inspector pasó la vista por las demás ventanas, pero sólo la señora de los rulos estaba asomada al callejón. Con semejante escándalo le extrañó no ver una multitud agolpada en las terrazas.

—¿Vive ahí José Arias? —le preguntó, señalando la puerta del fondo.

—Vive —confirmó la mujer moviendo ligeramente los rulos.

—¿Sabe si está en casa?

—Supongo que no —dijo, y antes de perderse en el interior de su vivienda añadió—: Sordo no es.

Caldas decidió visitar a Alicia Castelo. Tal vez ella conociese el motivo por el que su hermano había telefoneado a Arias la tarde anterior a su muerte.

Cuando llamaron a la puerta les abrió una mujer mayor. Se movía con demasiada agilidad para tratarse de la madre inválida del marinero muerto.

—Queríamos ver a Alicia Castelo.

—Alicia no está en casa —dijo la mujer—. Estamos sólo su madre y yo.

—¿Sabe dónde podemos encontrarla?

La mujer asintió con gravedad.

—En el cementerio.

Estévez detuvo el coche frente a la reja. A través de ella podían verse las cruces de piedra oscura alineadas sobre los muros.

—Qué bonitos son aquí los cementerios —murmuró el aragonés, y Caldas asintió. No era la primera vez que escuchaba a su ayudante admirar en voz alta los camposantos gallegos.

Antes de entrar, Caldas contempló el paisaje de casas que se aglomeraban desde la falda de aquel promontorio hasta el mar.

Costaba imaginar que aquella superficie hubiera estado alguna vez cubierta de arena, que las dunas de Gaifar se hubiesen extendido varios centenares de metros tierra adentro. Así había sido el paisaje durante siglos, hasta que alguien autorizó su urbanización y las dunas fueron enterradas bajo las casas de los veraneantes, reducidas por un cinturón de cemento a una lengua de arena tan estrecha que en invierno desaparecía bajo la pleamar.

El cementerio de Panxón tenía un pasillo angosto a cada lado de la nave central. Las familias más pudientes exhibían panteones decorados con esculturas, pero la mayor parte de los muertos descansaban en nichos colocados uno sobre otro en las paredes de piedra. Formaban pequeñas columnas de cinco tumbas cubiertas por un tejadillo bajo el que figuraba el nombre de la familia. Encima estaban las cruces.

Las flores caídas en el suelo indicaban el camino seguido por el cortejo la tarde anterior, y Caldas y Estévez tomaron uno de los pasillos laterales.

Algunas de las sepulturas mostraban, junto al nombre y las fechas de nacimiento y defunción, una fotografía de los fallecidos. En casi todos los retratos figuraban hombres y mujeres ancianos, y Caldas tuvo la certeza de que ninguno de ellos habría elegido ese recuerdo de su vida.

Más adelante, en uno de los letreros colocados bajo las cruces, Caldas leyó: «Familia Trabazo». Vio uno de los nichos vacío, y arrugó el rostro pensando en Capitanes intrépidos y en Manuel el Portugués.

Siguiendo el rastro de flores, antes de llegar a los escalones que conducían a la plataforma inferior del cementerio, dejaron a la izquierda un pequeño rincón de tierra con varias cruces rudimentarias.

—Bajo esas cruces están los marineros sin nombre que el mar arrastró hasta la playa —dijo el inspector—. La gente del pueblo recoge a los ahogados y los entierra aquí.

—¿Cómo lo sabe?

—Un amigo me lo contó.

Alicia Castelo estaba agachada, colocando unas flores en un nicho sin lápida. Iba vestida de negro y llevaba el cabello rubio sujeto en una cola de caballo, como el día anterior.

Se saludaron y Alicia les explicó que, aunque hasta el día siguiente no colocarían la lápida, su madre le había pedido que subiese a adecentar la tumba de su hermano.

—La hemos encargado blanca, como la de mi padre —susurró, señalando el nicho de encima, también decorado con flores frescas.

Les contó que su marido seguía en Namibia. Llevaba casi tres meses embarcado pero su marea finalizaba la semana siguiente. Vendría entonces y se quedaría al menos un mes.

—Poco podría haber hecho aunque estuviese aquí —afirmó.

—Ya…

—¿Vienen para hablar conmigo? —preguntó la maestra.

—Sí.

Sus ojos azules se iluminaron.

—¿Ya han averiguado quién lo mató?

—Todavía no —dijo Leo Caldas—. ¿Pero recuerda que nos contó que no se trataba con los demás marineros del Xurelo?

—Claro.

—Pues su hermano telefoneó a uno de ellos la víspera de su muerte. De hecho, fue la última llamada que realizó.

—¿A uno de sus compañeros del Xurelo? —preguntó extrañada—. ¿A quién?

—A José Arias.

—¿Mi hermano? —su rostro era la viva imagen de la incredulidad.

—Sí. Hemos revisado las llamadas realizadas desde su teléfono. La última fue al domicilio de Arias. Pensábamos que tal vez usted supiera para qué le llamó.

Alicia Castelo se tapó con una mano la boca entreabierta.

—No…, no lo sé —balbuceó—. ¿Han hablado con él?

Caldas miró a Estévez.

—No —dijo—, todavía no hemos tenido oportunidad.

Volvían caminando hacia el coche cuando Rafael Estévez se detuvo y señaló una de las lápidas.

Leo Caldas leyó la inscripción en blanco sobre el mármol oscuro: «Antonio Sousa Castro, capitán de barco, 4/7/1933 – 20/12/1996». No había fotografía, ni más crisantemos que una lata oxidada.

—Ahí tiene a su capitán —comentó Estévez.

—Sí —dijo Caldas—, es posible que sí.