Palabra: 1. Unidad léxica con significado fijo. 2. Representación gráfica formada por una letra o un grupo de letras. 3. Capacidad de expresar el pensamiento por medio del lenguaje articulado. 4. Promesa de que una cosa es verdad o de que se va a hacer lo que se dice. 5. Afirmación de una persona que no se basa en una prueba. 6. Derecho o turno para hablar en una reunión o asamblea. 7. Discurso oral o escrito de una persona.
Había vuelto a llover con fuerza cuando entró en el Eligio. La estufa de hierro estaba encendida y varias mesas ocupadas. Leo Caldas colgó el impermeable en el perchero y se acercó a la barra vacía. Podía oír a los catedráticos conversando tras él, en su lugar de costumbre, y la voz grave de Carlos en alguna mesa al fondo de la taberna.
—¡Oye, Leo! —le llamó uno de los catedráticos—. Estábamos hablando antes de tu programa de ayer.
Caldas no hizo ademán de contradecirles. Para ellos Patrulla en las ondas era su programa y punto.
—¿Qué música es la que pones mientras piensas?
Estuvo a un tris de darse la vuelta.
—¿Cómo?
El que había preguntado debió de advertir que estaba molesto, porque levantó las manos y añadió:
—Que nos parece muy bien, ¿eh? Si te concentras mejor con música…
—¿Pero qué canción es? —insistió otro.
—Sabemos que es de Gershwin —apuntó un tercero—. Pero tenemos dudas con el título.
Caldas se rascó la cabeza.
—Ya…
—¿Es «Promenade», no? —dijo el primero.
—Y dale —rebatió otro mirando al inspector en lugar de al amigo con quien estaba en desacuerdo—. Que es «Walking the dog», coño.
Caldas tuvo ganas de contarles que ni conocía el título ni había elegido aquella maldita melodía que, lejos de invitarle a pensar, le descentraba. No lo hizo. Se encogió de hombros, les prometió que lo consultaría al día siguiente en la emisora y se volvió hacia la barra. Esperó a Carlos con los codos apoyados en el mármol y la cara hundida entre las manos, mirando el pequeño cuadro colgado enfrente, junto a la cesta de los periódicos. Era un busto de mujer, un óleo pintado por Pousa, uno de tantos artistas locales que encontraron en aquella taberna ilustrada su refugio. Había visto el pequeño cuadro cientos de veces. La mujer vestida de amarillo girada hacia un lado con el gesto triste. Le recordó a Alicia Castelo, con su único hermano muerto y su marido ausente. La modelo que había posado para Pousa tenía el cabello oscuro e iba de amarillo, mientras que la hermana del muerto era rubia y estaba envuelta en luto; sin embargo ambas mujeres compartían la misma aflicción en la mirada.
—Para librarse de un meigallo —fue lo primero que le dijo Carlos al tiempo que colocaba dos copas sobre la barra.
—¿Cómo?
Carlos llenó las dos copas de vino blanco.
—La bolsa con sal. ¿No querías saber para qué servía? —preguntó—. Es para prevenir meigallos, para mantener los malos espíritus lejos… Como una higa, vamos —concluyó, dejando asomar la punta de su pulgar entre los dedos índice y corazón.
Leo Caldas dio un sorbo al vino y lo mantuvo un instante en la boca antes de dejar que se deslizase por su garganta. Luego le confirmó que ya estaba enterado.
—Me lo contó esta tarde un marinero en Panxón.
Carlos bebió de su copa y señaló por encima del hombro del inspector, a los catedráticos.
—Ellos sí lo sabían —dijo—. Yo no tenía ni idea.
—Ni yo —admitió Caldas.
Cuando Carlos se perdió en la cocina, el inspector abrió la carpeta, extrajo el informe que el forense había escrito más de doce años atrás y lo colocó sobre la barra.
—¿No estás mejor en una mesa? —preguntó Carlos al cabo de un instante—. La pequeña del fondo está vacía.
—Casi sí.
—¿Otro vino?
Caldas asintió.
—¿De picar te llevo algo? —le ofreció Carlos mientras le rellenaba la copa—. Aún queda algo de pata con garbanzos. Hoy está aún mejor que ayer.
Leo Caldas sacudió ligeramente la cabeza hacia los lados y murmuró un «no, gracias» casi inaudible. No quería una cena contundente que le obligase a dar vueltas en la cama. Necesitaba descansar.
En la mesa minúscula, bajo una puesta de sol anaranjada firmada por Lodeiro, la carpeta abierta apenas dejaba espacio para la copa de vino. Leo Caldas se concentró en el informe. Lo leyó dos veces. La primera de un tirón y la segunda consultando las fotografías para contrastar las anotaciones del forense. Nada hacía pensar que el cadáver encontrado entre las redes del arrastrero no fuese el de Antonio Sousa, pero tampoco existían pruebas fehacientes que lo confirmasen. Tenía las manos blancas y arrugadas en extremo. El contacto prolongado con el agua había comenzado a desprender las uñas y la piel de algunos dedos, y no había sido posible tomar las huellas dactilares para cotejarlas con las del desaparecido.
Ni siquiera se había confirmado que el color de los ojos se correspondiese con el de Sousa. Los párpados oscuros estaban cerrados en las fotografías del levantamiento, pero probablemente los hubiesen bajado los marineros que lo encontraron, pues la autopsia explicaba que los ojos del capitán habían sido parcialmente devorados por los peces.
Toda la identificación, como había asegurado el forense, se basaba en las ropas, la medalla y el testimonio del hijo. Sin embargo, las ropas del muerto eran impermeables, similares a las usadas por cualquier otro marinero, y tampoco había una señal en la medalla, una característica que la distinguiese de forma inequívoca de cualquier otra. En cuanto al hijo, Caldas tenía la certeza de que toda la identificación se había reducido a una ojeada fugaz en el depósito de cadáveres. Las imágenes adjuntadas al informe mostraban a un hombre con los párpados y los labios verduzcos destacándose sobre una cara lívida y reblandecida. Incluso a un hombre habituado a tratar con cadáveres como él le costaba mantener la vista sobre un rostro tan desfigurado.
Conocía a Barrio desde hacía varios años. Estaba convencido de que el forense no había querido prolongar de modo innecesario el sufrimiento de la familia y del pueblo. Llevaban semanas de congoja, de incertidumbre por la ausencia de noticias. Al enterarse de la aparición de un ahogado, estarían ansiosos por hacerlo suyo, por darle sepultura y permitir que la llaga abierta comenzara a secarse. Se imaginaba la angustia de la familia. Sin cuerpo identificado no había certificado de defunción, ni indemnización del seguro, ni pensión de viudedad. Si no aparecía el cadáver, la miseria se sentaba junto al dolor en el hogar del desaparecido.
Entendía que el forense no hubiese indagado más si todo hacía pensar que aquel marinero era el capitán Sousa. No había existido mala fe ni negligencia, estaba seguro. Incluso tenía la convicción íntima de que, de haber estado presente en el levantamiento, él mismo habría instado al forense a agilizar los trámites para entregar cuanto antes el cuerpo a la familia. También él consideraba ridícula toda esa historia del aparecido, pero a medida que descubría las circunstancias del asesinato de Justo Castelo la duda le aguijoneaba por dentro con una punta cada vez más afilada.
La tercera vez que Carlos se acercó a rellenarle la copa llevaba en la mano un plato con unas xoubas fritas, abiertas y sin espina, que el inspector no había pedido.
—No se bebe con el estómago vacío —dijo Carlos.
—Ya.
Leo Caldas guardó el informe y dejó la carpeta cerrada en el suelo, apoyada en las patas del taburete, pero cuando Carlos se dio la vuelta colocó las xoubas casi en equilibrio en una esquina de la mesa, abrió otra vez la carpeta y extrajo el resumen preparado por Clara Barcia.
No recogía el examen del bote auxiliar de Justo Castelo, aunque la agente le había confirmado por teléfono lo expuesto por el carpintero en Panxón: la fecha del naufragio del Xurelo había sido escrita y borrada de la chalupa del muerto. Los expertos de la UIDC aún no habían dado con la palabra que acompañaba a la fecha, pero Caldas no necesitaba esperar hasta que la descifrasen para conocerla.
Comenzó a leer lo que ya sabía. Justo Castelo, conocido como el Rubio, tenía cuarenta y dos años. Estaba soltero y era vecino de Panxón, en cuyo puerto trabajaba como marinero. Vivía solo y no tenía pareja conocida. Su madre viuda residía con la hermana del fallecido y el marido de ésta en una casa del mismo pueblo. El cuñado del muerto llevaba dos meses en un pesquero en la costa occidental de África.
El cadáver había aparecido flotando en la orilla de la playa de la Madorra el lunes por la mañana. Al ser sacado del mar vestía un jersey grueso sobre una camisa blanca, pantalón de pana y botas de agua. Al cuello, una medalla de oro de la Virgen del Carmen. En sus bolsillos se había encontrado una higa, una bolsa con sal, varios billetes medio deshechos y dos llaves unidas por una arandela.
El resumen incluía la declaración del hombre que había visto el cuerpo desde la carretera y las de otros vecinos presentes durante el levantamiento. Todos aseguraban que Justo Castelo había salido a faenar en su barco a primera hora del domingo aunque la agente Barcia subrayaba que ninguno de ellos había visto partir al marinero y dudaba de que su intención fuese la de pescar si la lonja estaba cerrada esa mañana.
Caldas sonrió. Clara Barcia no sólo era meticulosa hasta el extremo, también poseía intuición y sentido común. Se alegraba de contar con ella entre sus colaboradores.
La agente había recogido de forma escueta lo más relevante de la autopsia del Rubio. Confirmaba la muerte por ahogamiento y diferenciaba los dos golpes de la cabeza, el producido con un objeto alargado de la nuca y el más irregular de la frente, probablemente como resultado de un impacto contra las rocas.
En cuanto a las muñecas, se destacaba la idea del forense: al estar el cierre bajo los dedos meñiques, no consideraba posible que él mismo se hubiese atado las manos.
Se había contactado con los principales proveedores locales de bridas. Sólo se distribuían de un color especial bajo pedido, y no había habido encargo alguno de bridas verdes.
El final del resumen era la lista de llamadas realizadas desde el teléfono del fallecido durante la última semana. Sólo eran tres, todas ellas locales. Dos a casa de su madre. La tercera, realizada el sábado por la tarde, era una llamada muy breve a casa de un vecino cuyo nombre nada decía a Clara Barcia. Leo Caldas, sin embargo, necesitó leerlo otra vez. Justo Castelo había hablado por teléfono con José Arias, su hermano de naufragio.
—Mierda —murmuró.
Miró la hora en su muñeca. Eran casi las diez de la noche. Echó mano a su teléfono móvil y marcó el número de su ayudante. Estévez respondió con un gruñido.
—¿Estás ocupado? —preguntó Caldas.
—Un poco.
—Ya…
—¿Llama sólo para joderme?
—No, no. Es para avisarte de que mañana volvemos a Panxón. Recógeme a la misma hora que hoy.
—¿A las siete de la mañana? —protestó el aragonés—. ¿Me quiere explicar qué motivo hay para darnos otro madrugón?
—Castelo llamó a José Arias la tarde anterior a su muerte. Arias nos mintió y quiero saber por qué.
—¿Y tiene que saberlo a las siete de la mañana?
—No quiero que esté durmiendo cuando lleguemos.
—No se preocupe, jefe. Si hace falta, se lo despierto yo.
Caldas guardó todo en la carpeta y se levantó. Las xoubas seguían intactas en la esquina de la mesa. Recogió su impermeable en el perchero, pagó y se despidió de Carlos. La música seguía siendo el tema de conversación de los catedráticos cuando el inspector abrió la puerta del Eligio. La volvió a cerrar y se acercó a su mesa.
—¿Os suena la «Canción de Solveig»? —preguntó.
Las cuatro cabezas asintieron a la vez.
—Es de Grieg —habló uno.
—Uno de los movimientos del Peer Gynt —añadió otro.
Por lo visto, Leo Caldas era el único que no conocía aquella obra.
—¿Pero sabéis cómo es?
Los catedráticos se miraron y uno de ellos comenzó a canturrear. Pronto, los cuatro hombres sentados a la mesa tarareaban a coro la melodía, la misma que había silbado Justo Castelo hasta poco antes de morir.
Leo Caldas no la reconoció.
Abandonó la taberna.
En la calle, la lluvia marcaba su propio compás.