Espina: 1. Pieza ósea larga, delgada y puntiaguda que forma parte del esqueleto de los peces. 2. Púa de algunas plantas. 3. Astilla pequeña y puntiaguda de la madera, esparto u otra cosa áspera. 4. Pesar íntimo y duradero.
—El Rubio era un buen chico. Supongo que sabrás que tuvo un problema con la heroína.
—Sí.
—Pero salió adelante. Hace ya muchos años que estaba limpio.
—¿Se desenganchó del todo?
—Del todo —afirmó Trabazo—. Al médico y al cura no se les miente. ¿Por qué estáis investigando, Leo? ¿No fue un suicidio?
Caldas respondió a la gallega.
—¿Viste el cadáver?
—Ahora que estoy jubilado no me llaman para certificar defunciones. ¿Había algo extraño?
—Podría ser —dijo, sin querer comentar los detalles que le hacían estar seguro de que Castelo había sido asesinado—. Aunque en Panxón nadie parece sorprendido de que decidiese suicidarse.
—No, a nadie en el pueblo le extraña, y, si he de ser sincero, a mí tampoco. El Rubio era buena persona, pero un tipo raro. Un solitario. A veces las adicciones manifiestan cuadros depresivos pasados unos años, y éste siempre me pareció un caso de libro.
Caldas asintió.
—La manera de suicidarse es típica aquí —añadió Manuel Trabazo—. En estos pueblos el mar lo da y lo quita todo.
—Ya. ¿Sabes si se llevaba mal con alguien?
Trabazo negó haciendo oscilar ligeramente su flequillo blanco.
—El Rubio iba por libre, Leo. Yo no le conozco ni amigos ni enemigos.
—Pero parece ser que había recibido amenazas.
—¿Hablas de unas pintadas?
—¿Estás al tanto de eso?
—De eso está informado todo el mundo, Leo. Pero no sé si lo llamaría una amenaza.
—¿Sabes lo que ponían?
—Una de ellas sí —admitió—. Se refería a un barco hundido hace años, al Xurelo, ¿no?
El inspector confirmó con un gesto ambiguo que era aproximadamente así.
—Y también apareció escrita la palabra «asesinos» —agregó—. ¿Qué te parece?
Trabazo se encogió de hombros.
—¿Dices que hubo más pintadas? —preguntó Caldas.
—Yo no, lo comentan por ahí.
—¿Tienes idea de quién pudo escribir eso?
—No lo sé, Leo. Supongo que cualquiera. Pero es raro después de tantos años. Aunque siempre tuve la sensación de que había algo extraño en aquel naufragio.
—¿Qué te hacía suponerlo?
—Nada… —dijo, y el mimbre de la butaca chirrió cuando el inspector se echó hacia delante para escuchar lo que su viejo amigo tenía que contarle.
Años de interrogatorios le habían enseñado que un «nada» como aquél no era más que la pausa previa a la confesión. Como el reflujo que retira el mar advirtiendo de la llegada de una ola inmensa, cuando las confidencias comenzaban con «nada» Leo Caldas sabía que había llegado el momento de prestar atención.
—Aquella noche no estaba para navegar. Nunca entendí que el temporal les sorprendiera en la mar ni que se empeñasen en volver a Panxón en lugar de buscar refugio en algún puerto cercano.
—¿Faenaban lejos de aquí?
Trabazo asintió.
—Bastantes millas al norte —dijo, y apuntó con el dedo hacia un extremo del jardín que a Leo le pareció igual que los demás—. Cerca de la isla de Sálvora.
—¿Por qué se alejaron tanto?
—El Xurelo pescaba con cerquillo. Iban a la caballa, al jurel, a la sardina…, a lo que encontrasen ardiendo en la mar. Pero hace muchos años que no se encuentran bancos de peces ardiendo en la ría. Las aguas están ciegas aquí. Para ver la ardora hay que alejarse de la costa. Muchos se dirigen al sur, hacia Portugal; pero el Xurelo ponía siempre rumbo al norte. Pasaban un par de noches pescando allí, frente a la ría de Arousa, y regresaban a puerto. Casi siempre volvían con la bodega llena. Sousa tenía buen ojo.
—¿Qué crees que pudo suceder?
—Eso sólo lo saben los que estuvieron allí. Pero es raro. En la mar, como en la vida, todo puede cambiar de repente. Puede sorprenderte una ola solitaria o rolar el viento y desatarse un temporal —dijo moviendo los brazos en el aire—. Pero de la tempestad de aquella noche estábamos todos advertidos. El Xurelo había partido de Panxón dos días antes, ya con el aviso de mal tiempo para el día siguiente. Iban cuatro hombres a bordo. Los tres marineros eran chicos jóvenes: Valverde, Arias y el Rubio. De eso estás al tanto, ¿no?
Caldas asintió.
—El patrón del Xurelo era un veterano. Mayor que yo. Se llamaba Antonio Sousa. Llevaba en la mar desde que tenía pantalón corto. Era un patrón experto que sabía bien lo que hacía. No era un imprudente, Leo. Ya había probado alguna vez la fuerza del mar y le tenía respeto. No sé cómo le pudo sorprender.
—¿Dónde se hundieron?
—Allí mismo, muy cerca de la isla de Sálvora. El casco pegó contra unas rocas que conoce cualquiera que haya faenado en esa zona, de las que asoman con la marea baja. Eso tampoco es normal con Sousa al timón —observó—. El caso es que se fueron al fondo. Los chicos llegaron nadando a tierra con los chalecos, pero Sousa se quedó.
—¿Y qué dijeron los tres marineros?
—Estaban asustados, tan aturdidos que eran incapaces de explicar nada. De noche y con mala mar no se ve más que la espuma de las olas al barrer la cubierta. Sólo recordaban el ruido tremendo del casco al abrirse contra la piedra y el frío del agua. El barco se hundió en menos de un minuto. No estaban lejos de la costa y nadaron entre las olas guiados por la luz de un faro. Debió de ser horroroso.
—Me imagino —Caldas colocó su paquete de tabaco sobre la mesa y encendió un cigarrillo.
—Sousa tardó varias semanas en aparecer. Cuando se fue al fondo quedaban unos días para la Navidad. El cuerpo no apareció hasta bien entrado el mes de enero. No tienes idea de cómo se queda un pueblo marinero cuando un barco se hunde. Se camina en silencio, se habla en voz baja. Durante ese tiempo sólo se oyen las campanas de la iglesia y el mar recordándonos a todos su fuerza. El temporal duró varios días en los que las lanchas de rescate apenas pudieron trabajar, y cuando los buzos pudieron examinar el barco, ya no encontraron al capitán. Todos contábamos con que Sousa se había ahogado, pero estábamos ansiosos por saber si la mar lo devolvería a tierra o se lo guardaría para ella.
Leo Caldas recordó Capitanes intrépidos, las flores que al final de la película el niño lanzaba al mar con la esperanza de que llegasen a la tumba de Manuel el Portugués.
—No sé si sabes que a la playa a la que fue a parar el cuerpo del Rubio, a la Madorra, han llegado muchos ahogados —le contó Trabazo—. La corriente los devuelve a la orilla y aparecen flotando aquí, entre las algas. De unos se sabe el nombre porque había noticia de algún hundimiento, pero de otros no se conoce más que la fecha en que fueron encontrados. La gente del pueblo los llevaba al cementerio para darles sepultura. A la entrada, en un triángulo de hierba, hay plantadas varias cruces sin nombre. Debajo están los cuerpos anónimos arrastrados por la mar.
—Pero el Xurelo se hundió a demasiada distancia de Panxón —advirtió Caldas—. Sousa no pudo aparecer en la misma playa que Castelo.
—No, claro que no. Sousa apareció entre las redes de un pesquero con base en Vigo cuando ya se había perdido la esperanza de encontrarlo. Estaba mar adentro, a varias millas del lugar del naufragio.
—¿Estuviste en el levantamiento?
—No, no. Llevaron el cuerpo a Vigo y supongo que asistiría algún forense de allí. Pero yo atendí a la familia. Han pasado muchos años, pero recuerdo cada una de las noches de angustia. Después de una semana sin dormir, tuve que inyectar un sedante a su mujer para que pudiese descansar.
Leo Caldas tragó saliva.
—¿Quién reconoció el cadáver?
—Su hijo —susurró—, por la ropa. Tras casi un mes en el agua fue lo único que pudo identificar.
—Ya.
Caldas se recostó de nuevo en la butaca de mimbre y siguió fumando, mirando las figuras de piedra esculpidas por Manuel Trabazo. Cuando apagó el cigarrillo, preguntó:
—¿Y qué me dices de los marineros que lo acompañaban? Tengo entendido que eran muy amigos.
—Hasta el naufragio sí. Pero el hundimiento del Xurelo los separó. Arias se marchó a las pocas semanas a trabajar al extranjero, a una plataforma petrolífera en el Mar del Norte. El Rubio y Valverde, los que se quedaron en el pueblo, también dejaron de tratarse. Daba la impresión de que en aquel barco hubiese sucedido algo.
—¿No te parece suficiente un naufragio?
Trabazo le dijo que no.
—Los marineros que sobreviven a un naufragio se convierten en hermanos de barco. Son hombres que han mirado de frente a la muerte y han logrado escapar. Ese lazo no hay quien lo desate, como la amistad de los que han compartido trinchera en una guerra. Pero cuando el Xurelo se fue a pique dejaron de tratarse. Ni siquiera se saludaban.
Caldas asintió.
—También es habitual que los que han naufragado cuenten su experiencia a los demás —continuó Trabazo—. Al fin y al cabo, puede tocarle a cualquiera. Sin embargo, del Xurelo y de Sousa nunca comentaron nada. Ninguno de los tres se refirió a aquella noche. Arias se marchó a Escocia, el Rubio se metió en su caparazón y Valverde no volvió a pisar el puerto. Dicen que tenía miedo.
Caldas recordó que la hermana de Castelo también había mencionado que el miedo impedía a su hermano alejarse de la costa al salir a pescar.
—Arias regresó al pueblo hace poco tiempo, ¿retomaron el contacto?
—Tampoco —aseguró Trabazo—. Aunque coincidían en la lonja todas las mañanas, Arias y el Rubio apenas se saludaban. Y tampoco creo que tenga contacto con Valverde. ¿Los has conocido?
—Hablé esta mañana con José Arias —confirmó Caldas—. A Marcos Valverde aún no lo he visto. Estuve en su casa, pero sólo encontré a su mujer. No parece que le hayan ido mal las cosas.
—Valverde es listo y trabajador. Dejó el mar y se dedicó a hacer casas. Debe de haber hecho mucho dinero.
—Me dijo su mujer que también tiene un negocio de vino.
—Eso creo, pero no es como tu padre. Tu padre es viticultor por amor. Es la única persona a la que he visto elegir la comida para acompañar a los vinos. No busca cuartos ni relevancia social, sólo hacer buen vino. Lo demás le importa poco. En cambio los tipos como Valverde buscan en la etiqueta de una botella el prestigio que no les da el dinero.
—¿Honrado?
—Todo lo que puede serlo alguien que se dedica a la construcción. Ya has visto cómo han dejado el pueblo y la playa en unos años. No queda rastro de las dunas, no queda rastro de nada —se lamentó—. Si por lo menos lo hubieran hecho bien… Antes, cuando los maestros de obra construían las casas, aquí no se hacía algo feo ni a propósito. Hasta las viviendas más modestas tenían encanto. Luego no sé a quién carallo se le ocurriría eso de empezar a exigir a un arquitecto en los proyectos. Mira tú lo que han logrado. Viviendas racionalistas, las llamaban. ¿Y sabes lo que son en realidad? Una mierda, Calditas, eso es lo que son.
—Pues Panxón no es de lo peor.
Trabazo movió su mano en un aspaviento de disconformidad.
—En fotografías de hace treinta años no se reconoce más que la iglesia. Además, ¿cómo se pueden levantar tantas casas en un pueblo de pescadores como éste? En verano ya no hay quien viva aquí.
Caldas pensó en la mujer de Valverde, en los meses que pasaría asomada al ventanal de su vivienda de diseño deseando ver llegar a los veraneantes y el buen tiempo.
—¿Sabes que la gente habla de ese capitán Sousa? —cambió de tema—. Dicen que lo han visto, que tiene algo que ver con esas amenazas.
Trabazo se encogió de hombros.
—¿Crees que los otros estarán asustados? —quiso saber el inspector.
—¿Tú no lo estarías? —le interpeló Trabazo.
—Supongo que impresionado, al menos —admitió Caldas—. ¿Lo conocías bien?
—¿A Sousa? Claro. Éramos muy amigos. No como tu padre, de otra manera. ¿Recuerdas haberme escuchado hablar de una marea que hice en Terranova?
—Me suena —dijo Caldas encendiendo otro cigarrillo.
—Mira que te lo conté veces siendo tú un chaval, Calditas —murmuró Trabazo sonriendo—. Se ve que mis historias caducan, como yo.
Les interrumpió Lola. Apareció trayendo un cuenco humeante en una bandeja.
—Os dejo unas castañas, que se note que estamos en otoño.
Trabazo apartó los pies para que su mujer pudiese colocar las castañas sobre la mesa y Caldas se acercó al cuenco. Despedía el olor que tan bien recordaba.
—Lola las cuece con ruda —explicó Trabazo—. ¿Tampoco te acordabas de sus castañas?
—Sí, de ellas sí —dijo Caldas, oliendo el perfume que siempre identificaría con aquella casa—. Me hablabas de Sousa y de Terranova.
Trabazo le contó que cuando terminó el servicio militar, antes de marcharse a Santiago para estudiar la carrera, había pasado unos meses embarcado en un bacaladero que faenaba en Terranova.
—¿Te acuerdas o no?
Caldas hizo un gesto que podía significar cualquier cosa mientras hendía la uña en una castaña para pelarla. Aunque recordaba con nitidez la historia, no le quería interrumpir. Volvió a oír hablar de los bacalaos grandes como hombres, de las redes tensadas hasta casi romperse al ser izadas del mar, y de las focas ruidosas que se acercaban a los barcos.
—¿Sabes una cosa, Calditas? —le dijo, como hacía cuando era niño para atrapar su atención—. Las focas nos chillaban desde el agua. Yo estaba convencido de que se quejaban porque estábamos acabando con sus peces, pero mis compañeros se burlaban de mí. ¿Y sabes una cosa, Calditas? Yo tenía razón. Ya no queda bacalao en Terranova. Se agotó.
Leo Caldas también recordaba el ritual de a bordo cuando faenaban en el gran banco. Unos descabezaban los bacalaos en cubierta antes de pasarlos al escalador para que los abriese por la mitad. Otros les sacaban las espinas y los lavaban en una tina. De ahí, abajo, a la bodega, al salador. Le habló también de un temporal y de una rubia en un bar de Saint Pierre. Manuel Trabazo no había olvidado unos ojos azules como el mar de verano ni un novio enorme y borracho que casi le arranca la cabeza.
—Si un compañero del barco no llega a enfrentarse con él, no estaría yo aquí contándote esta historia —le dijo mientras remojaba en licor café la castaña que acababa de pelar y se la metía en la boca.
La masticó despacio y, después de tragarla, añadió:
—El hombre que me ayudó era Antonio Sousa. Aún nadie le llamaba capitán.
Caminaban por el pasillo envueltos en el olor de las castañas y la ruda cuando Caldas preguntó:
—¿Mencionaste que Sousa tenía un hijo?
—Sí.
—¿Vive en el pueblo?
—No, hace tiempo que se marchó a trabajar a Barcelona. Han pasado muchos años desde que enterró a su padre, pero aquí los rumores no le dejaban olvidarlo.
Barcelona estaba demasiado lejos.
—Ya.
—Es un gran muchacho —agregó, rodeando con su brazo los hombros del inspector—. Pongo la mano en el fuego por él como la pondría por ti.
Manuel Trabazo abrió una puerta acristalada y le pidió que le siguiese.
—¿Te acordabas del salón? —preguntó, y se acercó a una cómoda y comenzó a rebuscar en uno de los cajones.
Caldas asintió.
—Me acordaba del cuadro —respondió, señalando el esmalte de Pedro Solveira colgado sobre el sofá—. A mi padre siempre le gustó.
—A tu padre y a mí —sonrió Trabazo, sacando una fotografía antigua del cajón.
Se la acercó al inspector.
—Éstos somos Sousa y yo en una taberna en Terranova —dijo mostrándole el retrato en blanco y negro.
En él aparecían dos hombres alzando sus copas hacia la cámara. Tenían el mismo gesto, los ojos brillantes y la boca abierta. Caldas colocó un dedo sobre el flequillo oscuro que cubría la frente del más joven.
—Éste eres tú, ¿verdad? —preguntó, y Trabazo se lo confirmó con media sonrisa.
—Aún recuerdo aquella canción —confesó el médico.
Luego Caldas centró su atención en Sousa. Tenía el cabello ensortijado y era algo más alto que Trabazo. Unos brazos fibrosos asomaban bajo las mangas arremangadas de su camisa. Llevaba un objeto alargado, como una porra, sujeto al cinturón.
—Trabajábamos duro, pero lo pasábamos bien —aseguró Trabazo, y señaló una sombra al fondo de la fotografía—. Ahí había un pianista que tocaba hasta el amanecer.
Los ojos de Caldas se desviaron un instante hacia la figura difusa del pianista y volvieron después a incrustarse en la barra ceñida al cinturón del capitán Sousa.
—¿Qué es eso? —preguntó señalándola.
—Sousa la llamaba «la macana». Era una especie de porra. Como un palo grueso con una bola en la punta. El novio de la rubia todavía se debe de acordar de ella. Sousa lo dejó fuera de combate de un solo golpe —rió Trabazo, y Caldas trató de devolverle la sonrisa.
—¿Era de metal?
—¿La macana? No, era de madera, de una madera muy dura. Se la ganó en una timba de cartas a un mexicano, o de eso presumía. Siempre le acompañó. Hasta el final. Debió de quedarse en el fondo, con el barco —murmuró Trabazo.
Leo Caldas aguzó los ojos tratando de distinguir la forma exacta de la macana. No lo logró.
—¿Tienes alguna otra fotografía suya?
—¿De Sousa?
Leo Caldas asintió.
—Yo no —dijo Trabazo—. Pero don Fernando debe de tener varias. Le gustaba acercarse al puerto a retratar a los marineros.
—¿Quién es don Fernando?
—Fue el párroco del pueblo hasta hace unos años, pero la edad tampoco perdona a los curas. Se jubiló. Ya sólo celebra alguna misa cuando alguien se lo pide.
—¿Aún vive en Panxón?
—Sí, sí. ¿Adónde iba a ir después de toda una vida aquí? Sigue en su casa, como siempre. En la parte trasera de la iglesia.