Componer: 1. Formar una cosa combinando adecuadamente sus diversas partes. 2. Escribir una obra original musical, literaria o científica. 3. Ordenar o reparar una cosa. 4. Preparar un texto juntando los caracteres y formando palabras, líneas y planas. 5. Adornar, arreglar o acicalar. 6. Condimentar una comida.
Leo Caldas se refugió tras la puerta de cristal de su despacho, dejó sobre la mesa la carpeta con las noticias del hundimiento del Xurelo y el informe del levantamiento del cadáver de Antonio Sousa y se recostó en su butaca negra. Necesitaba un descanso después de pasar la noche casi en vela y el día en Panxón. Se frotó los ojos con fuerza y los mantuvo cerrados, pero los pensamientos que se alborotaban en su cabeza le impedían descansar. Sabía que la información recabada en las primeras horas era siempre la más útil para la investigación. Después, en lugar de fraguar, las huellas se difuminaban hasta borrarse y los detalles se entremezclaban en una niebla espesa que impedía avanzar hacia la verdad y convertía la resolución de un caso no sólo en una cuestión de tiempo, sino en una cuestión de azar.
Por eso le gustaba adentrarse en los primeros momentos en la escena del crimen y escudriñarla tratando de localizar la esencia del criminal impregnada en el lugar. Sin embargo, Caldas no tenía un sitio donde buscar. El reloj avanzaba y el barco de Justo Castelo seguía sin aparecer.
La sombra del capitán Sousa había alarmado a unos cuantos pescadores veteranos, pero, a juzgar por la colección de amuletos que escondían los bolsillos de Justo Castelo, el miedo a un fantasma no era sólo cosa de los demás. Aunque lo negasen, los compañeros de naufragio del Rubio también estaban asustados. Leo lo había leído en sus rostros.
Recordó la fecha del naufragio escrita en la chalupa del Rubio y la acusación pintada sobre el casco. «Asesinos», rezaba. Asesinos. Castelo no la había considerado una broma macabra, de eso estaba convencido. Se había apresurado a retirar el rastro de la madera, pero no había podido borrarlo de su cabeza. Por eso su familia percibió que algo le preocupaba. Tanto como para haber dejado de silbar la canción que llevaba años repitiendo.
También en esa dirección apuntaba la macana: la porra que Sousa había ganado jugando a las cartas tenía una forma demasiado similar a la huella dejada en la cabeza de Castelo. Caldas no creía en las casualidades. Además, Manuel Trabazo había mencionado la destreza del capitán Sousa blandiendo aquella barra. El forense pensaba que el impacto en la nuca de Castelo había sido tan violento como para hacerle perder la consciencia, y en otra época, cuando faenaba en Terranova, Sousa no había necesitado más que un golpe con su macana para derribar a un hombre mucho más corpulento que él.
Volvió a mirar la fotografía de Sousa con el rostro desfigurado en el informe del forense, y una voz en su interior le susurró que en la mayoría de las ocasiones las cosas eran lo que parecían ser.
Si Sousa estaba vivo, si no había perecido en el naufragio, ¿por qué motivo había esperado tanto tiempo para ajustar cuentas? Si, como sostenía el informe, había fallecido hacía más de una década, ¿era posible que alguien estuviese vengando al patrón del Xurelo? Y, en ese caso, ¿cuál era la razón que había desencadenado la venganza precisamente ahora, cuando las heridas deberían estar cicatrizadas por el paso del tiempo?
Trabazo le había dado un papel con el teléfono del hijo de Sousa, a quien los rumores habían alejado de Panxón. Lo encontró doblado en uno de sus bolsillos y descolgó el auricular, pero lo volvió a colgar al cabo de unos segundos. No sabía cómo afrontar esa conversación. ¿Qué podía decirle? ¿Iba a incriminarle o a preguntarle a un hijo que se ha enfrentado al cadáver de un padre si éste podía seguir vivo? Pensó en su propio padre. Le había dado plantón al mediodía y tampoco había llegado a tiempo al hospital por la tarde. Consultó el reloj de su muñeca y, preguntándose si aún estaría en la ciudad, marcó el número de su teléfono móvil. Si todavía no se había marchado, tal vez le apeteciese tomar una copa de vino.
—¿Ya estás en Vigo? —preguntó su padre al contestar su llamada.
—Acabo de llegar —mintió—. ¿Aún andas por aquí?
—No, no… Estoy ya en casa. Mañana sigue la poda y madrugo. Además, necesitaba respirar. Llevaba en la ciudad desde antes del mediodía.
La primera en la frente.
—Lo siento.
—No te preocupes. Ya sé que estuviste con Trabazo. ¿Cómo lo encontraste?
—Bastante bien. ¿Y el tío?
—Va yendo…
—Ya —dijo Caldas, lacónico—. ¿Vendrás mañana a verlo?
—Voy todos los días.
La segunda en la boca.
—Entonces a ver si nos vemos mañana —se despidió.
—Una cosa, Leo.
—Dime.
Leo Caldas se preparó para recibir la tercera en el pecho.
—¿Recuerdas cómo se llamaba el hermano de Basilio el de la droguería?
—¿Uno que era gilipollas?
—Ése. Llevo todo el día tratando de recordarlo.
—Ni idea.
Después de hablar con su padre llamó a Clara Barcia, quien le confirmó que esa misma tarde habían comenzado a examinar el bote auxiliar de Justo Castelo.
—No le mintieron, inspector. Estaba muy borrosa, pero parece que había una fecha.
—¿Sabes cuál?
—El día es el 20 de diciembre —dijo la agente de la UIDC—. Pero aún no tenemos claro si el año al que se refiere es 1995 o1996.
—Noventa y seis —confirmó Caldas recordando el año del hundimiento del Xurelo—. ¿No había nada más?
—Legible, no. La chalupa es muy antigua y ha sido pintada en diferentes ocasiones. Hay muchos trazos, pero pueden decir cualquier cosa.
—¿Y las bridas?
—Inspector, le he dejado un resumen con todos los datos, ¿no lo ha leído?
—¿En mi despacho? —preguntó mirando a su alrededor.
—Sobre la mesa —dijo Clara Barcia, y luego le explicó—: No hemos encontrado bridas verdes como ésas en ningún sitio. Podrían pedirse al extranjero, pero aparentemente no se ha vendido ninguna partida aquí.
Caldas rebuscó entre los documentos colocados sobre su mesa. Era capaz de encontrar casi a ciegas cualquier papel en aquel aparente desorden, pero sólo cuando era él mismo quien lo había dejado allí.
—Ya lo tengo, Clara —dijo al localizar la información coronando una pila de papeles.
Leyó por encima. La agente había sido tan concienzuda como de costumbre.
Salió del despacho portando bajo el brazo la carpeta con los recortes de prensa recopilados por don Fernando. Con ellos guardó el informe del levantamiento del cadáver de Sousa y el resumen preparado por Clara Barcia.
Encontró a Rafael Estévez en el cuarto de baño. Ya llevaba puesto el abrigo y se lavaba la cara inclinado sobre el grifo.
Caldas pensó que a él tampoco le iría mal despejarse la mente con un poco de agua fría.
—¿Vienes hasta el Eligio a tomar un vino? —propuso desde la puerta a su ayudante.
—Hoy no, jefe.
El día había sido demasiado largo. Se merecían una copa.
—¿Ni una sola? Aún son las ocho.
—No insista, jefe —contestó Estévez, y se pasó las manos humedecidas por la cabeza, componiéndose el pelo—. He quedado.
—¿Has quedado?
—Eso he dicho.
—Ya…
Estévez le miró desde el espejo.
—¿Le parece mal o qué?
—No, no…, bien —tartamudeó Caldas antes de salir y cerrar la puerta.