Soplar: 1. Despedir aire por la boca, formando con los labios un conducto estrecho. Apartar con el soplo algo. 2. Insuflar aire a fin de obtener las formas previstas. 3. Hurtar con astucia y sin violencia. 4. Inspirar o sugerir ideas. 5. Sugerir a alguien en voz baja algo que no recuerda o ignora. 6. Acusar o delatar.
Leo Caldas colgó el impermeable empapado en una percha sobre la bañera y, al volver al salón, encendió la radio con un gesto casi mecánico. En casa, donde otros hallaban abrigo, él sólo encontraba soledad.
Miró los estantes llenos de discos y se preguntó si la «Canción de Solveig» estaría en alguno de los que Alba había reservado para él.
Hacía tiempo que veía su relación como una vela que había comenzado a derretirse. Sabía que sólo soplando la llama lograría conservar un resto de cera, pero prefirió mantenerla encendida hasta el final. Fue Alba quien la apagó.
Al día siguiente, su armario estaba vacío. Sin embargo, muchos de sus discos y libros permanecían en los estantes del salón. Durante semanas, Leo Caldas no supo si había sido un olvido o significaba que había dejado entornada la puerta al salir. Un día, al comenzar a escuchar un disco, recordó una conversación. Entonces se dio cuenta. Alba le había dejado todo aquello por lo que, en algún momento, él había mostrado interés.
No encontró la canción que el Rubio silbaba todas las sobremesas en casa de su madre, de modo que eligió un disco de Louis Armstrong y lo colocó en la cadena de música.
Todavía daba vueltas a las llamadas telefónicas de Castelo. El registro de números confirmaba que José Arias había mentido cuando confesó que no se trataba con él. Mantenían el contacto, habían hablado al menos en una ocasión. Lo habían hecho el sábado por la tarde, un día antes de que Castelo muriese. ¿Habría sido la última vez?
Rafael Estévez le había convencido. No era necesario llegar a Panxón a primera hora. Incluso, si era sincero, prefería que su visita sorprendiese al pescador. Sin embargo, estaba ansioso por conocer los detalles de aquella conversación, por escrutar la expresión del enorme marinero cuando descubriese que estaban al tanto de su mentira.
La voz interior de la que tanto se fiaba le decía que había tomado la senda correcta. Le susurraba que buscase el origen de la muerte de Castelo en la noche del naufragio del Xurelo y en la supuesta muerte del capitán Sousa. Caldas estaba decidido a escucharla.
Se recostó en el sofá, abrió la carpeta azul y sacó los recortes de periódico que el viejo cura le había entregado.
La primera hoja estaba fechada el domingo 22 de diciembre de 1996, dos días después del naufragio. Sobre una fotografía de las rocas y otra del puerto de origen del Xurelo, un titular decía: «Pesquero con base en Panxón hundido cerca de Sálvora».
Caldas leyó el texto con detenimiento. Contenía un relato prolijo de los hechos que refería la colisión del Xurelo contra unas rocas cercanas a la isla de Sálvora y cómo los tres marineros que habían alcanzado a nado tierra firme habían sido trasladados a un hospital, donde, tras varias pruebas médicas, fueron dados de alta.
Un responsable del equipo de rescate lamentaba que el mal tiempo estuviese dificultando la búsqueda del hombre desaparecido, y consideraba una imprudencia impropia de un veterano el no haber atendido la recomendación de buscar refugio en un puerto. En cambio, el patrón de otro barco que faenaba en la zona aseguraba que Sousa le había transmitido por radio su intención de abrigarse, y no acertaba a comprender por qué había cambiado de opinión. La noticia del hundimiento se destacaba en otros periódicos del mismo día. En todos se repetía la narración de los hechos y la descripción de las condiciones meteorológicas adversas. Algunos recogían las declaraciones de los vecinos que habían socorrido a los náufragos, pero sólo en un diario encontró el testimonio de uno de los supervivientes. Marcos Valverde explicaba cómo, pese a los esfuerzos del capitán por gobernar la nave, el temporal los había arrojado contra las piedras. El barco había desaparecido bajo las olas en pocos segundos. «¿Hacia dónde se dirigían?», preguntaba el periodista. La respuesta de Valverde era concisa: «A casa».
La siguiente página que desdobló ya estaba fechada un día más tarde, el lunes 23. Correspondía a una sección de sucesos en la que coincidían tres fotografías. Una mostraba la última gasolinera atracada por dos motoristas que traían en jaque a la policía desde el verano anterior. Otra imagen ilustraba una batida vecinal en busca de una mujer desaparecida en Aguiño tres días antes. La tercera, mucho más grande que las otras, ofrecía el rostro curtido del capitán Sousa bajo el gorro de lana.
Al lado de la fotografía, en letras gruesas, podía leerse: «Reanudada la búsqueda del patrón del Xurelo». El texto reflejaba cómo hasta la tarde no se había podido poner en marcha el dispositivo de búsqueda del patrón del barco accidentado. Sólo participaban en el rastreo dos helicópteros de Salvamento Marítimo, pues las embarcaciones aún no habían podido hacerse a la mar debido a las malas condiciones meteorológicas.
Los periódicos de los días posteriores recogían sólo informaciones breves referidas a la búsqueda del patrón. Una semana después del naufragio, cuando ya se había suspendido dicha búsqueda, apareció mar adentro un chaleco salvavidas perteneciente al Xurelo. Después, las noticias del barco hundido se desvanecieron para resurgir el 28 de enero, cuando el cadáver de Antonio Sousa, tras haber permanecido más de un mes en el agua, apareció entre las redes de un pesquero vigués.
Leo Caldas empezó a leer la noticia, pero el agotamiento le venció y se quedó dormido.
Soñó que nadaba en la tormenta y, entre las olas, a varios metros de distancia, distinguía el impermeable amarillo de un marinero. «Ayúdame», le gritaba el hombre con ojos despavoridos, «tengo las manos atadas y no puedo nadar». Caldas braceaba con todas sus fuerzas hacia el pescador, pero cuando llegaba a su altura éste había desaparecido bajo el agua.
Se despertó sobresaltado, sudando como cuando de niño nadaba en sueños junto a la farmacéutica ahogada en el río. Abrió los ojos y miró al techo. Tenía la sensación de que un elefante barritaba dentro de la casa.
Todavía tardó unos segundos en reconocer el solo de trompeta. Le parecía que Louis Armstrong se reía de él cuando cantaba con voz aguardentosa:
Exactly like you.