Miedo: 1. Sentimiento de angustia ante un daño real o imaginario. 2. Recelo o aprensión ante la posibilidad de que suceda algo contrario a lo que se desea.
—Eso fue hace muchos años, inspector —dijo Marcos Valverde—. Apenas nos hemos tratado después.
Iba vestido con traje oscuro y corbata. Caldas se preguntaba si se la habría puesto por el entierro o siempre iría vestido de aquel modo. Era un hombre delgado, no demasiado alto. El pelo oscuro, lacio y abundante, peinado hacia atrás. Aunque Trabazo le había contado que Castelo, Arias y Valverde tenían los mismos años, Marcos Valverde parecía más joven que los otros dos. Las horas en la mar no había dejado marcas en su rostro y sólo las canas de sus sienes revelaban en parte su edad.
—Si eran tan amigos, ¿por qué dejaron de verse?
—No sabría decirle. Son cosas que suceden, sin más. Supongo que es un mecanismo de defensa para no seguir recordando constantemente aquella maldita noche.
—¿Le importaría contarme qué sucedió?
—¿Cuando nos fuimos al fondo?
Caldas asintió y Valverde dio un suspiro para tomar fuerzas.
—Era de noche —comenzó—. Estaba todo oscuro. Había muy mala mar. Las olas pasaban sobre la cubierta del barco. Teníamos que hablar a gritos para poder escucharnos. El capitán estaba al timón, esforzándose por no perder el rumbo.
—¿Adónde se dirigían? —le interrumpió Leo Caldas.
—Volvíamos a Panxón, estábamos cerca de la isla de Sálvora.
—Eso está muy lejos de aquí, ¿por qué no buscaron refugio en un puerto más próximo?
—Habría que preguntárselo al capitán —susurró Valverde—. Pero supongo que sería porque llevábamos la bodega llena. Era la segunda noche y llegaba el fin de semana. No querría dejar pudrir la pesca a bordo.
—Ya… ¿Y qué sucedió?
—Fue todo muy rápido. El capitán nos gritó que nos agarrásemos fuerte. Luego sonó un ruido espantoso, como si se hubiera abierto el casco entero. El barco se quedó un instante parado sobre el bajío y luego se escoró. Antes de darnos cuenta estábamos en el agua, y cuando un rayo iluminó el mar, el Xurelo había desaparecido. Entonces braceamos como posesos y tuvimos que atravesar la rompiente para alcanzar la costa.
—¿Llevaban los chalecos?
—Estábamos cerca, pero sin ellos no habríamos podido llegar a tierra. El capitán nos ordenó que nos los pusiéramos unos minutos antes de naufragar.
—¿Él no lo hizo?
—El Rubio le acercó uno también al capitán, pero la última vez que lo vi gritaba aferrado al timón, y no, no llevaba puesto el chaleco.
Caldas asintió con gravedad.
—El capitán sólo se preocupó por enderezar el barco, sin detenerse siquiera a pensar en sí mismo —agregó Marcos Valverde—. El capitán Sousa era así. Un hombre de los pies a la cabeza. Lo fue hasta el final.
—¿No volvieron a verlo con vida?
Valverde chasqueó la lengua para corroborar que no lo habían visto más.
—¿Qué pasó después?
—Estábamos exhaustos, magullados y muertos de frío, pero tan pronto como alcanzamos las rocas echamos a andar hacia las luces. Arias y yo caminábamos en silencio. El Rubio no dejó de llorar. Luego se hizo de día y nos trasladaron a casa. El capitán Sousa no apareció hasta algunas semanas más tarde. Su cuerpo se enredó en el aparejo de un pesquero.
—Lo sé —dijo Caldas—. ¿Y qué sucedió luego entre ustedes tres, entre los marineros?
—Cada uno hizo su vida. El Rubio siguió pescando, Arias se marchó del pueblo y yo salí adelante como pude.
Caldas miró a su alrededor, a las líneas rectas del salón y la cristalera abierta a la bahía.
—No le ha ido mal.
—Que no le engañe lo que ve, inspector. No siempre viví en una casa como ésta. Nadie me ha regalado lo que tengo.
—No lo dudo.
—¿Puedo hacerle una pregunta, inspector?
—Adelante.
—¿Por qué investigan el suicidio de un marinero?
—Rutina —mintió Leo Caldas.
Valverde no se tragó el embuste.
—¿Dos policías vienen desde Vigo por rutina?
—La burocracia tiene estas cosas —aseguró Caldas, y cambió de tema—. ¿Sabe que estaban acosando a Justo Castelo?
—Algo había oído. Pintaron la fecha del naufragio en la chalupa. ¿Se refiere a eso?
Caldas se lo confirmó.
—Ya ve que aquí es difícil ocultar las cosas —añadió Valverde.
—Y al lado escribieron una palabra —reveló Leo Caldas.
—¿Cuál?
—Asesinos.
—¿Cómo? —preguntó, pero su expresión reflejaba que no iba a hacer falta decírselo de nuevo.
—Asesinos —repitió de todos modos el inspector.
Como Marcos Valverde permaneció mudo, Leo Caldas preguntó:
—¿No lo sabía?
Valverde negó.
—¿Y tiene idea de quién puede ser el autor de esa inscripción?
—No.
—Ni ha visto ninguna similar en su entorno…
—¿Mi entorno?
—Su casa, su coche, su oficina…
—Claro que no.
—¿Y nadie le ha recordado recientemente aquella noche?
—Nadie más que ustedes.
—¿Tampoco se ha sentido amenazado?
—En mi trabajo es necesario ser firme, inspector. Como en el suyo. No puedo caer bien a todo el mundo.
—No me refería a eso —dijo Caldas—. Supongo que sabe que hay quien asegura haber visto al capitán Sousa.
Valverde sonrió con amargura y resopló entre dientes.
—A esos dígales que yo también lo vi, inspector. Sujetando el timón y gritando que nos agarrásemos mientras el barco se resquebrajaba en medio de la tormenta. No sé quién puede tener interés en recordar aquella pesadilla.
—¿Es posible que Justo Castelo pensase de otra manera?
—El Rubio lo vio irse al fondo. Como Arias. Como yo —dijo Valverde, y se quedó en silencio, mirando al suelo.
—Sin embargo Castelo llevaba varios amuletos, de ésos que se emplean para protegerse… —no quiso terminar la frase.
—¿Para protegerse de quién? —preguntó el constructor.
Caldas respondió alzando los hombros.
—El miedo es libre, inspector.
—¿Usted no tiene miedo?
—He pasado mucho. Tanto que no he vuelto a acercarme al mar. Hace más de doce años que ni siquiera mojo mis pies en la orilla. ¿Le parece suficiente miedo?
—No me refería a eso.
—¿Cree que debería estar asustado por otra cosa?
Leo Caldas no lo sabía.
—Supongo que no.
Valverde les acompañó por el camino de grava que rodeaba la casa. Leo Caldas se acercó a la hierba luisa, pasó una mano por sus hojas y aspiró con fuerza. Iban a despedirse cuando el portalón de madera se deslizó hacia un lado. El coche rojo que ya conocía atravesó la entrada y se detuvo junto al suyo.
—¿Le has contado al inspector que conoces a su padre? —preguntó la mujer de Valverde al descender del automóvil y verlos juntos en el patio. Llevaba puesta la misma camisa abierta que invitaba a zambullirse entre sus pechos. Alba le había prestado la sonrisa.
Caldas miró hacia cualquier sitio.
—¿A mi padre?
—Nos hemos visto en alguna ocasión. Estoy empezando a elaborar vino —confesó con timidez Marcos Valverde—, aunque no creo que su padre sepa quién soy yo.
El inspector Caldas, con los ojos cerrados, aspiró el olor de los eucaliptos que se colaba como el frío por la rendija de su ventanilla.
—¿Todavía piensa en esa señora? —preguntó Estévez mientras tomaba la carretera de vuelta al pueblo.
—No —contestó Leo Caldas, sin abrir los ojos—, pensaba en su marido. Tiene más miedo del que él mismo cree.