Razón: 1. Capacidad de la mente humana para establecer relaciones entre ideas o conceptos y obtener conclusiones. 2. Motivo. 3. Argumento que una persona aduce para demostrar algo o convencer a alguien. 4. Orden y método en algo. 5. Información. 6. Expresión numérica de una proporción.

Se despertó temprano, se duchó y caminó hasta la comisaría con la carpeta azul bajo el brazo y las manos en los bolsillos. Había dejado de llover, pero las farolas todavía encendidas iluminaban una ciudad empapada por la humedad de la noche.

En su despacho, Caldas revisó las notas preparadas por Clara Barcia. A las nueve y media salió a tomar un café y a fumar el primer cigarrillo del día. Al volver, entre ojeadas al reloj preguntándose cuándo tendría a bien aparecer Rafael Estévez, fotocopió los recortes de prensa acerca del naufragio del Xurelo para poder devolver los originales al cura de Panxón, y releyó el informe del levantamiento del cadáver de Antonio Sousa.

Casi sin pensarlo, sacó de su bolsillo el papel que le había entregado Manuel Trabazo y marcó el número de teléfono escrito en él. Luego encendió otro cigarrillo con dos caladas profundas.

—¿Gerardo Sousa?

—Sí.

—Soy el inspector Caldas, de la comisaría de Vigo.

—Así que se ha decidido a llamarme.

—¿Cómo?

—El doctor Trabazo me avisó de que le había dado mi número.

—Ya.

—Me pidió que fuese amable con usted.

Menos mal.

—¿Tiene cinco minutos?

—Claro.

—¿Le informó el doctor de la razón de mi interés en hablar con usted?

—No —dijo el hijo de Antonio Sousa.

—¿Sabe que el lunes por la mañana apareció ahogado Justo Castelo?

—Sí.

—¿Le han contado las circunstancias de su muerte?

—No —respondió, y a Caldas no le sonó cortante, sino resignado.

—Tenía las manos atadas.

—Ya.

—¿Eso lo sabía?

—Algo me dijeron, sí. Se suicidó, ¿verdad?

—Es posible que no.

—¿Y está investigando quién…?

—Eso es —resopló Caldas, aliviado al advertir que el hijo de Sousa iba a facilitarle las cosas.

Su percepción falló.

—¿Y por eso me llama?

—Bueno… —Leo Caldas buscó en el cigarrillo fuerzas para no colgar el teléfono—. Castelo había recibido amenazas recientemente. ¿Lo sabía?

—No.

—Alguien pintó en la chalupa una fecha, la del naufragio del barco de su padre —explicó, dudando que no estuviese al corriente de aquello—. Al lado apareció escrita la palabra «asesinos». ¿Sabe quién pudo hacerlo?

—Ni idea.

—Perdone que tenga que remover este asunto.

El hijo de Sousa carraspeó en el auricular.

—¿Cuál era su relación con Castelo?

—¿La mía?

—Sí.

—Desde el día en que murió mi padre no me volvió a mirar a los ojos. Ni él ni los otros dos. Nos dieron el pésame mirando al suelo.

—¿Nunca le contaron lo que sucedió aquella noche?

—No tuvieron valor. Arias incluso se marchó del pueblo.

—¿Por qué actuarían así?

—Eso no me lo tiene que preguntar a mí, inspector. Hable con Arias o con Valverde. Ellos están vivos, ¿no?

Caldas dio una calada al cigarrillo para no replicar un «por ahora».

—¿Y usted qué cree que ocurrió?

—Sólo sé que ninguno movió un dedo por sacarlo del agua. Estaban a pocos metros de la costa, llevaban chalecos y podían haber auxiliado a mi padre, pero decidieron escapar como ratas. Fueron unos cobardes.

Caldas dio una calada más.

—¿Sabe que en Panxón hay vecinos que aseguran haber visto a su padre con vida?

—Me marché de mi pueblo para no tener que seguir oyendo esos cuentos, inspector. Allí me ahogaba. Se ve que no me fui lo bastante lejos.

Leo Caldas escuchó encogido en su butaca el relato del hijo de Sousa. Le contó que a los dos años del naufragio un marinero había llegado a puerto afirmando haber visto a su padre navegando a bordo de su pesquero. Desde entonces, no pasaba un año sin que algún pescador asegurase haberse tropezado con el Xurelo en el mar.

—¿Y usted qué cree?

—No sé qué ven, inspector. Pero el Xurelo fue dinamitado y sacado del agua por partes hace muchos años. Puede comprobarlo.

El hombre había preferido no referirse a su padre y Caldas decidió no insistir. No quiso hablar de la macana ni hacerle recordar la sala de autopsias en la que lo reconoció. Sin embargo, había otra cuestión a la que el hijo de Antonio Sousa debía responder.

—Sólo una cosa más, Gerardo —apuró el cigarrillo y lo apagó en el cenicero—. ¿Le importaría decirme dónde estuvo usted el pasado fin de semana?

—Aquí, en Barcelona, trabajando.

—¿Le puedo preguntar dónde?

—Soy técnico de sonido, trabajo en la radio —explicó—. Como usted.

A las diez llegó Rafael Estévez a la comisaría. Traía el rostro tan iluminado como cuando el comisario Soto le pedía que bajase al calabozo para reducir a los detenidos más impetuosos.

—¿No íbamos a Panxón? —preguntó.

Caldas asintió y recogió su impermeable del perchero.

Se montó en el coche, bajó unos centímetros el cristal y cerró los ojos. Pensaba en el hijo de Antonio Sousa, en su dolor, en el ambiente del pueblo que lo asfixió hasta hacerlo huir y en el trabajo en la emisora, que lo situaba lejos de Panxón en el momento del crimen.