Negar: 1. Decir que algo no existe, no es verdad, o no es como alguien cree o afirma. 2. No conceder lo que se pretende o se pide. 3. Prohibir o impedir. 4. Olvidarse de lo que antes se estimaba y se frecuentaba. 5. No confesar un reo el delito de que se le acusa. 6. Ocultar, disimular.

Estévez estaba esperando en la puerta de la casa de Trabazo. Caldas entró en el coche, bajó apenas unos dedos la ventanilla y se recostó en el asiento.

—¿Adónde vamos? —preguntó el aragonés.

—Al puerto —indicó Caldas cerrando los ojos—. ¿Cómo te fue?

—Nada, inspector. Por esta zona nadie vende bridas verdes. Ni siquiera las han visto nunca, me dicen. Negras o blancas sí. Verdes no.

—Ya.

—¿Y a usted?

—A mí me contaron algo de un incidente que tuvo esta mañana un policía en el espigón del puerto. ¿Se puede saber qué carallo sucedió?

—Ya le conté que me escupió, inspector. ¿Qué quería, que me largase sin más?

—Me dijiste que no le habías hecho nada.

—No, no…, lo que le dije es que me dieron ganas de tirarlo al mar y bien sabe Dios que me contuve.

—Pero le pegaste…

—Con la mano abierta —se justificó Estévez, como si el pescador tuviera que agradecerle el haber recibido una bofetada en lugar de una combinación de puñetazos—. Me habían puesto histérico, no había manera de que contestasen a lo que les estaba preguntando.

—Ése no es motivo para golpear a esos tipos.

—Ya le conté que me escupió. Además, sólo fue a uno.

—Me da lo mismo, Rafa. Estoy cansado de tus maneras. Si te pones nervioso y necesitas desahogarte rompes algo y listo.

—¿Que rompa algo?

—Sí. Todo menos volver a levantar la mano a alguien sin razón.

Aparcaron sobre el espigón. Las nasas de Justo Castelo continuaban apiladas contra la pared, unos metros más adelante. La marea había subido casi completamente y, en la parte más baja de la rampa, junto al mar, vieron la figura imponente de José Arias. No llevaba el gorro impermeable de la mañana. Tenía el pelo rizado y oscuro como la sombra que cubría su rostro sin rasurar. El remolque estaba también al borde del agua. Encima, su chalupa.

—¿Le acompaño? —preguntó el aragonés.

—Sí —dijo Caldas—, pero déjame hablar a mí.

Los policías descendieron por la rampa. Vieron una cubeta de plástico repleta de caballas a los pies del marinero, sobre el suelo de piedra.

—¿Va a salir a pescar?

—No —dijo con su voz cavernosa—, sólo voy al barco a encarnar las nasas. No saldré hasta después del entierro.

—¿Tiene un minuto?

—Uno sí.

Caldas tampoco pretendía perder tiempo.

—¿Sabe que la chalupa de Castelo apareció pintada una mañana?

Arias asintió.

—¿Y está enterado de lo que ponía? —preguntó el inspector.

—Más o menos.

—¿No la vio?

—Yo no.

—Había una fecha escrita —explicó el inspector, como si hiciese falta—, el 20 de diciembre de 1996. ¿Le dice algo?

Arias le miró a los ojos.

—Ya sabe que sí, inspector.

—Había algo más. Una palabra.

Arias levantó sus cejas oscuras para preguntar cuál.

—Debajo de la fecha estaba escrita la palabra «asesinos». ¿Tiene idea de por qué alguien querría escribir en el bote de Castelo una cosa así?

—No —contestó el marinero, pero sonó como un sí.

—¿Está seguro? —insistió Leo Caldas.

El marinero asintió y bajó la vista al suelo, hacia los peces que iban a servir de carnaza para las nécoras.

—¿Nunca le comentó nada?

—¿Quién?

—Castelo.

—Ya le dije que el Rubio y yo no hablábamos mucho.

—¿Y sabe lo que piensa la gente del pueblo?

—¿Cómo voy a saberlo?

Estévez resopló y Caldas miró hacia atrás. Un gesto bastó para que el aragonés se abstuviese de hacer un comentario en voz alta.

—Hablan del capitán Sousa —dijo Caldas—. Creo que usted lo conoció bien.

—Hace muchos años —admitió José Arias, mirando de nuevo al inspector.

—Hay quien asegura que ha vuelto a ver a Sousa en el pueblo. Dicen que es él quien estaba amenazando a Justo Castelo.

Estévez dio un paso atrás, resguardándose del salivazo que se producía cada vez que alguien mentaba al capitán. Sin embargo, el enorme marinero no escupió ni buscó algo metálico para tocarlo con sus manos. Se limitó a asegurar que él no lo había visto y a excusarse por no poder dedicarles más tiempo.

—Dígame sólo una cosa más —le detuvo Leo Caldas—. ¿Le han amenazado?

—¿A mí?

Caldas movió su cabeza para asentir.

José Arias lo hizo para negar.

Los ojos del marinero, en cambio, decían otra cosa.