Imagen: 1. Figura captada gracias a los rayos de luz que recibe y proyecta. 2. Representación plástica de una persona o de una cosa que es objeto de culto. 3. Representación mental que se tiene de algo. 4. Aspecto externo de una persona. 5. Idea, opinión o impresión que se causa o intenta causar en los demás.
En las primeras décadas del siglo XX, el párroco y los feligreses de Panxón decidieron demoler la iglesia antigua, que se había quedado pequeña, para construir una de mayor tamaño. Enterado de esas intenciones, el arquitecto Palacios viajó hasta el pueblo y convenció a los vecinos para que respetasen el arco visigótico que escondía la vieja capilla. A cambio, Palacios se comprometió a realizar los planos de un nuevo templo consagrado a la gente del mar.
Se levantó en lo alto de una colina cercana al arco para que su silueta sirviese de guía a los marineros, con paredes de piedra tosca envolviendo una cúpula octogonal. Pegada a la torre de las campanas, de planta cuadrada y coronada por almenas, Antonio Palacios proyectó otra torre circular para que escondiese la escalera de acceso al campanario.
Alrededor del cuerpo superior, cónico y pintado de blanco y rojo como un faro, situó cuatro figuras humanas unidas por las manos mirando a cada uno de los puntos cardinales.
Estévez aparcó al pie de la cuesta y Caldas se bajó del coche. Pidió a su ayudante que le esperase y ascendió la pendiente empinada que conducía al Templo Votivo del Mar. El pavimento estaba decorado con dibujos realizados con piedras blancas y negras. Al llegar al pórtico, Caldas se dirigió al mirador y contempló el pueblo desierto. Todo parecía haberse aletargado bajo el cielo gris. Incluso los ocho plátanos de la cuesta, reducidos a troncos deshojados, esperaban a la primavera para volver a dar sombra.
Se acercó a una puerta trasera situada en el edificio anexo y llamó al timbre. Comentó que deseaba ver a don Fernando y una voz le sugirió que aguardase dentro de la iglesia.
El interior del templo, tan vacío como el resto del pueblo, recordaba el casco invertido de un barco.
Se sentó a esperar al sacerdote en un banco próximo al altar, y se entretuvo mirando los mosaicos que decoraban las bóvedas y la parte alta del presbiterio. Había representaciones de santos apareciéndose a náufragos, y otras escenas religiosas y marineras. Caldas sólo reconoció la que reproducía la arribada de la carabela Pinta a Baiona con la noticia del descubrimiento de América.
En un lateral, apenas iluminada por la luz lánguida que se filtraba a través de las vidrieras, distinguió una figura de la Virgen del Carmen con el niño en brazos alzándose sobre un mar embravecido. La imagen estaba colocada sobre andas, como para ser llevada en procesión. A los pies de la Virgen, entre las crestas de las olas, tres marineros se aferraban a los restos de un barco despedazado.
Se acercó a observar los rostros angustiados de los tres pescadores que suplicaban la intercesión de la Virgen. Le impresionó verlos vestidos con los mismos trajes de color amarillo que se utilizaban en el puerto y se imaginó a Arias, Valverde y Castelo luchando contra la tempestad. Como por instinto, miró a los lados buscando al capitán Sousa, pero no halló rastro de un cuarto náufrago entre las olas.
Recordó la medalla de la Virgen del Carmen en el pecho del Rubio y se preguntó si ya acompañaría al marinero la noche del hundimiento del Xurelo o si éste se la habría colgado después, para agradecerle un favor semejante al que suplicaban las tres figuras talladas en la madera.
Acababa de sentarse de nuevo en el banco cuando un sacerdote anciano entró en el templo por la puerta de la sacristía. Se ayudaba de un bastón para caminar.
Leo Caldas se levantó como impelido por un resorte.
—Puede sentarse —dijo el cura, mostrándole la palma extendida de su mano izquierda—. No pienso celebrar misa.
El comentario hizo sonreír al policía, pero éste permaneció inmóvil, observando al religioso que avanzaba hacia él arrastrando los bajos de su sotana negra.
—¿Es usted don Fernando? —preguntó el inspector.
—Lo que queda de él —respondió el cura mirándole a través de unas lentes que aumentaban demasiado sus ojos—. ¿Y usted es…?
—Soy el inspector Caldas —dijo—. De la comisaría de Vigo.
—Siéntese —insistió el sacerdote, dejándose él mismo caer sobre el banco—. ¿Conocía el templo?
—Por dentro no —admitió Caldas.
—Es bonito, ¿verdad? Pero pasan los años y va necesitando arreglos. ¿Ve? —dijo, y dirigió la punta de su bastón hacia unos cubos de plástico colocados bajo una de las vidrieras—. Algunas junturas filtran el agua cuando llueve, y también hay mosaicos desprendidos. Pero piezas como éstas no las repara cualquiera. Hacen falta expertos y cuartos. No todo se arregla con fe.
—No, claro.
—¿Qué le trae por aquí, inspector Caldas?
—Sé que era usted aficionado a tomar fotografías a los pescadores del pueblo.
—Aún lo soy —admitió—. Todavía no estoy muerto del todo.
Caldas sonrió y el sacerdote apoyó las dos manos en el bastón para ponerse en pie. Luego le invitó a seguirle hacia la misma puerta por la que había aparecido.
—Hace tiempo que nadie se interesa por mis fotografías —comentó el cura, sin volverse, mientras avanzaba por el pasillo barriendo el piso con la sotana.
Se detuvo ante una de las puertas, la abrió y se echó a un lado invitando al policía a pasar delante. Cuando lo hizo, Leo Caldas se encontró en una sala con el techo artesonado. La ventana de la pared opuesta permitía ver el mar sobre los tejados del pueblo.
En la librería, de la misma madera oscura que el techo, se abarrotaban libros y documentos. Había una gran mesa de despacho y una silla con el respaldo de cuero contorneado con tachuelas.
—La mayor parte de los retratos están encuadernados ahí —explicó, señalando unos gruesos clasificadores de piel alineados sobre unas baldas—. ¿Cuáles son los que le interesan?
Leo Caldas carraspeó.
—¿Hay alguno del capitán Sousa?
A través de los cristales de sus gafas, los ojos enormes de don Fernando se clavaron en el inspector.
—Alguno —dijo sentándose en la silla—. Haga el favor de alcanzarme ese tomo de ahí abajo.
Cuando Caldas se lo entregó, el cura lo abrió sobre la mesa y comenzó a pasar lentamente las hojas adhesivas repletas de fotografías en blanco y negro perfectamente ordenadas. De vez en cuando, alguna más grande ocupaba casi toda la página.
—No está convencido de que lo del Rubio haya sido un suicidio, ¿verdad? —preguntó.
—¿Usted tampoco lo está?
—Yo no tengo la menor idea, inspector. Pero, por desgracia, sé lo lejos que puede llegar un hombre desesperado —confesó el anciano—. Sin embargo, esta mañana estuve visitando a su familia. La hermana piensa que alguien lo arrojó al mar.
—Lo sé —dijo Caldas.
—Así que la policía anda detrás del difunto capitán Sousa —susurró, y continuó pasando lentamente las hojas, acercando tanto su rostro a las fotografías como si tratase de distinguirlas por el olor.
—Bueno, ya sabrá que hay quien asegura haberlo visto rondando.
—En algo tenemos que creer, así lo quiso Dios —masculló el sacerdote, y colocó el dedo sobre uno de los retratos—. Ahí tiene a Sousa —dijo.
Caldas se inclinó sobre el hombro del sacerdote. La fotografía debía de haber sido tomada en la misma época que la que le había mostrado Trabazo. Sousa estaba demasiado lejos y la macana sólo era una línea borrosa colgada del cinturón.
—¿Hay más? —preguntó.
El sacerdote pasó otra hoja y deslizó el clasificador abierto a un lado de la mesa. Una fotografía grande ocupaba casi toda la página. Mostraba a un marinero mayor con un gorro de lana en la cabeza y botas de agua en los pies. Sonreía sentado sobre un noray del muelle al que se amarraba un cabo grueso. Sus piernas cruzadas ocultaban su cintura.
—¿Es éste el capitán?
Don Fernando asintió.
—Y ése también —dijo señalando la página opuesta.
Caldas contuvo la respiración cuando vio las dos fotografías de la otra página. Eran mucho más recientes. El rostro de Antonio Sousa aparecía en ellas cubierto de arrugas bajo el eterno gorro de lana. Posaba en la cubierta de un pesquero, mirando fijamente al objetivo. En el puente del barco, bajo el cristal, podía leerse una palabra escrita en letras oscuras: «Xurelo».
Las dos imágenes mostraban tan nítidamente la macana ceñida a la cintura del capitán que Caldas tuvo ganas de echarle mano. Era tal como la había descrito Trabazo: una barra de madera con una bola en el extremo.
—¿Podría prestarme una de estas fotografías? Mañana mismo se la traería de vuelta.
—Si piensa que puede serle útil… —accedió el sacerdote.
—Muchos de sus vecinos están convencidos de que Sousa está involucrado en la muerte de Castelo.
—Echar la culpa a un fantasma sirve para aliviar la inquietud, para poner nombre a la incertidumbre. Eso es la fe. Es mejor que pensar que la gente prefiere suicidarse a vivir…, o que convivimos con un asesino, ¿no cree?
Caldas asintió sin dejar de mirar el contorno de la barra en la fotografía.
—¿Recuerda el hundimiento del Xurelo? —preguntó.
—Como si fuese hoy.
—¿Llegó a ver el cuerpo del capitán?
Don Fernando sacudió su cabeza hacia los lados.
—El ataúd vino cerrado desde Vigo, ¿para qué iba a querer ver muerto a un amigo?
Caldas no supo qué responder.
—Lo vio el pobre de Gerardo, el hijo del capitán —aclaró el sacerdote—. Es el último recuerdo que se llevó de su padre. ¿No es una lástima?
—Sí —concedió el inspector—, supongo que sí.
—El del Xurelo no es el único naufragio que ha habido en el pueblo, inspector. No se puede luchar contra las piedras, el viento y las olas —afirmó, mirando por la ventana—. Ahí fuera hay bajos que acechan a los marineros. Observan agazapados a los barcos, como las serpientes a los conejos, esperando completamente inmóviles el momento en que uno de ellos se distraiga para atraparlo. Tenemos que convivir con el mar.
El sacerdote estiró el brazo y tocó con el bastón el lomo de varias carpetas azules situadas en uno de los anaqueles más altos de la librería.
—En una de ésas está escrita la palabra «Xurelo», ¿querría acercármela? —pidió al policía.
Cuando tuvo la carpeta sobre la mesa, don Fernando apartó las gomas que la cerraban. En su interior guardaba dobladas varias hojas de periódico amarillentas.
—Esto es lo que se contó del naufragio, desde que se hundió el Xurelo hasta que apareció el cuerpo del capitán —explicó.
Luego colocó la fotografía de Antonio Sousa dentro de la carpeta, la cerró de nuevo y se la entregó al inspector.
—Si no la pierde, puede llevarse la carpeta también.
Permanecieron unos minutos más charlando en el despacho. Don Fernando relató las historias de otros hombres ahogados en la bahía con tanto detalle como si hubiese estado él mismo a merced de las olas.
—¿Usted también sale a pescar? —se interesó Leo Caldas.
Los ojos del anciano abarcaron todo el cristal de las gafas de aumento.
—Los curas no vamos en barco, inspector —dijo con un guiño que a Caldas le pareció el aleteo de un pájaro.
Luego añadió:
—Trae mala suerte.
El coche continuaba estacionado en el mismo lugar, al pie de la cuesta. Rafael Estévez había reclinado el asiento del conductor y dormitaba con las manos cruzadas tras la nuca.
Leo Caldas entró en el vehículo y cerró la portezuela despacio, a pesar de lo cual su ayudante se despertó.
—¿Cómo le ha ido, jefe? —preguntó mientras incorporaba el asiento hasta devolverlo a su posición original.
—Creo que bien —respondió, abriendo la carpeta y echando un nuevo vistazo al retrato del capitán.
—Todavía falta una hora para el entierro de Castelo —observó el aragonés—. ¿Adónde vamos mientras?
Leo Caldas no quiso esperar.
—De vuelta a Vigo —ordenó, bajando unos centímetros la ventanilla, lo suficiente para permitir entrar aire fresco en el coche.
Estaba ansioso por mostrar a Guzmán Barrio la imagen de la macana, por saber si era posible que aquél fuese el objeto con el que alguien había golpeado a justo Castelo antes de arrojarlo al mar. Buscó en su bolsillo el paquete de tabaco, se colocó entre los labios un cigarrillo que no encendió, y se entretuvo jugueteando con el mechero entre los dedos.
—¿Qué lleva en esa carpeta? —preguntó Estévez al rato de ponerse en marcha.
—Recortes de prensa que recogen el hundimiento del Xurelo y una foto de Antonio Sousa tomada pocos días antes de irse a pique —Caldas retiró las gomas una vez más para mostrarle la fotografía—. Fíjate en la barra que lleva sujeta en el cinturón. ¿No te parece increíble?
—Lo que me parece increíble es que usted también se crea esa historia del fantasma —replicó el aragonés.
—Yo ya no sé qué creer —dijo Caldas, y tras sacarse el cigarrillo apagado de la boca comenzó a tamborilear con los dedos en el encendedor de metal.
Estévez le miró de soslayo.
—Inspector —le advirtió—, si va a escupir, haga el favor de abrir un poco más la ventanilla.